La
clase de matrimonio que Dalmática había vivido con Escauro se hizo mucho más evidente
cuando Sila la tumbó en la cama, porque la joven se bajó de ella precipitadamente,
abrió el arca que había mandado traer de su casa y extrajo un impecable camisón
de lino. Mientras Sila la contemplaba fascinado, ella se volvió de espaldas, se
desabrochó el precioso vestido de lana color crema, se lo sujetó bajo las
axilas y logró meterse pudorosamente el camisón por la cabeza dejándolo caer
antes de despojarse de la ropa. De la vestimenta de día pasó al atuendo de
noche en un abrir y cerrar de ojos, y sin mostrar un ápice de piel.
-Quitate
esa maldita prenda -dijo Sila a sus espaldas.
Ella
se volvió y casi se quedó sin respiración. Su nuevo esposo estaba desnudo, y su
piel era más blanca que la nieve, con el vello rizado del pecho y el bajo
vientre del mismo color que su melena; un hombre sin bolsas en el diafragma,
sin las arrugas de la senectud, un hombre duro y musculoso.
Escauro
había estado horas manoseándola por debajo de la túnica, pellizcándole los pezones
y hurgándole la entrepierna para conseguir una reacción del pene, el único
miembro viril que ella había conocido, aunque realmente no lo hubiera visto.
Escauro era un romano a la antigua, de los que realizan el coito con el mismo
recato que se espera de la esposa; no sabia Dalmática que cuando coyuntaba con
una mujer menos recatada que ella, su actuación sexual era muy distinta.
Sila,
por el contrario, tan noble y aristocrático como su difunto esposo, se exhibía
sin ningún pudor ante ella, con el pene tan grande y erecto como el del Príapo
de bronce del despacho de Escauro. No es que ella desconociera la anatomía
íntima del hombre y de la mujer, dado que estaba bien representada en todas las
casas: los genitales masculinos en las termas, los pedestales de las mesas y
hasta en los murales; pero nunca se le había ocurrido ni remotamente
relacionarlos con la vida conyugal. Eran simples adornos de los muebles. Para
ella, la vida conyugal había sido un esposo que nunca se mostraba desnudo ante
ella y que, a pesar de haber engendrado dos hijos, por la experiencia de ella
era bien distinto a los príapos de los muebles y los objetos ornamentales.
Cuando,
tantos años atrás, había conocido a Sila en aquella cena, se había quedado deslumbrada.
Nunca había visto a un hombre tan hermoso, tan duro y tan fuerte y, sin
embargo, tan... tan... ¿afeminado? Lo que había sentido por él entonces (y
durante las veces que le había estado mirando a escondidas cuando él andaba
preparando en Roma su candidatura a las elecciones de pretor) no era algo
conscientemente carnal, pues ella era una mujer casada, con experiencia carnal,
y eso lo relegaba como el factor menos importante y atractivo del amor. Su
pasión por Sila era un capricho de quinceañera, algo intangible e inexplicable.
Detrás de columnas y persianas le había acariciado con la vista, soñando con
sus besos más que con su pene, suspirando por él del modo más romántico. Lo que
ella quería era conquistarle, hacerle su esclavo, ganárselo haciendo que se
echara a sus pies a solicitarle llorando su amor.
( C.
McC. )
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