La
anarquía que siguió a la muerte de Alejandro Severo duró cincuenta años, o sea
hasta el advenimiento de Diocleciano, y ya no formaba parte de la
historia de Roma, sino de la descomposición de su cadáver. Resulta incluso
difícil seguir la sucesión al trono, y no cabe la esperanza de que el lector,
por mucha voluntad que ponga, pueda recordar los nombres de todos los que se
fueron turnado, cada uno degollando regularmente a su predecesor. Limitémonos a
un «memorial».
Maximino debía haberse llamado
Maximión porque medía más de dos metros, con su tórax a proporción y dedos tan
gruesos que usaba por anillos los brazaletes de su mujer. Era hijo de un
campesino de Tracia, tenía el complejo de inferioridad de su propia ignorancia
y en sus tres años de remado no quiso poner el pie en Roma que, en efecto,
jamás le vio. Prefirió quedarse entre los soldados con los que había crecido, y
para financiar las guerras, que constituían su única diversión y en las que
alcanzaba bonísimos logros, impuso tales tributos a los ricos que éstos
atizaron contra él la rivalidad de Gordiano, procónsul de África, señor culto y
refinado, pero ya octogenario. Maximino le mató al hijo en combate y Gordiano
se suicidó.
Los
capitalistas se dirigieron entonces a Máximo y a Balbino, proclamándoles
conjuntamente emperadores. Maximino estaba a punto de derrotarles a ambos,
cuando fue asesinado por sus soldados. Sus adversarios no pudieron gozar de
aquel triunfo gratuito porque sufrieron inmediatamente la misma suerte por obra
de los pretorianos, que instalaron en el trono a su hombre, otro Gordiano. Los
legionarios le mataron cuando les conducía contra los persas y aclamaron a Filipo
el Árabe, que a su vez fue liquidado por Decio, en
Verona.
Decio logró ser emperador dos
años, que por aquellos tiempos era casi una hazaña, y emprendió algunas
reformas serias, entre ellas el restablecimiento de la antigua religión, en
perjuicio del cristianismo que él quería destruir. Pero fue derrotado y muerto
por los godos. A Decio le sustituyó Galo, que también murió asesinado
por sus soldados, que aclamaron a Emiliano, a quien eliminaron pocos
meses después.
Subió
al trono Valeriano, ya sesentón, que se encontró con cinco guerras
simultáneas a cuestas: contra los godos, los alemanes, los francos, los escitas
y los persas. Fue a combatir a los enemigos de Oriente dejando los de Occidente
al cuidado de su hijo Galieno; pero cayó prisionero y Galieno se quedó
como único emperador. Tenía menos de cuarenta años, valor, decisión e
inteligencia. En otros tiempos hubiera sido un magnífico soberano. Pero no
existía ya fuerza humana para detener la catástrofe. Los persas estaban en
Siria, los escitas en Asia Menor y los godos en Dalmacia. La Roma de César, por
no decir la de Escipión, hubiera podido hacer frente a esas catástrofes
simultáneas. La de Galieno era una embarcación a la deriva, en espera sólo de
algún milagro para salvarse.
Uno
se produjo en Oriente, cuando Odenato, que gobernaba Palmira por cuenta de
Roma, batió a los persas, se proclamó rey de Cicilia, Armenia y Capadocia,
murió, y dejó el poder a Zenobia, la más grande reina del Este. Era una
criatura que, al nacer, se equivocó de sexo. En realidad tenía el cerebro, el
valor y la firmeza de un hombre. De mujer sólo tenía la sutileza diplomática.
Oficialmente actuó en nombre de Roma, y como representante suya se anexionó
también a Egipto. En realidad, el suyo fue un reinado independiente que se
formó en el corazón del Imperio, pero que al mismo tiempo actuó de dique contra
los invasores sármatas y escitas que descendían en masa del Norte y habían
invadido ya a Grecia. Galieno logró batirles con dificultad y sus soldados, en
agradecimiento le asesinaron. Su sucesor, Claudio II, se los volvió a
encontrar delante más fuertes que antes. También logró batirles
dificultosamente en un encuentro que, si lo hubiese perdido, habría significado
el fin de la misma Roma. De aquella carnicería se propagó la peste, y él mismo
murió. Era el 270 después de Jesucristo.
