1.- Respecto de Pompeyo parece haberle sucedido al
pueblo romano lo mismo que respecto de Heracles le sucedió al Prometeo de
Esquilo, cuando viéndose desatado por él exclamó: ¡Hijo querido de enemigo
padre! porque contra ninguno de sus generales manifestaron los romanos un odio
más terrible y encarnizado que contra el padre de Pompeyo, Estrabón, durante
cuya vida temieron su poder en las armas, pues era gran soldado, pero después
de cuya muerte, causada por un rayo, arrojaron del féretro y maltrataron su
cadáver cuando lo llevaban a darle sepultura; por otra parte, ningún romano
gozó de un amor más vehemente ni que hubiese tenido más pronto principio que
Pompeyo; con ningún otro se mostró este amor más vivo y floreciente mientras le
lisonjeó la fortuna, ni permaneció tampoco más firme y constante después de su
desgracia. Para el odio de aquel no hubo más que una sola causa, que fue su
codicia insaciable de riqueza, y para el amor de éste concurrieron muchas: su
templado método de vida, su ejercicio en las armas, su elegancia en el decir,
su igualdad de costumbres y su afabilidad en el trato; porque a ninguno se le
pedía con menos reparo ni nadie manifestaba más placer en que se le pidiese,
yendo los favores libres de toda molestia cuando los otorgaba y acompañados de
cierta gravedad cuando los recibía.
2.- Su aspecto fue desde luego muy afable y le
conciliaba atención aun antes que hablase; era amable con dignidad, y sin que
ésta excluyese el parecer humano, y en la misma flor y brillantez de la
juventud resplandeció ya lo grave y regio de sus costumbres. Además, el
cabello, un poco levantado, y el movimiento compasado y blando de los ojos
daban motivo más bien a que se dijese que había cierta semejanza entre su
semblante y los retratos de Alejandro, que no a que se percibiese en realidad;
mas por ella empezaron muchos a darle este nombre, lo que él al principio no
rehusaba; pero luego se valieron de esto algunos para llamarle por burla
Alejandro; hasta tal punto, que, habiendo tomado su defensa Lucio Filipo, varón
consular, dijo, como por chiste, que no debía parecer extraño si se mostraba
amante de Alejandro siendo Filipo. Dícese de la cortesana Flora que, siendo ya
anciana, solía hacer frecuente mención de su trato con Pompeyo, refiriendo que no
le era dado, habiéndose entretenido con él, retirarse sin llevar la impresión
de sus dientes en los labios. Añadía a esto que Geminio, uno de los más íntimos
amigos de Pompeyo, la codició y ella le hizo penar mucho en sus solicitudes,
hasta que por fin tuvo que responderle que se resistía a causa de Pompeyo; que
Geminio se lo dijo a éste y Pompeyo condescendió con su deseo, y de allí en
adelante jamás volvió a tratarla ni verla, sin embargo de que le parecía que le
conservaba amor; y finalmente, que ella no llevó este desvío como es propio a
las de su profesión, sino que de amor y de pesadumbre estuvo por largo tiempo
enferma. Fue tal y tan celebrada, según es fama, la hermosura de Flora, que,
queriendo Cecilio Metelo adornar con estatuas y pinturas el templo de los
Dioscuros, puso su retrato entre los demás cuadros a causa de su belleza. Mas,
volviendo a Pompeyo: con la mujer de su liberto Demetrio, que tuvo con él gran
valimiento y dejó un caudal de cuatro mil talentos, se condujo, contra su
costumbre, desabrida e inhumanamente, por temor de su hermosura, que pasaba por
irresistible y era también muy admirada, no se dijese que era ella la que le
dominaba. Mas, sin embargo de vivir con tan excesivo cuidado y precaución en
este punto, no pudo librarse de la censura de sus enemigos, sino que aun con
mujeres casadas le calumniaron de que por hacerles obsequio solía usar de
indulgencia y remisión en algunos negocios de la república. De su sobriedad y
parsimonia en la comida se refiere este hecho memorable: estando enfermo de
algún cuidado le prescribió el médico por alimento que comiese un tordo;
anduviéronle buscando los de su familia y no encontraron que se vendiese en
ninguna parte, porque no era tiempo; pero hubo quien dijo que lo habría en casa
de Lúculo, porque los conservaba todo el año, a lo que él contestó: “¿Conque si
Lúculo no fuera un glotón no podría vivir Pompeyo?”; y no haciendo cuenta del
precepto del médico, tomó por alimento otra cosa más fácil de tenerse a la
mano. Pero esto fue más adelante.
3.- Siendo todavía muy jovencito, militando a las
órdenes de su padre, que hacía la guerra a Cinna, tuvo a un tal Lucio Terencio
por amigo y camarada. Sobornado éste con dinero por Cinna, se comprometió a dar
por sí muerte a Pompeyo y a hacer que otros pegasen fuego a la tienda del
general. Denunciada esta maquinación a Pompeyo hallándose a la mesa, no mostró
la menor alteración, sino que continuó bebiendo alegremente y haciendo agasajos
a Terencio; pero al tiempo de irse a recoger pudo, sin que éste lo sintiera,
escabullirse de la tienda, y poniendo guardia al padre se entregó al descanso.
Terencio, cuando creyó ser la hora, se levantó y, tomando la espada, se acercó
a la cama de Pompeyo, pensando que reposaba en ella, y descargó muchas
cuchilladas sobre la ropa. De resultas hubo, en odio del general, grande
alboroto en el campamento y conatos de deserción en los soldados, que empezaron
a recoger las tiendas y tomar las armas. El general se sobrecogió con aquel
tumulto y no se atrevió a salir; pero Pompeyo, puesto en medio de los soldados,
les rogaba con lágrimas; y por último, tendiéndose boca abajo delante de la
puerta del campamento, les servía de estorbo, lamentándose y diciendo que le
pisaran los que quisieran salir, con lo que se iban retirando de vergüenza; y
por este medio se logró el arrepentimiento de todos y su sumisión al general, a
excepción de unos ochocientos.
4.- Al punto de haber muerto Estrabón sufrió
Pompeyo a nombre suyo a causa de malversación de los caudales públicos; y habiendo
Pompeyo cogido in fraganti al liberto Alejandro, que tomaba para sí la mayor
parte de ellos, dio la prueba de este hecho ante los jueces. Acusábasele, sin
embargo, de tener en su poder ciertos lazos de caza y ciertos libros del botín
de Ásculo. y, ciertamente, los había recibido de mano del padre cuando Ásculo
fue tomado; pero los perdió después, con motivo de que, al volver Cinna a Roma,
los de su guardia allanaron la casa de Pompeyo y la robaron. Tuvo durante el
juicio diferentes confrontaciones con el acusador, en las que, habiéndose
mostrado más expedito y firme de lo que su edad prometía, se granjeó grande
opinión y el favor de muchos: tanto, que Antistio, que era el pretor y ponente
de la causa, se aficionó de él y ofreció darle su hija en matrimonio, tratando
de ello con sus amigos. Admitió Pompeyo la proposición, y aunque los capítulos
se hicieron en secreto no se ocultó a los demás el designio, en vista de la
solicitud de Antistio. Finalmente, al publicar éste la sentencia de los jueces,
que era absolutoria, el pueblo, como si fuese cosa convenida, prorrumpió en la
exclamación usada por costumbre con los que se casan, diciendo: Talasio. Dícese
haber sido el origen de esta costumbre el siguiente: Cuando en ocasión de haber
venido a Roma, al espectáculo de unos juegos, las hijas de los sabinos, las
robaron para mujeres los más esforzados y valientes de los romanos, algunos
pastores, vaqueros y otra gente oscura llevaban también robada a una doncella,
ya en edad y sumamente hermosa. Estos, para que alguno de los más principales
con quien pudieran encontrar- se no se la quitara, iban corriendo y gritando a
una voz: “A Talasio”. Era este Talasio uno de los jóvenes más conocidos y
estimados, por lo que los que oían su nombre aplaudían y gritaban, como regocijándose
y celebrando el hecho; y de aquí dicen que provino, por cuanto aquel matrimonio
fue muy feliz para Talasio, el que por fiesta se dirija esta exclamación a los
que se casan. Esta es la historia más probable de cuantas corren acerca de la
exclamación de Talasio. De allí a pocos días casó Pompeyo con Antistia.
5.- Marchó entonces en busca de Cinna a su
campamento; pero habiendo concebido temor con motivo de cierta calumnia, muy
luego se ocultó y se quitó de delante. Como no se supiese de él, corrió en el
campamento la hablilla de que Cinna había dado muerte a aquel joven. Con esto,
los que ya antes le miraban con aversión y odio se armaron contra él; dio a
huir, y, habiéndole alcanzado un capitán que le perseguía con la espada
desnuda, se echó a sus pies y le presentó su anillo, que era de gran valor;
pero contestándole el capitán con gran desdén: “Yo no vengo a sellar ninguna
escritura, sino a castigar a un abominable e inicuo tirano”, le pasó con la
espada. Muerto de esta manera Cinna, entró en su lugar y se puso al frente de
los negocios Carbón, tirano todavía más furioso que aquel; así es que Sila, que
ya se acercaba, era deseado de los más, a causa de los malos presentes, por los
que miraban como un bien no pequeño la mudanza de dominador: ¡a tal punto
habían traído a Roma sus desgracias, que ya no buscaba sino una esclavitud más
llevadera, desconfiando de ser libre!.
