Cuando se trataba de pedir un
sacrificio a los dioses, el del buey era uno de los más destacados. Previamente
los sacerdotes drogaban al buey, y lo apuñalaban, y cuando ya brotaba la sangre,
se dejaba caer encima de la persona que hacía el sacrificio y solicitaba la
buena a los dioses.
Un buey adulto tenía mucha
sangre para derramar. Qué despilfarro de potencia, de poder y de fuerza, ello
suponía. Claro que... el color era bonito; carmesí intenso, la sangre era escurridiza
y espesa y chorreaba cuesta abajo por entre los pies. Le fascinaba y no podía apartar
los ojos de ella. ¿Todo lo que encerraba energía tenía tono rojizo? El fuego, la
propia sangre del interesado, los penes, los zapatos senatoriales, los músculos,
el metal en fusión, la lava...
Era pues el tipo de sacrificio
al que recurrían las clases más adineradas, por lo caro del buey y los pagos a
los sacerdotes que oficiaban el rito. También era el primer acto de los cónsules
al comenzar su mandato el primer día del año, para pedir buena suerte a los
dioses en sus consulados.
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