Y
he aquí, finalmente, que subió al trono un gran general. Domicio Aurelio,
hijo de un pobre campesino de Iliria, llamado por sus soldados «mano sobre la
espada». No había sido más que militar, pero tenía también fuste de hombre de
Estado. Comprendió en seguida que no podía combatir contra todos aquellos
enemigos, por lo que pensó ganarse alguno con diplomacia y cedió Dacia a los
godos, que eran los más peligrosos, para que se estuvieran tranquilos. Después
atacó separadamente a vándalos y germanos, que ya invadían Italia, y les
dispersó en tres batallas consecutivas. Pero se daba cuenta de que con aquellas
victorias no se evitaba la catástrofe, sino que sólo se retrasaba, por lo que
recurrió a una medida que era el sello de la muerte de Roma y el comienzo del
Medievo; ordenó a todas las ciudades del Imperio que se amurallasen y que en
adelante cada una confiase en sus propias fuerzas. El poder central abdicaba.
Sin
embargo, esa visión pesimista de la realidad no impidió a Aureliano
continuar cumpliendo con su deber hasta el final. No aceptó el separatismo de Zenobia,
marchó contra ella, batió a su ejército, la capturó en su misma capital,
condenó a muerte al primer ministro y consejero, Longino, la llevó encadenada a
Roma y la confinó en Tívoli, en una espléndida villa y en relativa libertad, a
que esperara tranquilamente la vejez. Por un momento Roma creyó haber vuelto a
ser caput mundi y otorgó el título de Restitutor, restaurador, a
Aureliano, que intentó cimentar firmemente su obra sobre bases políticas y
morales. Aquel hombre singular que lo veía todo con tan desencantada claridad,
creyó resolver el conflicto religioso que corroía el Imperio creando una nueva
fe que conciliase los viejos dioses paganos con el nuevo Dios cristiano, e
inventó la del Sol, al que hizo elevar un espléndido templo. Con él, la
religión fue por vez primera monoteísta, o sea que reconoció a un solo Dios, si
bien no fuese el verdadero. Ello significó un gran paso adelante hacia el
definitivo triunfo del cristianismo. Por aquel dios único, y no ya del Senado,
es decir, de los hombres, Aureliano declaró haber sido investido del poder
supremo. Y con ello sancionó el principio de la monarquía absoluta, la que se
proclama tal precisamente «por la gracia de Dios» y que, de origen oriental, se
difundió después por el mundo.
En
prueba, sin embargo, del escepticismo con que sus súbditos acogieron aquella
invención está el hecho de que, aunque «ungido del Señor», se cargaron a Aureliano
como habían hecho con casi todos sus predecesores. Y para sucederle, sin
aguantar ninguna indicación del Cielo, el Senado nombró a Tácito, un
descendiente del ilustre historiador, el cual aceptó sólo porque ya tenía
setenta y cinco años, y, por tanto, no tenía nada que perder. Efectivamente
sobrevivió sólo seis meses, y gracias a esto pudo morir en su lecho.
Le
sucedió (276 después de Jesucristo), Probo, que era tal de nombre y de
hechos. Desgraciadamente, era también un soñador. Y cuando, tras haber ganado
sus buenas guerras contra los alemanes que seguían desbordándose un poco por
todas partes, puso los soldados a sanear las tierras pensando fijarlas en ellas
como labradores, ellos, acostumbrados ya a hacer de lansquenete de oficio y a
vivir de rapiñas, le mataron, aunque se arrepintieron inmediatamente después y
erigieron un monumento a su memoria.
Y
hétenos aquí a Diocleciano, el último verdadero emperador romano. En
realidad se llamaba Diocletes, era hijo de un liberto dálmata, y que sus
miras eran ambiciosas se puso de manifiesto cuando intrigó para obtener el
mando de los pretorianos: había comprendido finalmente que al trono no se
llegaba a través de la carrera política y militar, sino a través de los
pasillos de Palacio.
Pero
también había comprendido que, una vez coronado, y para no tener el fin de
todos los otros emperadores, no debía quedarse en Palacio; es más, no se debía
siquiera permanecer en Roma. Y, efectivamente, su primera decisión como
emperador fue la sensacional de transferir la capital a Asia Menor, en Nicomedia.
Los romanos se ofendieron, pero Diocleciano justificó aquel paso con las
exigencias militares. La Urbe quedaba a trasmano, el mando supremo tenía que
acercarse a las fronteras para controlarlas mejor, y por esto fue dividido:
Diocieciano, con su título de Augusto y la mayor parte del ejército, cuidó de
las orientales, como ya hiciera Valeriano; para atender a las occidentales
designó, también con el título de Augusto, a Maximiano, un buen general,
que sé instaló en Milán. Cada uno de estos Augustos escogió a su propio César;
Diocieciano, en la persona de Galerio, que situó su capital en
Mitrovitza, en la actual Yugoslavia; Maximiano, en la persona de Constancio
Cloro, llamado así por la palidez de su rostro, quien eligió por sede
Tréveris, en Germania. Así se formó la llamada Tetrarquía en
la que Roma no tuvo ningún papel, ni siquiera de segundo plano. Se había
convertido tan sólo en la mayor ciudad de un Imperio que cada vez se volvía
menos romano. Quedaron los teatros y los circos, los palacios de los señores,
la chismografía, los salones intelectuales y las pretensiones. Pero el cerebro
y el corazón habían emigrado a otra parte.