6.- Hizo entonces mansión Pompeyo en el campo
Piceno de la Italia, por tener allí posesiones y por hallarse muy bien en
aquellas ciudades, cuyo afecto y estimación parecía haber heredado de su padre.
Mas viendo que los ciudadanos de mayor distinción y autoridad abandonaban sus
casas y de todas partes acudían como a un puerto al campo de Sila, no tuvo por
digno de sí el presentarse con trazas de fugitivo, sin contribuir con nada y
como mendigando auxilio, sino más bien con dignidad y con alguna fuerza, como
quien va a hacer favor, para lo que iba echando especies, a fin de atraer a los picenos. Oíanle éstos con gusto, al mismo tiempo que no hacían caso de los que
venían de parte de Carbón; y como un tal Vedio dijese por desprecio que de la
escuela se les había aparecido de repente el brillante orador Pompeyo, de tal
modo se irritaron, que cayendo repentinamente sobre él le dieron muerte. Con
esto, Pompeyo, a los veintitrés años de edad, sin que nadie le hubiese nombrado
general, dándose el mando a sí mismo, puso su tribunal en la plaza de la
populosa ciudad de Auximo, y dando orden por edicto a los hermanos Ventidios,
ciudadanos de los más principales, que favorecían el partido de Carbón, para
que saliesen del pueblo, reclutó soldados, nombrando por el orden de la milicia
capitanes y tribunos, y recorrió las ciudades de la comarca ejecutando otro
tanto. Retirábanse y cedían el puesto cuantos eran de la facción de Carbón, con
lo que, y con presentársele gustosos todos los demás, en muy breve tiempo formó
tres legiones completas, y surtiéndolas de víveres, de acémilas y de carros y
de todo lo demás necesario, marchó en busca de Sila, no precipitadamente ni
procurando ocultarse, sino deteniéndose en la marcha, con el fin de molestar a
los enemigos, y tratando en todos los puntos de Italia adonde llegaba de
apartar a los naturales del partido contrario.
7.- Marcharon, pues, contra él a un tiempo tres
caudillos enemigos, Carina, Clelio y Bruto, no de frente todos, ni juntos, sino
formando una especie de círculo con sus divisiones, como para echarle mano;
pero él no se intimidó, sino que, llevando reunidas todas sus fuerzas, cargó
contra sola la división de Bruto con la caballería, al frente de la cual se
puso. Vino también a oponérsele la caballería enemiga de los galos, y,
adelantándose a herir con la lanza al primero y más esforzado de éstos acabó
con él. Volvieron caras los demás, y desordenaron la infantería, dando todos a
huir; y como de resultas se indispusiesen entre sí los tres caudillos, se
retiraron por donde cada uno pudo. Acudieron entonces las ciudades a Pompeyo en
el supuesto de que había nacido de miedo la dispersión de los enemigos.
Dirigióse también contra él el cónsul Escipión; pero antes de que los dos
ejércitos hubiesen empezado a hacer uso de las lanzas, saludaron los soldados
de Escipión a los de Pompeyo, se pasaron a su bando, y aquel huyó. Finalmente,
habiendo colocado el mismo Carbón grandes partidas de caballería a las orillas
del río Arsis, acometiéndolas y rechazándolas vigorosamente fue persiguiéndolas
hasta encerrarlas en lugares ásperos, donde no podía obrar la caballería, por
lo cual, considerándose sin esperanzas de salvación, se le entregaron con armas
y caballos.
8- Todavía no tenía Sila noticia de estos
sucesos; pero al primer rumor que le llegó de ellos, temiendo por Pompeyo,
rodeado de tantos y tan poderosos generales enemigos, se apresuró a ir en su
socorro. Cuando Pompeyo supo que se hallaba cerca, dio orden a los jefes de que
pusieran sobre las armas y acicalaran sus tropas, a fin de que se presentasen
con gallardía y brillantez ante el emperador, porque esperaba de él grandes
honras; pero aún las recibió mejores; pues luego que Sila le vio venir, y a su
tropa que le seguía, con un aire imponente, y que no se mostraba alegre y ufano
con sus triunfos, se apeó del caballo, y siendo, como era justo, saludado
emperador, hizo la misma salutación a Pompeyo, cuando nadie esperaba que a un
joven que todavía no estaba inscrito en el Senado le hiciera Sila participante
de un nombre por el que hacía la guerra a los Escipiones y a los Marios. Todo lo
demás correspondió y guardó conformidad con este primer recibimiento,
levantándose cuando llegaba Pompeyo y descubriéndose la cabeza, distinciones
que no se le veía fácilmente hacer con otros, sin embargo de que tenía a su
lado a muchos de los principales ciudadanos. Mas no por esto se ensoberbeció
Pompeyo, sino que, enviado por el mismo Sila a la Galia, de la que era
gobernador Metelo, y donde parecía que éste no hacía cosa que correspondiese a
las fuerzas con que se hallaba, dijo no ser puesto en razón que a un anciano
que tanto le precedía en dignidad se le quitara el mando; pero que si Metelo
venía en ello y lo reclamaba, por su parte estaba dispuesto a hacer la guerra y
auxiliarle. Prestóse a ello Metelo, y habiéndole escrito que fuese, desde luego
que entró en la Galia empezó a ejecutar por sí brillantes hazañas, y fomentó
y encendió otra vez en Metelo el carácter guerrero y resuelto que estaba ya
apagado por la vejez, al modo que se dice que el metal derretido y liquidado a
la lumbre, si se vacía sobre el compacto y frío, pone en él mayor encendimiento
y calor que el mismo fuego. Mas así como de un atleta que se distingue entre
todos y ha dado fin glorioso a todos sus combates no se refieren las victorias
pueriles, ni se les da la menor importancia, de la misma manera, con haber sido
brillantes en sí los hechos de Pompeyo en aquella época, habiendo quedado
enterrados bajo la muchedumbre y grandeza de los combates y guerras que
vinieron después, no nos atrevemos a moverlos, no sea que, deteniéndonos demasiado
en los principios, nos falte después tiempo para insignes hazañas y sucesos que
más declaran el carácter y costumbres de este esclarecido varón.
9.- Después que Sila sujetó a toda la Italia, y se
le confirió la autoridad de dictador, dio recompensas a los demás jefes y
caudillos, haciéndolos ricos, y promoviéndolos a las magistraturas, y
agraciándolos larga y generosamente con lo que cada uno codiciaba; pero
prendado particularmente de Pompeyo por su valor, y juzgando que podría ser un
grande apoyo para sus intentos, procuró con grande empeño introducirle en su
familia. Ayudado, pues, con los consejos de su mujer, Metela, hace condescender
a Pompeyo en que repudie a Antistia y se case con Emilia, entenada del mismo
Sila, como hija de Metela y Escauro, casada ya con otro, y que a la sazón se
hallaba en cinta. Era, por tanto, tiránica la disposición de este matrimonio,
y más propia de los tiempos de Sila que conforme con la conducta de Pompeyo, a
quien se hacia traer a Emilia a su casa en cinta de otro, y arrojar de ella a
Antistia ignominiosa y cruelmente; y más cuando por él acababa entonces de
quedarse sin padre: porque habían dado muerte a Antistio en el Senado por
parecer que promovía los intereses de Sila a causa de Pompeyo; y, además, la
madre, cuando llegó a entender semejantes designios, voluntariamente se quitó
la vida; de manera que se agregó esta desgracia a la tragedia de tales bodas; y
también por complemento la de haber muerto Emilia de sobreparto en casa de
Pompeyo.
10.- Llegaron en esto nuevas de que Perpena se
había apoderado de la Sicilia, haciendo de aquella isla un punto de apoyo para
los que habían quedado de la facción contraria, mientras que Carbón daba
también calor por aquella parte con la armada; Domicio había pasado al África,
y acudían hacia el mismo punto todos los desterrados de importancia, que con la
fuga se habían podido libertar de la proscripción. Fue, pues, contra ellos
enviado Pompeyo con grandes fuerzas, y Perpena al punto le abandonó la Sicilia.
Halló las ciudades muy quebrantadas, y las trató con suma humanidad, a
excepción solamente de la de los mamertinos de la Mesena: pues como recusasen
su tribunal y su jurisdicción, inhibidos, decían, por una ley antigua de Roma:
“¿No cesaréis- les respondió- de citarnos leyes, viendo que ceñimos espada?”. Parece asimismo que insultó con poca humanidad a los infortunios de Carbón,
pues si era preciso, como lo era, quizá, el quitarle la vida, debió ser luego
que se le prendió, y entonces la odiosidad recaería sobre el que lo había
mandado; pero él hizo que le presentaran aprisionado a un ciudadano romano que
había sido tres veces cónsul, y colocándolo delante del tribunal, sentado en su
escaño le condenó, con disgusto e incomodidad de cuantos lo presenciaron. Después
mandó que, quitándose de allí, le diesen muerte; cuéntase que, después de
retirado, cuando vio ya la espada levantada, pidió que le permitieran apartarse
un poco y le dieran un breve instante para hacer cierta necesidad corporal.
