Señores, estamos aquí para
decidir la suerte de los lugartenientes de Lucio Sergio Catilina, el patricio y
soldado que conspiró contra la paz y la libertad de nuestro país. Estoy aquí
como abogado de Roma, como antes a menudo comparecí como abogado de tantos que
se enfrentaron con el peor de los peligros: la muerte. Ya veo, señores, que los
rostros y las miradas de todos los presentes están fijos en mí. Me doy cuenta
de que se hallan ansiosos, no sólo por el peligro que corréis vosotros mismos y
el país, suponiendo que ese peligro ha de ser aún evitado, sino por el peligro
personal que corro yo. Pero ¿qué importa que yo corra peligro, si está en juego
el destino de mi país que es mucho más importante? . En medio de todas mis
desventuras y de tanto dolor, me es muy grato comprobar esta prueba de vuestra
buena voluntad. Pero, por amor del cielo, echad a un lado esa buena voluntad,
olvidad mi propia seguridad y pensad sólo en vosotros mismos, en vuestros hijos
y en Roma. Yo soy cónsul de Roma, señores y jamás he estado fuera del peligro
de muerte o de la secreta traición ni en este Foro en el que se centra toda la
justicia, ni en el Campus, que es santificado por los auspicios de las
elecciones consulares, ni en el Senado, que es el asilo del mundo, ni en el
hogar, que es un santuario universal, ni en el lecho que está dedicado al
descanso, ni siquiera en este honrado sillón correspondiente al cargo que
ocupo. He procurado vivir en paz todo lo posible y he soportado con paciencia
muchas cosas. He transigido demasiado; he remediado lo que he podido con
bastantes sufrimientos por mi parte, aunque los que tenían que estar alarmados
erais vosotros. En los presentes momentos, parece como si fuera voluntad de los
cielos que el remate de mi consulado fuera el preservar a vosotros, a vuestros
hijos y a las vírgenes vestales de la más aflictiva persecución, de la
preservación de Dios en nuestra nación, contra todos aquellos que serían
capaces de exiliarlo de los templos y santuarios, y de entregar esta querida
madre patria a las llamas, a toda Italia a la guerra y la devastación. ¡Dejad que
me enfrente yo solo contra cualesquiera que la suerte nos haya deparado!.
Señores, pensad en vosotros
mismos, preocuparos de vuestra patria, defendeos, defended a vuestras esposas,
a vuestros hijos, a vuestros bienes. ¡Defended el nombre y la existencia del
pueblo romano! Poned en tensión vuestros nervios para la defensa del Estado,
esperando en todo momento que una tormenta estalle sobre vuestras cabezas si no
sabéis prevenirla a tiempo. Nos hemos apoderado de los lugartenientes de
Catilina, que profana el nombre de Roma, con su mera presencia entre nosotros
en el día de hoy, de esos hombres que habían quedado entre nuestros muros para
prender fuego a la ciudad, para asesinarnos a todos nosotros y para dar la
bienvenida a Catilina cuando éste entrara triunfalmente. Han estado incitando a
los esclavos, al siniestro y sangriento bajo mundo de los criminales y los
pervertidos de la ciudad, a los vagabundos y traidores, a ponerse al servicio
de Catilina. En resumen, han maquinado asesinarnos a todos para que no quede
nadie que llore en nombre del pueblo romano y que lamente la caída de esta gran
nación. Ya hemos informado de todos estos hechos y los acusados han confesado
debidamente cuando fueron juzgados por este augusto Senado quien los declaró
culpables.
¡Mirad al terror de Roma, al
traidor, al asesino, al espíritu maligno que ha tramado nuestra ruina! ¡Mirad
su cara y veréis el crimen escrito en ella! Lo conozco muy bien, señores, pues
lo he estado vigilando durante años. Conozco sus conspiraciones, que presentí
antes de que las organizara. Hace tiempo que me di cuenta de que reinaba una
gran inquietud en el Estado, que se fomentaba la agitación y que se estaba
tramando algo. Pero incluso yo, que conozco a Catilina tan bien, nunca imaginé
que unos ciudadanos romanos estuvieran comprometidos en una tan vasta
conspiración, y con propósitos tan destructivos como ésta. En estos momentos,
cualesquiera que sean las inclinaciones a que os lleven vuestros sentimientos,
debéis tomar una decisión antes de la puesta del sol. Ya veis qué asunto tan
grave ha sido expuesto a vuestra consideración. Si creéis que tan sólo se
hallan comprometidos en él unos pocos hombres, os equivocaréis gravemente. Las
semillas de esta odiosa conspiración han sido llevadas más lejos de lo que creí
y el contagio no sólo se ha extendido por Italia, sino que ha cruzado los Alpes
y ha infectado ya muchas provincias en su insidioso progreso.