Los
dos Augustos se comprometieron solamente a abdicar después de veinte años de
poder, cada uno a favor de su César, a quien para empezar cada uno dio una hija
propia. Pero al mismo tiempo, Diocieciano llevó a término la reforma
absolutista del Estado iniciada ya por Aureliano, que contradecía plenamente
aquella división de poderes. El suyo fue un experimento socialista con una
relativa planificación de la economía, nacionalización de las industrias y
multiplicación de la burocracia. La moneda quedó vinculada a una tasa de oro
que permaneció invariable durante más de mil años. Los campesinos quedaron
fijados en las tierras y constituyeron la «servidumbre de la gleba». Obreros y
artesanos fueron «congelados» en gremios hereditarios, que nadie tenía derecho
a abandonar. Se instituyeron las «aglomeraciones». Aquel sistema no podía
funcionar sin un severo control de los precios, que fue instituido por un
famoso edicto en 301 después de Jesucristo, el cual representa todavía una de
las obras maestras de la economía dirigida. Todo en él está previsto y
reglamentado, salvo la natural tendencia de los hombres a las evasiones y su
ingeniosidad para tener éxito en ellas. Para combatirlas, Diocleciano tuvo que
multiplicar al infinito su Tributaria. «En nuestro Imperio —rezongaba el
librecambista Lactancio—, de cada dos ciudadanos, uno suele ser
funcionario.» Pululaban confindentes, superintendentes e inspectores. Sin
embargo, las mercancías eran sustraídas igualmente de los «stocks» y vendidas
de estraperto, y las deserciones en los gremios de artes y oficios estaban a la
orden del día. A causa de todos estos abusos llovieron detenciones y condenas,
y fortunas de miles de millones fueron deshechas por las multas del fisco. Y,
entonces, por primera vez en la historia de la Urbe, viéronse ciudadanos
romanos cruzar a escondidas los «límites» del Imperio, o sea «el telón de
acero» de aquellos tiempos, para buscar refugio entre los «bárbaros». Hasta
aquel momento habían sido los «bárbaros» quienes buscaron refugio en tierras
del Imperio, cuya ciudadanía codiciaban como el más precioso de los bienes.
Ahora acontecía lo contrario. Era precisamente ése el síntoma del fin.
No
obstante, aquel experimento era el único que Diocleciano podía intentar.
Apuntaba al encierro del mundo romano dentro de un corsé de acero para frenar
su descomposición. Aunque ineficaz, el remedio estaba impuesto por las
circunstancias y, pese a sus muchos inconvenientes, de algo sirvió. Constancio
y Galerio, dedicados a la guerra, llevaron de nuevo las banderas romanas a
Britania y Persia. Y en el interior reinó el orden. Era un orden de cementerio,
donde todo se esterilizaba y se secaba. Cada categoría se había convertido en
casta hereditaria, ocupada en elaborar ante todo una propia y complicada
etiqueta de modelo oriental. Por primera vez el emperador tuvo una autentica
corte con minucioso ceremonial. Diocleciano se proclamó reencarnación de
Júpiter (en tanto que Maximiano se conformó, más modestamente, con serlo de
Hércules), inauguró un uniforme de seda y oro, un poco como Heliogábalo, se
hizo llamar domino y, en suma, se comportó en un todo como un emperador
bizantino, aun antes de que la capital hubiese sido transferida definitivamente
a aquellas regiones. Pero no abusó de ese su poder absoluto, del cual tal vez
se reía para sus adentros, pues era un hombre de ingenio, lleno de equilibrio y
de buen sentido. Fue un administrador cauto y un juez imparcial. Y, al
cumplirse el plazo de veinte años de reinado, mantuvo el compromiso adquirido
al subir al trono.
En
305 después de Jesucristo, con solemnes ceremonias que se celebraron
simultáneamente en Nicomedia y en Milán, los dos Augustos abdicaron a favor de
su propio César y yerno. Diocleciano, de cincuenta y cinco años apenas, se
retiró al bellísimo palacio que se hiciera construir en Spalato y ya no volvió
a salir de él. Cuando, unos años después, Maximiano solicitó su intervención
para poner fin a la guerra de sucesión en que había desembocado la nueva
Tetrarquía, respondió que semejante invitación sólo podía llegarle de quien
jamás había visto con qué lozanía crecían las coles en su huerto. Y no se
movió.
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