Gayo Opio, amigo de César, refiere que Pompeyo trató con igual inhumanidad a
Quinto Valerio: pues teniendo entendido que era hombre instruido como pocos, y
muy dado al estudio, luego que se lo presentaron le saludó y se pusieron a
pasear juntos; y cuando ya le hubo preguntado y aprendido de él lo que deseaba
saber, dio orden a los ministros que se le llevaran de allí y le quitaran de en
medio; pero a Opio, cuando habla de los enemigos o de los amigos de César, es
necesario oírle con gran desconfianza; y en esta parte, Pompeyo, a los más
ilustres entre los enemigos de Sila, que constaba públicamente haber sido
presos, no pudo menos de castigarlos; pero de los demás, pudiendo hacer otro
tanto, disimuló con muchos que lograron mantenerse ocultos, y aun a algunos les
dio puerta franca. Teniendo resuelto escarmentar a la ciudad de los Himerios,
que habían estado con los enemigos, pidió el orador Estenis permiso para
hablarle, y le dijo que no obraría en justicia si, dejando libre al que era la
causa, perdía a los que en nada habían delinquido. Preguntóle Pompeyo quién era
el que decía ser causa; y como le respondiese que él mismo, pues a los amigos
los había persuadido y a los enemigos los había obligado, prendado Pompeyo de
su franqueza y su determinación, le absolvió y dio por libre a él primero, y
después a todos los demás. Habiendo oído que los soldados cometían insultos por
los caminos, les selló las espadas y castigó al que no conservara el sello.
11.- Sosegadas y arregladas de este modo las cosas
de Sicilia, recibió un decreto del Senado y cartas de Sila en que le mandaba
navegar al África y hacer poderosamente la guerra a Domicio, que había allegado
mayores fuerzas que aquellas con que poco antes había pasado Mario del África a
Italia y, convertido de desterrado en tirano, había puesto en confusión a la
república. Haciendo, pues, Pompeyo con la mayor celeridad sus preparativos,
dejó por gobernador de la Sicilia a Memio, marido de su hermana, y él zarpó del
puerto con ciento veinte naves de guerra y ochocientos transportes, en que
conducía las provisiones, las armas arrojadizas, los caudales y las máquinas.
Cuando parte de las naves tomaban puerto en Utica, y parte en Cartago, siete
mil de los enemigos, abandonando el otro partido, se le pasaron. Las fuerzas
que él llevaba eran seis legiones completas. Cuéntase haberle allí sucedido una
cosa graciosa: algunos soldados, dando por casualidad con un tesoro, se
hicieron con bastante dinero, y como este encuentro se hubiese divulgado, les
pareció a todos los demás que el sitio aquel estaba lleno de caudales, que los
Cartagineses habían en él depositado en el tiempo de sus infortunios. Por
tanto, en muchos días no pudo Pompeyo hacer carrera con los soldados, ocupados
en buscar tesoros, y lo que hacía era irse donde estaban y reírse de ver a
tantos millares de hombres cavar y revolver todo aquel terreno; hasta que,
desesperados, ellos mismos le pidieron que los llevara donde gustase, pues que
ya habían pagado la pena merecida de su necedad.
12.- Preparóse Domicio para el combate, queriendo
poner delante de sí un barranco áspero y difícil de pasar; pero como desde la
madrugada empezase a caer copiosa lluvia con viento, se detuvo, y, desconfiando
de que pudiera ser en aquel día la batalla, la orden para la retirada. Pompeyo,
por el contrario, creyó ser aquel el momento oportuno, y, marchando con
rapidez, pasó el barranco; con lo que, sorprendidos en desorden los enemigos,
no pudieron hacer frente todos en unión, y aun el viento continuaba dándoles
con el agua de cara. No dejó, sin embargo, de incomodar también a los romanos
aquella tempestad, porque no les permitía verse bien unos a otros, y el mismo
Pompeyo estuvo para perecer por no ser conocido, a causa de que, habiéndole
preguntado uno de sus soldados la seña, tardó en responder. Mas rechazaron con
gran mortandad a los enemigos, pues se dice que, de veinte mil, sólo tres mil
pudieron huir, y a Pompeyo le proclamaron emperador; pero como éste no quisiese
admitir aquella distinción mientras se mantuviera enhiesto el campamento de los
enemigos, diciéndoles que para que le tuviesen por digno de aquel título, era
preciso que antes lo derribaran, al punto se arrojaron sobre el valladar,
peleando Pompeyo sin casco, por temor de que le sucediera lo que antes. Tomóse,
pues, el campamento, pereciendo allí Domicio. De las ciudades, unas se
sometieron inmediatamente y otras fueron tomadas por la fuerza. Tomó también
cautivo al rey Hiarbas, que auxiliaba a Domicio, y dio su reino a Hiempsal.
Sacando partido de la buena suerte y del denuedo de sus tropas, invadió la
Numidia, y haciendo por ella muchos días de marcha sujetó a cuantos se le
presentaron; con lo que, volviendo a dar tono y fuerza al terror y miedo con
que aquellos bárbaros miraban antes a los romanos, que ya se había debilitado,
dijo que ni las fieras que habitaban el África se habían de quedar sin probar
el valor y la fortuna de los romanos. Dióse, pues, a la caza de leones y
elefantes por algunos días, y en solos cuarenta derrotó a los enemigos, sujetó
al África y dispuso de reinos, teniendo entonces veinticuatro años.
13.- A su regreso a Utica se encontró con cartas de
Sila en que le prevenía que despachara el resto, del ejército y con una sola
legión esperara allí al pretor, que iba a sucederle. No dejó de causarle
novedad semejante orden, y se desazonó con ella interiormente; el ejército, por
su parte, se disgustó muy a las claras, y rogándoles Pompeyo que marchasen,
prorrumpieron en expresiones ofensivas contra Sila, y a aquel le dijeron que de
ningún modo le abandonarían y permitirían que se confiase de un tirano. Procuró
Pompeyo al principio sosegarlos y tranquilizarlos; pero cuando vio que no se
aquietaban bajó de la tribuna y quiso retirarse a su tienda desconsolado y
lloroso; pero ellos, conteniéndole, le volvieron a colocar en la tribuna, y se
perdió gran parte del día pidiéndole los soldados que permaneciera y los
mandase, y rogándoles él que obedecieran y no se sublevasen; hasta que,
instándole y gritándole todavía, les juró que se daría muerte si continuaban en
hacerle violencia, y aun así con dificultad los aquietó. El primer aviso que
tuvo Sila fue de haberse sublevado Pompeyo, y dijo a sus amigos: “Está visto
que es hado mío, siendo viejo, tener que lidiar lides de mozos”, aludiendo a
Mario, que, siendo muy joven, le dio mucho en que entender y puso en gravísimos
riesgos. Mas cuando supo la verdad, y observó que todos recibían y acompañaban
a Pompeyo con demostraciones de amor y benevolencia, corriendo a obsequiarle se
propuso excederlos. Salió, pues, a recibirle, y, abrazándole con la mayor
fineza, le llamó Magno en voz alta, y dio orden a los que allí se hallaban de
que le saludaran de la misma manera; y magno quiere decir grande. Otros son de
sentir que esta salutación le fue dada la primera vez por el ejército en el
África, y que adquirió mayor fuerza y consistencia confirmada por Sila. Como
quiera, él fue el último que al cabo de mucho tiempo, cuando fue enviado de
procónsul a España contra Sertorio, empezó a darse en las cartas y en los
edictos la denominación de Pompeyo Magno, porque ya no era odiosa, a causa de
estar muy admitida en el uso, y más bien son de apreciar y admirar los antiguos romanos, que condecoraban con estos títulos y sobrenombres no sólo los ilustres
hechos de armas, sino también las acciones y virtudes políticas, habiendo sido
el mismo pueblo el que dio a dos el nombre de Máximos, que quiere decir muy
grande: a Valerio, por su reconciliación con el Senado, que estaba en oposición
con él, y a Fabio Rulo, porque, ejerciendo la censura, a algunos ricos que
siendo de condición libertina se habían hecho inscribir en el Senado los arrojó
ignominiosamente de él.
14.- Pidió Pompeyo por estos últimos sucesos el
triunfo, y fue Sila el que le hizo oposición, pues la ley no lo concede sino al
cónsul o al pretor, y a ningún otro; por lo mismo el primero de los Escipiones,
que consiguió en España de los cartagineses más señaladas victorias, no pidió
el triunfo, porque no era ni cónsul ni pretor; decía, pues, que si entraba
triunfante en la ciudad Pompeyo, que todavía era imberbe, y por razón de la
edad no tenía cabida en el Senado, se harían odiosos: en el mismo Sila la
autoridad, y en Pompeyo este honor. De este modo le hablaba Sila para que
entendiera que no se lo consentiría, sino que le sería contrario y reprimiría
su temeridad si no desistía del intento. Mas no por esto cedió Pompeyo, sino
que previno a Sila observase que más son los que saludan al Sol en su oriente
que en su ocaso, dándole a entender que su poder florecía entonces y el de Sila
iba decreciendo y marchitándose. No lo percibió bien Sila, y observando por los
semblantes y el gesto de los que lo habían oído que les había causado
admiración, preguntó qué era lo que había dicho, e informado, aturdiéndose de
la resolución de Pompeyo, dijo por dos veces seguidas: “que triunfe, que
triunfe”. Como otros muchos mostrasen también disgusto e incomodidad, queriendo
Pompeyo- según se dice- mortificarlos más, intentó ser conducido en la pompa en
carro tirado por cuatro elefantes, porque en la presa había traído muchos del
África, de los que pertenecían al rey; pero por ser la puerta más estrecha de
lo que era menester, abandonó esta idea y hubo de contentarse con caballos. No
habían los soldados conseguido todo lo que se habían imaginado, y como por esto
tratasen de revolver y alborotar, dijo que nada le importaba y que antes
dejaría el triunfo que usar con ellos de adulación y bajeza. Entonces Servilio,
varón muy principal y uno de los más se habían opuesto al triunfo de Pompeyo:
“Ahora veo- dijo- que Pompeyo es verdaderamente grande y digno del triunfo”, Es
bien claro que si hubiera querido habría alcanzado fácilmente ser del Senado,
sino que, como dicen, quiso sacar lo glorioso de lo extraordinario; porque no
habría tenido nada de maravilloso el que antes de la edad hubiera sido senador,
y era mucho más brillante haber triunfado antes de serlo; y aun esto mismo
contribuyó no poco para aumentar hacia él el amor y benevolencia de la
muchedumbre, porque mostraba placer el pueblo de verle después del triunfo
contado entre los del orden ecuestre.