No aconsejo más dilaciones
con el pretexto de una suspensión del juicio o súplicas de «tolerancia de opiniones»
o cualquier otra demora. Decidáis lo que decidáis, debéis tomar medidas
inmediatas en nombre de Roma y de la libertad romana, ¡en nombre de todo lo que
ha hecho a Roma libre y grande!
Pido sentencia de muerte para
los lugartenientes de este hombre, que ahora tenemos bajo custodia y pido la
muerte para este renegado, que pretendió destruir a Roma; este traidor, este
vándalo, este difamador de nuestro nombre, este tigre, este tigre en forma
humana, este reyezuelo de la más vil gentuza, ¡en suma, de Lucio Sergio
Catilina!.
Señores, soy abogado, lo fui
mucho antes de que me dedicara a la política o pensara dedicarme a ella. He
sido pretor de Roma y ahora soy su cónsul. En todos estos años de servicio
público he defendido hombres que estaban condenados a muerte. Como pretor, fui
el sostén de las leyes de Roma; pero jamás pedí que se hiciera sufrir a nadie
esa final humillación. Como cónsul, no he pedido a ningún magistrado ni a este
augusto Senado que condenara a ningún hombre.
La muerte es una gran ignominia. Cantamos la muerte de los héroes y
honramos su memoria; pero la muerte es en muchos sentidos un sacrilegio contra
la vida, porque mortifica el control de nuestros sentidos. Hablamos del noble
rostro de la muerte. No mencionamos el repentino aflojamiento de los músculos
esfínter, que salpican la carne muerta de defecación y orina. Y no lo
mencionamos porque instintivamente reverenciamos la vida y apartamos la mirada
de las mortificaciones que la muerte le inflige. Todo nuestro ser se rebela
ante este rebajamiento de la persona humana, esta franca burla de la
naturaleza, como si quisiera declarar: «No es superior a las bestias del campo
y muere del mismo modo voluptuosamente vergonzoso, expeliendo lo que tenía
contenido en sus intestinos y en su vejiga». Pero nosotros sabemos que el
hombre no es una bestia del campo, porque Dios nos hizo sentir horror hacia la
muerte, aversión por ella y nuestros sentidos se rebelan contra esta
humillación. Y aunque haya desaparecido lo que animaba a la carne, queda en
ella como una especie de santidad y a pesar de que no podamos evitar el último
vil desprecio de la naturaleza por lo que durante tanto tiempo la desafió,
nosotros guardamos un respetuoso silencio. Por ese respeto es por lo que
vacilamos en condenar a un hombre a ese proceso que la naturaleza efectúa sin
remordimiento, porque cuando un hombre es mortificado, todos los otros hombres
sufren asimismo en su dignidad. Y eso me parece a mí peor que la muerte
misma. Sin embargo, hay ocasiones en que
los hombres se ven obligados a defenderse a sí mismos y a defender a sus
familias y sus países. A menudo nos vemos obligados a vencer nuestra
repugnancia instintiva por la muerte y sus obscenidades. Sólo un hombre carente
de hombría de bien puede regocijarse con la muerte de otro hombre, aunque sea
un enemigo. Sólo una bestia puede sentirse triunfante a la vista de un
sangriento campo de batalla, aunque los suyos hayan vencido. El que es hombre
de verdad, al ver tal campo de batalla, debe inclinar la cabeza y rezar por las
almas de amigos y enemigos, porque todos eran hombres. Por lo tanto, sin
malicia y sin sentir en mi interior alegría, debo pedir a esta augusta
corporación que condene a muerte a Lucio Sergio Catilina, así como a sus
lugartenientes. Es una final ignominia que compartirían incluso los hombres
justos; pero nuestro país está por encima de nosotros. Y lo que Roma significa
es más noble que cualquier individuo. Estamos enfrentados a un terrible dilema:
¡o vive Catilina o muere Roma!
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