Pero el fin de villa Batiato se avecinaba cuando
Espartaco y otros siete gladiadores regresaron de un combate en Larinum a
finales del mes de sextilis, en el año en que César dejó Giteo y el servicio de
Marco Antonio para asumir el pontificado.
Larinum había sido una experiencia fascinante, aun
para los ocho gladiadores confinados en el carromato y encadenados
constantemente, menos durante el combate. Al final del año anterior, uno de los
personajes más relevantes de Larinum, Estatio Albio Oppianico, había sido
acusado por su hijastro, Aulo Cluentio Habito, de haber intentado asesinarle;
el juicio se había celebrado en Roma y por él había salido a relucir un
horrible caso de asesinato colectivo de veinte años antes. Toda Roma se había
enterado de que Oppianico era culpable de la muerte de sus esposas, hijos,
hermanos, cuñados, primos y otros parientes, y había cometido o encargado los
crímenes para acumular dinero y poder. Amigo del aristócrata y fabulosamente
rico Marco Licinio Craso, Oppianico había estado a punto de ser absuelto, pues
el tribuno de la plebe Lucio Quintio había intervenido y se había dispuesto una
enorme suma de dinero para sobornar al jurado de senadores. Que Oppianico
hubiese sido declarado culpable se debió a la avaricia del encargado del
soborno, Cayo Elio Estaeno, tan útil a Pompeyo unos años antes, y el mismo que
se había quedado con noventa mil sestercios cuando Cayo Antonio Hibrida le
había contratado para sobornar a nueve tribunos de la plebe. Y es que Estaeno
no tenía palabra en sus deshonrosos encargos, y se quedó con el dinero que
Oppianico le había entregado para sobornar al jurado.
En Larinum no se hablaba de otra cosa que de la
perfidia de Oppianico, cuando llegaron los gladiadores allí para celebrar los
juegos funerarios; y es que en Larinum se habían celebrado muchos juegos
funerarios. Así, mientras comían encadenados a una mesa en el patio de una
hospedería, habían escuchado con sumo interés los comentarios de los cuatro
arqueros. Claro que hablaban, aunque lo tuvieran prohibido, y, gracias al
tiempo y a la práctica, sabían mantener trozos de conversación, y los
comentarios de aquellos crímenes entre los habitantes de Larinum eran una buena
tapadera.
A pesar de las tremendas dificultades que imponía la
obsesiva meticulosidad de Batiato, Espartaco -que llevaba ya un año en el
establecimiento- estaba urdiendo un plan para huir después de asesinar a los
vigilantes. Ya conocía a todos los compañeros y había aprendido a comunicarse
con quienes no veía a diario o durante meses. Si Batiato había creado una
complicada red que impedía que rameras y gladiadores intimasen, Espartaco
también había tramado una complicada cadena que permitía a rameras y gladiadores
transmitir ideas e información y recibir comentarios sobre las mismas,
favorables o críticos. De hecho, el sistema de Batiato le había servido para
sacar un mejor partido de aquellas comunicaciones indirectas, pues así los
diversos implicados no se veían tan a menudo como para que pudiesen chocar ni
tratar de suplantarle como jefe de la insurrección.
Había iniciado el plan a principios de verano,
encargando ciertos sondeos a sus compañeros y a finales del mismo ya lo tenía
bien perfilado, y todos los gladiadores habían acordado secundarle sin
excepción si descubría la manera de escapar; las rameras, parte esencial del
plan, también estaban de acuerdo.
Había dos desertores romanos que conocían la
disciplina militar casi tan bien como Espartaco, y a través de la red les había
nombrado sus ayudantes para la proyectada fuga; se trataba de dos compañeros
que luchaban como galos, llamados Crixus y Enomao, porque al público no le
gustaban los nombres latinos que les recordasen que la mayor parte de sus
ídolos eran prófugos romanos de las legiones. Dio la casualidad de que Crixus y
Enomao acompañaron a Espartaco a Larinum y así éste pudo adelantar la fecha de
la fuga.
Se fugarían ocho días después del regreso de Larinum,
hubiera muchos o pocos gladiadores en villa Batiato. Como el día señalado era
el siguiente a las nundinae, era muy probable que fuesen más numerosos que
pocos, tanto más cuanto que Batiato recortaba su programa de espectáculos en
septiembre, que era cuando tomaba sus vacaciones y efectuaba su visita anual a
Filipo.
La sacerdotisa tracia Aluso se había convertido en la
más ferviente partidaria de Espartaco, y, una vez que todos hubieron aceptado
el plan, los que compartían la celda con él se habían ganado la complicidad de
otras mujeres para que Espartaco y Aluso pasasen toda la noche juntos si ella
era una de las asignadas a su celda.
En las infinitas veces que habían repasado
el plan, Aluso se había prometido que, con el concurso de las mujeres,
mantendría en todo momento el entusiasmo de los hombres. Ella misma había
estado robando utensilios de la cocina para Espartaco desde primeros de verano
de una manera tan hábil que, cuando finalmente se echaron en falta, fue un
cocinero quien se llevó la culpa, pues nadie sospechaba que se preparase una
sublevación de los gladiadores.