15.- Consumíase Sila viendo hasta qué punto de
gloria y de poder subía Pompeyo; pero no atreviéndose por pundonor a
estorbarlo, se mantuvo en reposo. Sólo hizo excepción cuando por fuerza y
contra su voluntad promovió Pompeyo al consulado a Lépido, trabajando por él en
los comicios y ganándole por su grande influjo el favor del pueblo; porque
entonces, viendo Sila que se retiraba de la plaza con grande acompañamiento,
“Observo- le dijo- ¡oh joven! que vas muy contento con la victoria; ¿y cómo no
con la grande y gloriosa hazaña de haber hecho designar cónsul antes de Cátulo,
el mejor de los hombres, a Lépido, el más malo?. Pero cuidado no te duermas y
dejes de estar solícito sobre los negocios, porque te has preparado un rival
más fuerte que tú”. Pero donde más principalmente declaró Sila que no estaba
bien con Pompeyo fue en el testamento que otorgó: porque haciendo mandas a los
demás amigos y nombrándolos tutores de su hijo, ninguna mención hizo de
Pompeyo. Llevólo éste, sin embargo, con gran moderación y política; tanto que,
habiéndose opuesto Lépido y algunos otros a que el cadáver se sepultara en el
Campo Marcio y a que la pompa se hiciera en público, tomó el negocio de su
cuenta y concilió al entierro gloria y seguridad al mismo tiempo.
16.- No bien había fallecido Sila, cuando se vio
cumplida aquella profecía porque queriendo Lépido subrogarse en su autoridad,
al punto, sin andar en rodeos ni buscar pretextos, echó mano a las armas,
poniendo en movimiento y acción los restos corrompidos de las turbaciones
pasadas, que habían escapado de las manos de Sila. Su colega Cátulo, a quien
estaba unido lo más justo y lo más sano del Senado y del pueblo, en opinión de
prudencia y de justicia era entonces el mayor de los romanos, pero parecía más
propio para el mando político que para el mando militar. Reclamando, pues, los
negocios mismos la mano de Pompeyo, no dudó por largo tiempo adónde se
aplicaría, sino que se declaró por los hombres de probidad y se le nombró
general contra Lépido; éste ya había puesto a sus órdenes gran parte de la
Italia y se había apoderado de la Galia Cisalpina por medio del ejército de
Bruto. En todos los demás puntos venció fácilmente Pompeyo luego que marchó con
sus tropas; pero en Módena de la Galia se detuvo al frente de Bruto largo
tiempo, durante el cual, cayendo Lépido sobre Roma, y acampándose a sus
puertas, pedía el segundo consulado, infundiendo terror con un gran tropel de
gente a los ciudadanos que estaban dentro; mas disipó este miedo una carta de
Pompeyo, de la que aparecía que sin batalla había acabado la guerra, porque
Bruto, o entregando él mismo su ejército, o habiéndole hecho éste traición, mudó
de partido, puso su persona a disposición de Pompeyo, y con escolta que se le
dio de caballería se retiró a una aldea, orillas del Po, donde sin mediar más
que un día se le quitó la vida, habiendo Pompeyo enviado allá a Geminio. Acerca
de esto se hacían grandes cargos a Pompeyo, pues habiendo escrito al Senado,
inmediatamente después de la mudanza de Bruto, en términos de significar que
éste voluntariamente se le había pasado, envió después otra carta, en la que,
verificada ya la muerte de Bruto, le acusaba. Hijo era de éste el otro Bruto
que con Casio dio muerte a César, varón del todo semejante al padre en cuanto a
saber hacer la guerra y saber morir, como lo decimos en su Vida. Lépido, de
resultas, huyó sin detención de la Italia, retirándose a Cerdeña, donde enfermó
y murió de pesadumbre, no por el estado de los negocios, según dicen, sino por
haber dado con un billete, por el que se enteró de cierta infidelidad de su
mujer.
17.- Ocupaba la España Sertorio, caudillo en nada
parecido a Lépido, e infundía temor a los romanos, por haber refundido en él,
como en última calamidad, las guerras civiles. Había hecho desaparecer a muchos
generales de los de menor cuenta, y entonces traía fatigado a Metelo Pío, varón
respetable y buen militar, pero tardo ya por la vejez para aprovechar las
ocasiones de la guerra, e inferior al estado de los negocios, en los que se le
anticipaba siempre la velocidad y presteza de Sertorio, que le acometía
inopinadamente y al modo de los salteadores, molestando con celadas y correrías
a un atleta hecho a combates reglados y a un general de tropas de línea
acostumbradas a lidiar a pie firme. Teniendo, pues, Pompeyo en aquella sazón un
ejército a sus órdenes, andaba negociando que se le diera la comisión de ir en
auxilio de Metelo; y sin embargo de habérselo mandado Cátulo, no lo disolvió,
sino que se mantuvo en armas alrededor de Roma, buscando siempre algún
pretexto, hasta que por fin se le dio el apetecido mando a propuesta de Lucio
Filipo. Dícese que, preguntando uno entonces en el Senado, con admiración, a
Filipo, si realmente era de sentir de que se enviase a Pompeyo por el cónsul,
respondió: “Yo por el cónsul, no, sino por los cónsules”, dando a entender que
ambos cónsules eran inútiles para el caso.
18.- No bien hubo tocado Pompeyo en España, excitó
en los naturales, como sucede siempre a la fama de un nuevo general, otras
esperanzas, y conmovió y apartó de Sertorio entre aquellas gentes todo lo que
no le estaba firmemente unido. Sertorio, en tanto, usaba contra él de un
lenguaje arrogante, diciendo con escarnio que para aquel mozuelo no necesitaba
más que de la palmeta y los azotes, si no fuera porque tenía miedo a aquella
vieja- aludiendo a Metelo-; sin embargo, temía realmente a Pompeyo, y
precaviéndose con sumo cuidado hacía ya la guerra con más tiento y seguridad;
porque, de otra parte, Metelo- cosa que nadie habría pensado- se había rebajado
en su conducta, entregándose con exceso a los placeres, con lo que
repentinamente habla habido también en él una grande mudanza con respecto al
fausto y al lujo; de manera que esto mismo dio mayor estimación y gloria a
Pompeyo, por cuanto todavía hizo más sencillo su método de vida, que nunca
había necesitado de grandes prevenciones, siendo por naturaleza sobrio y muy arreglado
en sus deseos. En esta guerra, que tomaba mil diferentes formas, ninguna cosa
mortificó más a Pompeyo que la toma de Laurón por Sertorio, porque cuando creía
que le tenía envuelto, y aun se jactaba de ello, se encontró repentinamente con
que él era quien estaba cercado; y como, por tanto, temía el moverse, tuvo que
dejar arder la ciudad a su presencia y ante sus mismos ojos. Mas habiendo
vencido junto a Valencia, a Herenio y Perpena, generales que habían acudido a
unirse con Sertorio y militaban con él, les mató más de diez mil hombres.
19.- Engreído con este suceso, y deseoso de que
Metelo no tuviese parte en la victoria, se dio priesa a ir en busca del mismo
Sertorio. Alcanzóle junto al río Júcar al caer ya la tarde, y allí trabaron la
batalla, temerosos de que sobreviniese Metelo, para pelear solo el uno, y el
otro para pelear con uno sólo. Fue indeciso y dudoso el término de aquel
encuentro, porque venció alternativamente una de las alas de uno y otro; pero
en cuanto a los generales, llevó lo mejor Sertorio, porque puso en huída el ala
que le estuvo opuesta. A Pompeyo le acometió desmontado un hombre alto de los de
caballería, y habiendo venido ambos al suelo a un tiempo, al volver a la lid
pararon en las manos de uno y otro los golpes de las espadas, aunque con suerte
desigual, porque Pompeyo apenas fue lastimado, pero al otro le cortó la mano.
Cargaron entonces muchos sobre él, estando ya en fuga sus tropas, y se salvó
maravillosamente por haber abandonado a los enemigos su caballo, adornado
magníficamente con jaeces de oro de mucho valor; porque enredados los enemigos
en la partición y altercando sobre ella, le dieron lugar para huir. A la mañana
siguiente volvieron ambos a la batalla con ánimo de hacer que se declarase la
victoria; pero como sobreviniese Metelo, se retiró Sertorio, dispersando su
ejército; porque éste era su modo de retirarse, y luego volvía a reunirse la
gente; de manera que muchas veces andaba errante Sertorio solo, y muchas veces
volvía a presentarse con ciento cincuenta mil hombres, a manera de torrente que
repentinamente crece. Pompeyo, cuando después de la batalla salió al encuentro
a Metelo y estuvieron ya cerca, dio orden de que se le rindieran a éste las
fasces, acatándole como preferente en honor; pero Metelo lo resistió, porque en
todo se conducía perfectamente con él, no arrogándose superioridad alguna ni
por consular ni por más anciano. Solamente cuando acampaban juntos, la señal se
daba a todos por Metelo; pero por lo común acampaban separados, contribuyendo a
que tuvieran que estar distantes la calidad del enemigo, que usaba de
diferentes artes, y, siendo diestro en aparecerse repentinamente por muchos
lados, obligaba a mudar también los géneros de combate; tanto, que, por último,
interceptándoles los víveres, saqueando y talando el país y haciéndose dueño
del mar, los arrojó de la parte de España que le estaba sujeta, precisándolos a
refugiarse en otras provincias por carecer absolutamente de provisiones.
20.- Había Pompeyo empleado y consumido la mayor
parte de su caudal en aquella guerra; pedía, por tanto, fondos al Senado,
diciendo que se retiraba a Italia con el ejército si no se le enviaban.
Hallábase entonces de cónsul Lúculo, y aunque estaba mal con Pompeyo y
ambicionaba para sí la Guerra Mitridática, puso empeño en que se mandaran los
fondos que reclamaba por temor de que se diera este pretexto a Pompeyo, que
deseaba retirarse de la guerra de Sertorio y tenía vuelto el ánimo a la de
Mitridates, en que le parecía haber mayor gloria y ser éste enemigo más
domeñable. Muere en tanto Sertorio asesinado vilmente por sus amigos, de los
cuales Perpena, que había sido el principal autor de esta traición, quiso
seguir sus mismos planes valiéndose de las mismas fuerzas y los mismos medios,
pero sin igual capacidad para usar de ellos. Acudió, pues, al punto Pompeyo, y
sabedor de que Perpena no obraba con la mayor seguridad, le presentó por cebo
en la llanura diez cohortes con orden de que se dispersaran; y como aquel diese
sobre ellas y las persiguiese, presentóse él con todas sus tropas, y trabando
batalla concluyó con todo, quedando muertos en el campo de batalla los más de
los caudillos. A Perpena lo llevaron a su presencia, y le mandó quitar la vida,
no con ingratitud y olvido de lo ocurrido en Sicilia, como le acusan algunos,
sine conduciéndose con la mayor prudencia y tomando un partido que fue la
salud de la república, porque habiéndose apoderado Perpena de la
correspondencia de Sertorio mostraba cartas de los principales personajes de
Roma que, queriendo trastornar el sistema vigente y mudar el gobierno, llamaban
a Sertorio a la Italia. Temeroso, pues, Pompeyo con este motivo de que se
suscitaran otras guerras mayores que las apaciguadas, quitó de en media a Perpena
y quemó las cartas sin haberlas leído.
21.- Deteniéndose después de esto todo el tiempo
necesario para apaciguar las mayores alteraciones y sosegar y componer las
discordias y desavenencias que aún ardían, restituyó el ejército a Italia,
llegando por fortuna cuando estaba en su mayor fuerza la guerra civil. Por lo
mismo, Craso precipitó, no sin riesgos, la batalla, y le favoreció la suerte,
habiendo muerto en la acción doce mil trescientos hombres de los enemigos. Mas
con esto mismo la fortuna halló medio de introducir a Pompeyo en la victoria,
porque cinco mil que huyeron de la batalla dieron con él, y habiendo acabado
con todos escribió al Senado, por un mensajero que anticipó, que Craso había
vencido en la batalla campal a los gladiadores, pero que él había arrancado la
guerra de raíz; cosa que, por el amor que le tenían, escuchaban y repetían con
gusto los romanos, al mismo tiempo que ni por juego podía haber quien dijese
que la gloria de la España y Sertorio eran de otro que de Pompeyo. En medio de
todos estos honores y la expectación en que en cuanto a él se estaba, había la
sospecha y receló de que no despediría al ejército, sino que por medio de las
armas y el mando de uno solo marcharía en derechura al gobierno de Sila; así,
no eran menos los que por amor corrían a él y le salían al encuentro en el
camino que los que por miedo hacían otro tanto. Disipó luego Pompeyo este temor
diciendo que dejaría el mando del ejército después del triunfo; pero a los
malcontentos aún les quedó un solo asidero para sus quejas, y fue decir que se
inclinaba más a la plebe que al Senado, y que habiendo Sila destruido la
dignidad de aquella, él trataba de restablecerla para congraciarse con la
muchedumbre; lo que era verdad. Porque no habla cosa que más violentamente
amase el pueblo Romano, ni que más desease, que volver a ver restablecida
aquella magistratura; así, Pompeyo tuvo a gran dicha el que se le presentase la
oportunidad de esta disposición; como que no habría encontrado otro favor con
que recompensar el amor de los ciudadanos si otro se le hubiera adelantado en
éste.
22.- Decretados que le fueron el segundo triunfo y
el consulado, no era por esto por lo que parecía extraordinario y digno de
admiración, sino que se tomaba por prueba de su superior poderío el que Craso,
varón el más rico de cuantos entonces estaban en el gobierno, el más elegante
en el decir y el de mayor opinión, que miraba con desdén a Pompeyo y a todos
los demás, no se atrevió a pedir el consulado sin valerse de la intercesión de
Pompeyo, cosa en que éste tuvo el mayor placer, porque hacía tiempo deseaba hacerle
algún servicio u obsequio; así es que se encargó de ello con ardor, y habló al
pueblo, manifestándole que no sería menor su gratitud por el colega que por la
misma dignidad. Sin embargo, nombrados cónsules, en todo estuvieron discordes y
se contradijeron el uno al otro. En el Senado tenía mayor influjo Craso, pero
con la plebe era mayor el poder de Pompeyo, porque le restituyó el tribunado, y
no hizo alto en que por ley se volviesen entonces los juicios a los del orden
ecuestre: pero el espectáculo más grato que dio a los romanos fue el de sí
mismo cuando pidió la licencia del servicio militar. Es costumbre entre los
Romanos, en cuanto a los del orden ecuestre que han servido el tiempo
establecido por ley, que lleven a la plaza su caballo a presentarlo a los dos
ciudadanos que llaman censores, y que haciendo la enumeración de los pretores o
emperadores a cuyas órdenes han militado, y dando las cuentas de sus mandos, se
les dé el retiro, y allí se distribuye el honor o la ignominia que corresponde
a la conducta de cada uno. Ocupaban entonces el tribunal en toda ceremonia los
censores Gelio y Léntulo para pasar revista a los caballeros. Vióse desde lejos
a Pompeyo que venía a la plaza con el séquito e insignias que correspondían a
su dignidad, pero trayendo él mismo del diestro su caballo. Luego que estuvo
cerca y a la vista de los censores, dio orden a los lictores de que hicieran
paso, y condujo el caballo ante el tribunal. Estaba todo el pueblo admirado y
en silencio, y los mismos censores sintieron con su vista un gran placer
mezclado de vergüenza. Después, el más anciano le dijo: “Te pregunto ¡oh
Pompeyo Magno! si has hecho todas las campañas según la ley”. Y Pompeyo en alta
voz: “Todas- le respondió-, y todas las he hecho a las órdenes de mí mismo como
emperador”. Al oír esto el pueblo levantó gran gritería, y ya no fue posible
contener por el gozo aquella algazara, sino que levantándose los censores le
acompañaron a su casa, complaciendo en esto a los ciudadanos, que seguían y
aplaudían.
23.- Cuando ya estaba cerca de expirar el consulado
de Pompeyo, y en el mayor aumento su desavenencia con Craso, un tal Gayo Aurelio,
que pertenecía al orden ecuestre, pero había llevado una vida ociosa y oscura,
en un día de junta pública subió a la tribuna, y arengando al pueblo dijo
habérsele aparecido Júpiter entre sueños y encargándole hiciese presente a los
cónsules no dejaran el mando sin haberse antes hecho entre sí amigos.
Pronunciadas estas palabras, Pompeyo se estuvo quieto en su lugar sin moverse;
pero Craso empezó a alargarle la diestra y a saludarle, diciendo al pueblo: “No
me parece ¡oh ciudadanos! que hago nada que no me esté bien, o que me humille
en ser el primero en ceder a Pompeyo, a quien vosotros creísteis deber llamar
Magno antes que le hubiese salido la barba, y a quien antes de pertenecer al
Senado decretasteis dos triunfos”, y habiéndose en seguida reconciliado,
hicieron la entrega de su autoridad. Craso guardó siempre la conducta y método
de vida que había tenido desde el principio, pero Pompeyo se fue desentendiendo
poco a poco de patrocinar las causas, se retiró de la plaza, rara vez se
mostraba en público, y siempre con grande acompañamiento, pues ya no era fácil
el verle o hablarle sino entre un gran número de ciudadanos que le hacían la
corte, pareciendo que tenía complacencia en mostrarse rodeado de mucha gente,
dando con esto importancia y gravedad a su presencia, y creyendo que debía
conservar su dignidad pura e intacta del trato y familiaridad con la
muchedumbre. Porque la vida togada es resbaladiza al menosprecio para los que
se han hecho grandes con las armas y no aciertan a medirse con la igualdad popular,
pues que creen debérseles de justicia el que aquí como allá sean los primeros,
y a los que allá fueron inferiores no les es aquí tolerable el no preferirlos;
por lo mismo, cuando cogen en la plaza pública al que ha brillado en los
campamentos y en los triunfos lo deprimen y abaten, pero si éste cede y se
retira le conservan libre de envidia el honor y poder que allá tuvo; lo que
después confirmaron los mismos negocios.