El botín consistía en una cuchilla pequeña de
carnicero, una madeja de bramante fuerte, un jarro de cristal que se había
hecho añicos y un gancho de carne. Modesto, pero suficiente para ocho hombres,
y estaba todo guardado en los cuartos de las mujeres, que ellas mismas
limpiaban. Pero la noche de la víspera, las mujeres asignadas a la celda de
Espartaco lo llevaron todo escondido entre las escasas ropas. Aluso no iba con
ellas.
Amaneció y los ocho hombres salieron de la celda para
desayunar en el patio. Sólo llevaban el taparrabos, pero dentro de la escasa
pieza de tela escarlata ocultaban un trozo de bramante de unos tres pies de
largo. El arquero, un doctor ayudante y dos antiguos gladiadores que ejercían
de servidores fueron estrangulados tan rápido que ni les dio tiempo a cerrar la
puerta de la celda; Espartaco y sus siete compañeros cogieron las armas de las
camas y comenzaron a ir de celda en celda con la llave que guardaba el arquero.
Todos los grupos de gladiadores habían hecho todo lo posible por perder tiempo
al levantarse y ninguno había salido al patio aún cuando los ocho silenciosos
atletas se unieron a ellos. Un cuchillo que reluce y se hunde en un pecho, un
trozo de vidrio que corta una garganta, y los ocho trozos de bramante pasaron
de unas manos a otras.
Se hizo todo sin decir una palabra, proferir un grito
ni dar la alarma, y en seguida Espartaco y sus compañeros dominaron el pasillo
de celdas con sus correspondientes patios. Algunos de los muertos llevaban
llaves y se fueron abriendo más puertas de la laberíntica prisión y los setenta
presos de villa Batiato fueron desplegándose en silencio, invadiendo el resto
del edificio.
Había un cobertizo en el que se guardaban hachas y herramientas;
un ruido sordo y metálico y todo lo útil fue a parar a manos de los
gladiadores. Y ahora se evidenciaba otro fallo de la disposición arquitectónica
de Batiato, pues las altas murallas internas no dejaban propagarse el ruido.
Batiato habría debido alzar torres de vigilancia para situar a los arqueros.
La alarma sonó cuando llegaron a las cocinas, pero ya
era demasiado tarde. Estaban ya en su poder todos los instrumentos punzantes
que había en ellas y, usando las tapaderas de los calderos a guisa de escudos
contra las flechas, siguieron avanzando y matando a todos, Batiato incluido,
pues, aunque pensaba haberse ido de vacaciones la víspera, se había quedado a
repasar los libros de contabilidad. Los gladiadores le dejaron con vida hasta
soltar a las mujeres, que le despedazaron siguiendo instrucciones anatómicas de
Aluso, quien devoró con fruición su corazón.
Y al salir el sol, Espartaco y sus sesenta y nueve
compañeros eran dueños de villa Batiato. Sacaron las armas del almacén y
uncieron a los carros bueyes y mulas para cargar los víveres de las cocinas y
el resto de las armas, abrieron las puertas y todos abandonaron la siniestra
escuela.
Espartaco, que conocía bien Campania, no se había
contentado con tomar villa Batiato. La escuela estaba en la carretera de Capua
a Nola a unas siete millas de la ciudad, y hacia Nola se dirigió la pequeña
expedición. Al poco rato encontraron un convoy de carros y lo asaltaron por el
simple motivo de que no querían que nadie pudiese indicar qué camino habían
tomado. Para su gran contento, los carros iban cargados de armas y corazas para
otra escuela de gladiadores; ahora tenían más armas para la guerra que gente
para empuñarlas.
No tardaron en abandonar la ruta principal y tomar por
un camino poco frecuentado que se dirigía hacia el monte Vesubio.
Vestida con una loriga de arquero y esgrimiendo un
sable tracio, Aluso se acercó a Espartaco, que iba a la cabeza de la columna.
Se había limpiado la sangre de Batiato, pero aún se relamía de gusto, como un
gato, cada vez que recordaba cómo se había comido su corazón.
-Pareces Minerva -dijo sonriente Espartaco, que no
había censurado en absoluto el destino que Aluso había dado a Batiato.
-Por primera vez en diez años me siento tal cual soy
-dijo, zangoloteando la bolsa de cuero que llevaba colgada de la cintura y en
la que guardaba la cabeza de Batiato, que se proponía escarificar, convirtiendo
la calavera en copa para beber como era costumbre en su tribu.
-Si te complace, serás mi mujer exclusiva.
-Me complace si me dejas participar en los consejos
con tus guerreros.
Hablaban en griego, ya que Aluso no sabía latín, y se
expresaban con la tranquilidad de quienes han poseido mutuamente su cuerpo sin
obnubilación emocional o pasión, unidos por el placer de estar libres y caminar
sin ir encadenados ni vigilados.
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