24.- El poder de los piratas, que comenzó primero
en la Cilicia, teniendo un principio extraño y oscuro, adquirió bríos y osadía
en la Guerra Mitridática, empleado por el rey en lo que hubo menester. Después,
cuando los romanos, con sus guerras civiles, se vinieron todos a las puertas de
Roma, dejando el mar sin guardia ni custodia alguna, poco a poco se extendieron
e hicieron progresos; de manera que ya no sólo eran molestos a los navegantes,
sino que se atrevieron a las islas y ciudades litorales. Entonces, ya hombres
poderosos por su caudal, ilustres en su origen y señalados por su prudencia, se
entregaron a la piratería y quisieron sacar ganancia de ella, pareciéndoles
ejercicio que llevaba consigo cierta gloria y vanidad. Formáronse en muchas
partes apostaderos de piratas, y torres y vigías defendidas con murallas, y las
armadas corrían los mares, no sólo bien equipadas con tripulaciones alentadas y
valientes, con pilotos hábiles y con naves ligeras y prontas para aquel
servicio, sino tales que más que lo terrible de ellas incomodaba lo soberbio y
altanero, que se demostraba en los astiles dorados de popa, en las cortinas de
púrpura y en las palas plateadas de los remos, como que hacían gala y se gloriaban
de sus latrocinios. Sus músicas, sus cantos, sus festines en todas las costas,
los robos de personas principales y los rescates de las ciudades entradas por
fuerza eran el oprobio del imperio romano. Las naves piratas eran más de mil, y
cuatrocientas las ciudades que habían tomado. Habíanse atrevido a saquear de
los templos, mirados antes como asilos inviolables, el Clario, el Didimeo, el
de Samotracia, el templo de Démeter Ctonia en Hermíona, el de Asclepio en
Epidauro, los de Posidón en el Istmo, en Ténaro y en Calauria; los de Apolo en
Accio y en Léucade, y de Hera el de Samos, el de Argos y el de Lacinio. Hacían
también sacrificios traídos de fuera, como los de Olimpia, y celebraban ciertos
misterios indivulgables, de los cuales todavía se conservan hoy el de Mitra,
enseñado primero por aquellos. Insultaban de continuo a los romanos, y bajando
a tierra rodaban en los caminos y saqueaban las inmediatas casas de campo. En
una ocasión robaron a dos pretores, Sextilio y Belino, con sus togas pretextas,
llevándose con ellos a los ministros y lictores. Cautivaron también a una hija
de Antonio, varón que había alcanzado los honores del triunfo, en ocasión de ir
al campo, y tuvo que rescatarse a costa de mucho dinero. Pero lo de mayor
afrenta era que, cautivado alguno, si decía que era romano y les daba el
nombre, hacían como que se sobrecogían, y temblando se daban palmadas en los
muslos, y se postraban ante él, diciéndole que perdonase. Creíalos, viéndolos
consternados y reducidos a hacerle súplicas; pero luego, unos le ponían los
zapatos, otros le envolvían en la toga, para que no dejase de ser conocido, y
habiéndole así escarnecido y mofado por largo tiempo, echaban la escala al agua
y le decían que bajara y se fuera contento; y al que se resistía le cogían y le
sumergían en el mar.
25.- Ocupaban con sus fuerzas todo el Mar
Mediterráneo, de manera que estaban cortados e interrumpidos enteramente la
navegación y el comercio. Esto fue la que obligó a los romanos, que se veían
turbados en sus acopios y temían una gran carestía, a enviar a Pompeyo a
limpiar el mar de piratas. Propuso al efecto Gabinio, uno de los más íntimos
amigos de Pompeyo, una ley, por la que se le confería a éste, no el mando de la
armada, sino una monarquía y un poder sin límites sobre todos los hombres, pues
se le autorizaba para mandar en todo el mar dentro de las columnas de Hércules,
y en todo el continente a cuatrocientos estadios del mar, la cual medida dejaba
de comprender muy pocos países de la tierra sujeta a los romanos, y abarcaba
por otra parte los de grandes naciones y poderosos reinos. Concedíasele además
de esto escoger entre los senadores quince en calidad de legados suyos, para
mandar en las provincias, tomar del erario y de los publicanos cuanto dinero
quisiese y disponer de doscientas naves, siendo árbitro para firmar las listas
de la tropa del ejército, de las tripulaciones, de las naves y de la gente de
remo. Leído que fue este proyecto, el pueblo lo admitió con el mayor placer;
pero a los más principales y poderosos del Senado, si bien les pareció fuera de
envidia un poder tan indefinido e indeterminado, tuviéronlo por muy propio para
inspirar recelos, por lo que se opusieron a la ley, a excepción de César, que
la sostuvo, no por contemplación a Pompeyo, sino para empezar a ganarse y
atraerse el pueblo. Los demás hicieron fuerte resistencia a Pompeyo, y como el
uno de los cónsules le dijese que si se proponía imitar a Rómulo no evitaría
tener el propio fin de aquél, corrió gran peligro de que la muchedumbre le
hiciese pedazos. Presentóse Cátulo en la tribuna, y como el pueblo le miraba
con respeto, guardó moderación y compostura; pero cuando después de haber
hablado largamente en elogio de Pompeyo les aconsejó que miraran por él y no
expusieran a continuas guerras y peligros un hombre tan importante, porque “¿A
quién acudiréis- les dijo- si éste llega a faltaros?”. “A ti”- exclamaron todos
a una voz- Cátulo, pues, viendo que nada había adelantado, calló, y
presentándose después Roscio nadie quiso oírle; hacíales, sin embargo, señas
con los dedos para que no nombrasen uno solo, sino otro con Pompeyo; pero se
dice que, irritado con esto el pueblo, fue tal la gritería que se levantó, que
un cuervo que volaba por encima de la plaza se sofocó y cayó sobre aquella
muchedumbre, de donde puede inferirse que no es por romperse y cortarse el aire
con el gran ruido por lo que no pueden sostenerse las aves que caen, sino por
ser heridas como con un golpe con la voz, cuando enviada ésta con ímpetu y
violencia causa en el aire fuerte movimiento y agitación.
26.- Disolvióse por entonces la junta. Pompeyo, el
día en que habla de hacerse la votación, se salió al campo; pero habiendo oído
que se había sancionado la ley, entró en la ciudad por la noche, para evitar la
envidia que había de producir el gran concurso de los que acudirían a esperarle
y recibirle; y saliendo de casa a la mañana temprano, hizo primero un
sacrificio, y reuniendo después al pueblo en junta pública trató de recoger
mucho más que lo que antes se le había decretado, pues faltó muy poco para que
doblara todo el aparato, habiendo alistado quinientas naves y juntado hasta
ciento veinte mil hombres de infantería y cinco mil caballos. El Senado eligió
veinticuatro de los que habían sido pretores y habían mandado ejércitos para
que sirvieran a sus órdenes, a los que se agregaron dos cuestores. Como
repentinamente hubiese bajado el precio de los objetos de comercio, dio esto
ocasión al pueblo para manifestar gran contento y decir que el nombre de
Pompeyo había acabado la guerra. Dividió éste los mares y todo el espacio del
Mediterráneo en trece partes, y asignó a cada una igual número de naves con un
caudillo, y sorprendiendo a un tiempo con estas fuerzas así repartidas gran
número de naves de los piratas les dio caza y se apoderó de ellas, trayéndolas
a los puertos. Los que se anticiparon a huir y evadirse se acogieron como a su
colmenar a la Cilicia, contra los cuales marchó él mismo con sesenta naves de
las mejores; pero no dio la vela contra aquellos sin haber antes limpiado
enteramente de piraterías y latrocinios el Mar Tirreno, el Líbico, el de
Cerdeña, el de Córcega y Sicilia, no habiendo reposado él mismo en cuarenta
días, y habiéndole servido los demás caudillos con diligencia y esmero.
27.- Como en Roma el cónsul Pisón, por encono y
envidia que le tenía, le escasease los auxilios y licenciase las tripulaciones,
hizo pasar a Brindis la escuadra y él subió a Roma por la Toscana. Luego que se
supo, todos acudieron al camino, como si no hiciera pocos días que se habían
despedido de él. Había producido este regocijo la celeridad de la no esperada
mudanza, pues al punto fue suma en el mercado la abundancia de víveres; así
corrió riesgo Pisón de que se le despojara del consulado, teniendo ya Gabinio
escrito el proyecto de ley, sino que le contuvo Pompeyo; el cual, habiéndolo
dispuesto todo con la mayor humanidad, provisto de lo que hubo menester, se
encaminó a Brindis. Habiendo tenido el tiempo favorable, siguió su navegación,
pasando a la vista de muchas ciudades; mas respecto a Atenas no pasó de largo.
Saltó, pues, en tierra, y habiendo sacrificado a los dioses y saludado al
pueblo, al salir leyó ya estos versos heroicos hechos en su honor, a la parte
adentro de la puerta: Cuanto en parecer hombre más te esfuerzas, más a los
sacros dioses te pareces. Y a la parte de afuera: Fuiste esperado, y en honor
tenido: te hemos visto; feliz tu viaje sea. De los piratas que todavía quedaban
y erraban por el mar, trató con benignidad a algunos; y contentándose con
apoderarse de sus embarcaciones y sus personas, ningún daño les hizo; con lo
que concibieron los demás buenas esperanzas, y huyendo de los otros caudillos
se dirigieron a Pompeyo y se le entregaron a discreción con sus hijos y sus
mujeres. Perdonólos a todos, y por su medio pudo descubrir y prender a otros,
que habían procurado esconderse por reconocerse culpables de las mayores
atrocidades.
28.- El mayor número y los de mayor poder entre
ellos habían depositado sus familias, sus caudales y toda la gente que no
estaba en estado de servir, en castillos y pueblos fortalecidos hacia el monte
Tauro; y ellos, tripulando convenientemente sus naves, cerca de Coracesio de
Cilicia se opusieron a Pompeyo, que navegaba en su busca; y como dada la
batalla fuesen vencidos, se redujeron a sufrir un sitio. Mas al fin recurrieron
a las súplicas y también se entregaron con las ciudades e islas que poseían y
en que se habían hecho fuertes, las cuales eran difíciles de tomar y poco
accesibles. Terminóse, pues, la guerra, y fueron enteramente destruidas las
piraterías en toda la extensión del mar en el corto tiempo de tres meses,
habiéndose tomado además otras muchas ciudades y naves, y entre éstas noventa
con espolones de bronce. De ellos mismos cautivó Pompeyo más de veinte mil; y
si por una parte no quería quitarles la vida, por otra no creía que podía ser
conveniente dejarlos y mirar con indiferencia que volvieran a esparcirse unos
hombres reducidos a la necesidad y avezados a la guerra. Reflexionando, pues,
que el hombre, por su naturaleza e índole, no nació ni es un animal cruel e
insociable, sino que la maldad es la que pervierte su carácter, y con los
hábitos y la mudanza de vida y de lugares vuelve a suavizarse, y que las mismas
fieras cuando disfrutan de más blandos alimentos deponen su aspereza y
ferocidad, resolvió trasladar aquellos hombres del mar a la tierra y hacerlos
gustar de una vida más dulce con acostumbrarlos a habitar en poblaciones y
labrar los campos. A algunos, pues, los admitieron las ciudades pequeñas y
desiertas de la Cilicia, incorporándolos a sí y adquiriendo con este motivo
términos más dilatados, y tomando la ciudad de Solos, poco antes destruida por
Tigranes, rey de Armenia, estableció a muchos en ella; pero a los más les dio
por domicilio a la ciudad de Dime en la Acaya, que se hallaba entonces
necesitada de habitantes y poseía un fértil y extenso terreno.
29.- Vituperaban estas disposiciones los que no
estaban bien con él; pero lo que hizo en Creta con Metelo, ni a sus mayores
amigos satisfizo; este Metelo, pariente de aquel con quien Pompeyo hizo la
guerra de España, había sido enviado de general a Creta antes del nombramiento
de Pompeyo, pues esta isla, después de la Cilicia, era otro manantial de
piratas, y Metelo había logrado apresar y dar muerte a muchos de ellos. Quedaban
otros, y cuando los tenía sitiados acudieron con ruegos a Pompeyo, llamándole a
la isla, por ser parte del espacio de mar sobre que mandaba, como que caía de
todos modos dentro de él. Admitió Pompeyo el llamamiento y escribió a Metelo
prohibiéndole continuar la guerra. Escribió asimismo a las ciudades para que no
obedeciesen a Metelo, y envió de general a Lucio Octavio, uno de los caudillos
que servían a sus órdenes, el cual, entrando a unirse con los sitiados dentro
de los muros y peleando con ellos, no sólo odioso y molesto, sino hasta
ridículo hacía a Pompeyo, que por envidia y emulación con Metelo prestaba su
nombre a gentes impías y sin religión e interponía en favor de ellas su
autoridad como un amuleto. Pues ni Aquiles se portó como hombre, sino como un
mozuelo atolondrado y arrebatado del deseo de la gloria, cuando por señas
previno a los demás y les prohibió tiraran a Héctor Por que no le robara otro
la gloria de herirlo, y él viniera a ser segundo. Y aun Pompeyo lo hizo peor,
porque se esforzó en conservar a los enemigos de la república por privar del
triunfo a un general que llevaba toleradas muchas fatigas y trabajos. Mas no se
acobardó Metelo, sino que, venciendo a los piratas, tomó de ellos justa
venganza, y a Octavio lo despachó después de haberle reprendido y afeado su
hecho en el campamento.
30.- Llegada a Roma la noticia de que, terminada la
guerra de los piratas, para reposar de ella Pompeyo recorría las ciudades,
escribió Manilio, tribuno de la plebe, un proyecto de ley para que,
encargándose Pompeyo del territorio y tropas sobre que mandaba Lúculo, y
añadiéndosele la Bitinia, que obtenía Glabrión, hiciese la guerra a Mitridates
y Tigranes, conservando además las fuerzas navales y el mando marítimo, como lo
había tenido desde el principio, que era, en suma, confiar a uno solo la
autoridad del pueblo romano. Porque las únicas provincias que parecían no estar
contenidas en la ley anterior, que eran la Frigia, la Licaonia, la Galacia, la
Capadocia, la Cilicia, la Cólquide superior y la Armenia, eran las mismas que
se le agregaban ahora, con todas las tropas y fuerzas con que Lúculo había
vencido y derrotado a los reyes Mitridates y Tigranes. Con todo, de Lúculo, a
quien se privaba de la gloria de sus ilustres hechos, y a quien más bien se
daba sucesor del triunfo que de la guerra, era muy poco lo que se hablaba entre
los del partido del Senado, sin embargo de que conocían el agravio y la
injusticia que a aquel se irrogaban, sino que llevando mal el gran poder de
Pompeyo, que venía a constituirse en tiranía, se excitaban y alentaban entre sí
para oponerse a la ley y no abandonar la libertad. Mas venido el momento, todos
los demás faltaron al propósito y enmudecieron de miedo; sólo Cátulo clamó
contra la ley y contra quien la había propuesto, y viendo que a nadie movía,
requirió al Senado, gritando muchas veces desde la tribuna para que, como sus
mayores, buscaran un monte y una eminencia adonde para salvarse se refugiara la
libertad. Sancionóse a pesar de esto la ley, según se dice, por todas las
tribus, y Pompeyo, estando ausente, quedó árbitro y dueño de todo cuanto lo fue
Sila, apoderándose de la ciudad con las armas y con la guerra. Dícese de él que
cuando recibió las cartas y supo lo decretado, hallándose presentes y
regocijándose sus amigos, arrugó las cejas, se dio una palmada en el muslo y,
como quien se cansa de mandar, prorrumpió en estas expresiones: “¡Vaya con unos
trabajos que no tienen término!. ¿Pues no valía más ser un hombre oscuro, para
no cesar nunca de hacer la guerra ni de incurrir en tanta envidia, pasando la
vida en el campo con su mujer?”. Al oír esto, ni sus más íntimos amigos dejaron
de torcer el gesto a semejante ironía y simulación, conociendo que subía muy de
punto su alegría con el incentivo que daba a la natural ambición y deseo de
gloria de que estaba poseído su indisposición y encono con Lúculo.
31.- Justamente lo manifestaron bien pronto los
hechos, porque, poniendo edictos por todas partes, convocaba a los soldados y
llamaba ante sí a los poderosos y a los reyes que estaban en la obediencia del
imperio romano, y, recorriendo la provincia no dejó en su lugar nada de lo
dispuesto por Lúculo, sino que alzó el castigo a muchos, revocó donaciones y,
en una palabra, hizo, por espíritu de contradicción, cuanto había que hacer
para demostrar a los que miraban con aprecio a Lúculo que de nada absolutamente
era dueño. Quejósele éste por medio de sus amigos, y habiendo convenido en
verse y conferenciar, se vieron, efectivamente, en la Galacia. Como era
conveniente a tan grandes generales, que tan grandes victorias habían
alcanzado, los lictores de uno y otro se presentaron con las fasces coronadas
de laurel; pero Lúculo venía de lugares frescos y defendidos por la sombra, y
Pompeyo había hecho algunos días de marcha por terrenos áridos y sin árboles.
Viendo, pues, los lictores de Luculo que el laurel de las fasces de Pompeyo
estaba seco y marchito enteramente, partiendo del suyo, que se mantenía fresco,
adornaron y coronaron con él las fasces de éste; lo que se tuvo por señal de
que Pompeyo venia a arrogarse las victorias y la gloria de Lúculo. Autorizaba a
Lúculo la dignidad de cónsul y su mayor edad, pero la dignidad de Pompeyo era
mayor por sus dos triunfos. Con todo, su primer encuentro lo hicieron con
urbanidad y mutuo agasajo, celebrando sus respectivas hazañas y dándose el
parabién por sus victorias; pero en sus pláticas, en nada moderado y justo
pudieron convenirse, sino que empezaron a motejarse: Pompeyo a Lúculo, por su
codicia, y éste a aquél, por su ambición; de manera que con dificultad pudieron
lograr los amigos que se despidieran en paz. Lúculo en la Galacia distribuyó la
tierra conquistada e hizo otras donaciones a quienes tuvo por conveniente. Pero
Pompeyo, que estaba acampado a muy corta distancia, prohibió que se le prestase
obediencia y le quitó todas las tropas, a excepción de mil seiscientos hombres
que, por ser orgullosos, reputó le serían inútiles a él mismo y que a aquel no
le guardarían subordinación. Censurando y vituperando además abiertamente sus
operaciones, decía que Lúculo había hecho la guerra a las tragedias y farsas de
aquellos reyes, quedándole a él tener que combatir con las verdaderas y
ejercitadas fuerzas, ya que Mitridates había al fin recurrido a los escudos, la
espada y los caballos. Mas defendíase, por su parte, Lúculo diciendo que
Pompeyo iba a lidiar con un fantasma y sombra de guerra, siendo su mafia acabar
con los cuerpos muertos por otros, a manera de ave de rapiña, e ir dilacerando
los despojos de la guerra, pues que de esta manera había inscrito su nombre
sobre las guerras de Sertorio, de Lépido y de Espártaco, terminadas ya
felizmente: ésta por Craso, aquélla por Cátulo y la primera por Metelo; por
tanto, no era de extrañar que se arrogase ahora la gloria de las Guerras
Armenias y Pónticas un hombre que había tenido arte para ingerirse en el
triunfo de los fugitivos.
32.- Partió por fin Lúculo; y Pompeyo, dejando la
armada naval en custodia del mar que media entre la Fenicia y el Bósforo,
marchó contra Mitrídates, que tenía un ejército de treinta mil infantes y dos
mil caballos, pero que no se atrevía a entrar en batalla. Y en primer lugar,
como hubiese abandonado, por ser falto de agua, un monte alto y de difícil
acceso en que se hallaba acampado, lo ocupó Pompeyo, y conjeturando por la
naturaleza de las plantas y por el descenso del terreno que el país no podía
menos de tener fuentes, dio orden de que por todas partes se abrieran pozos, y
al punto se vio el campamento lleno de gran caudal de agua; de manera que se
maravillaron de que en tanto tiempo no hubiera dado en ello Mitrídates.
Acampado después próximo a él, consiguió dejarle sitiado; pero habiéndolo
estado cuarenta y cinco días, se escapó sin que aquel lo sintiese con lo más
escogido de sus tropas, dando muerte a los inútiles y enfermos. Habiéndole
vuelto a alcanzar Pompeyo junto al Éufrates, puso su campo enfrente de él, y
temiendo que se adelantase a pasar este río sacó armado su ejército desde la
media noche, hora en que se dice haber tenido Mitrídates una visión que le
predijo lo que iba a sucederle. Porque le parecía que navegando con próspero
viento en el Mar Póntico veía ya el Bósforo, y los que con él iban se
lisonjeaban como el que se alegra con la certeza y seguridad de salir a salvo;
pero que de repente se halló abandonado de todos en un débil barquichuelo juguete
de los vientos. En el momento de estar en estas angustias y ensueños le
rodearon y despertaron sus amigos, diciéndole que tenían cerca de sí a Pompeyo.
Fue, pues, indispensable haber de pelear al lado del campamento, y sacando
sus generales las tropas las pusieron en orden. Advirtió Pompeyo que los cogía
prevenidos, y, no decidiéndose a entrar en acción entre tinieblas, le pareció
que no debían hacer más que rodearlos, para que no huyesen, y a la mañana, pues
que sus tropas eran mejores, vendrían a las manos; pero los más ancianos de los
tribunos, rogándole e instándole, le hicieron por fin resolverse. Porque
tampoco era la noche del todo oscura, sino que la luna, yendo ya bastante baja,
daba suficiente luz para que se vieran los cuerpos, que fue lo que principalmente
desconcertó a las tropas del rey, porque los romanos tenían la luna a la
espalda, y, estando ya la luz muy cerca del ocaso, las sombras de sus cuerpos
iban muy lejos delante de ellos y se extendían hasta los enemigos, que no
podían computar la distancia, sino que, como si los tuvieran ya encima,
arrojando las lanzas en vano, a nadie alcanzaban. Al ver esto, los Romanos
corrieron a ellos con grande gritería, y como no tuvieron valor ni siquiera
para esperarlos, sino que se entregaron a la fuga, los acuchillaron y
destrozaron, muriendo más de diez mil de ellos, y les tomaron el campamento. Al
principio, Mitrídates, con ochocientos caballos, se había abierto paso por
entre los romanos, poniéndose en retirada; pero a poco se le desbandaron todos los
demás, quedándose con tres solos, entre los que se hallaba la concubina
Hipsícrates, que siempre se había mostrado varonil y arrojada; tanto, que por
esta causa el rey la llamaba Hipsícrates. Llevaba ésta entonces la sobrevesta y
el caballo de un soldado persa, y ni se mostró fatigada de tan larga carrera,
ni, con haber atendido al cuidado de la persona del rey y de su caballo,
necesitó de reposo hasta que llegaron al fuerte de Sinora, depósito de los
caudales y preseas del rey, de donde, tomando éste las ropas más preciosas, las
distribuyó a los que de la fuga habían acudido a él. Dio también a cada uno de
sus amigos un veneno mortal para que ninguno de ellos se entregase contra su
voluntad a los enemigos, y desde allí marchó a la Armenia a unirse con Tigranes;
pero, como éste le desechase, y aun le hiciese pregronar en cien talentos,
pasando por encima del nacimiento del Éufrates huyó por la Cólquide.
33.- Mas Pompeyo se dirigió a la Armenia llamado
por Tigranes el joven, que, habiéndose ya rebelado al padre, salió a unirse con
aquél junto al río Araxes, el cual, naciendo de los mismos montes que el
Éufrates, vuelve luego hacia el Oriente y desagua en el Mar Caspio.
Recorrieron, pues, juntos las ciudades y las fueron reduciendo; y Tigranes el
mayor, que poco antes había sido arruinado por Lúculo, sabedor de que Pompeyo
era benigno y dulce de condición, admitió guarnición en su corte, y acompañado
de sus amigos y deudos fue a hacerle entrega de su persona. Llegó a caballo
hasta el valladar, donde dos lictores de Pompeyo le salieron al encuentro y le
previnieron bajase del caballo y continuase a pie, porque jamás se había visto
a hombre ninguno a caballo dentro de un campamento de los romanos. Condescendió
en ello Tigranes, y desciñéndose la espada se la entregó. Finalmente, cuando
llegó ante el mismo Pompeyo, quitóse la tiara, hizo acción de ponerla a sus
pies, e inclinando el cuerpo iba a postrarse con la mayor bajeza ante él,
cuando Pompeyo, alargándole la diestra, lo levantó y lo sentó a su lado,
colocando al otro a su hijo. De todo lo demás les dijo que debían culpar a
Lúculo, que era quien les había quitado la Siria, la Fenicia, la Cilicia, la
Galacia y la Sofena; que lo que hasta entonces habían conservado lo retendrían
pagando seis mil talentos a los romanos en pena de sus ofensas, y que en la
Sofena reinaría el hijo. A Tigranes fueron muy agradables estas disposiciones;
y habiendo sido aclamado rey por los romanos, en muestra de su alegría ofreció
dar a cada soldado media mina de plata, diez minas a cada centurión y un
talento a cada tribuno; pero el hijo se disgustó, y llamado a la cena respondió
que no necesitaba de Pompeyo, que así creía honrarle, porque él encontraría
otro entre los romanos; de resulta de lo cual se le puso en prisión para el
triunfo. De allí a poco envió Fraates, rey de los Partos, a reclamar a este
joven por ser su yerno, y al mismo tiempo pedía que pusiera Pompeyo al Éufrates
por límite de sus provincias, a lo que contestó éste que Tigranes más
pertenecía al padre que al suegro, y que en cuanto al límite, se señalaría el
que fuese justo.
34.- Dejando a Afranio de guarnición en la Armenia,
le fue preciso marchar contra Mitrídates por medio de las naciones que habitan
el Cáucaso. De éstas, las más populosas son los Albanos y los Iberes: los
Iberes están situados en las faldas de los montes Mósquicos, y los Albanos se
inclinan más al oriente y al Mar Caspio. Éstos, al principio, pidiéndoles
Pompeyo el paso, se le habían concedido; pero habiendo cogido el invierno al
ejército en aquel país y habiendo tenido los Romanos que celebrar la fiesta de
los Saturnales, se dispusieron a acometerles en número de cuarenta mil a lo
menos cuando fueran a pasar el río Cirno, que, naciendo de los montes Iberios y
recibiendo al Araxes, que baja de la Armenia, desagua por doce bocas en el Mar
Caspio; pero otros dicen que no sucede esto al Araxes, sino que, corriendo
cerca de aquel, entra por sí solo en este mar. Pompeyo pudo oponerse a los
enemigos al tiempo del paso, pero los dejó que pasaran con todo sosiego, y
cargando con seguridad sobre ellos los rechazó y deshizo. Como después el rey
le hiciese súplicas y enviase embajadores, perdonándole aquella injusta
agresión hizo alianza con él y marchó contra los Iberes, que no eran inferiores
en número, y que, siendo más belicosos que los demás, deseaban con ardor servir
a Mitrídates y alejar de allí a Pompeyo. Porque los Iberes no estuvieron nunca
sujetos ni a los Medos ni a los Persas, y aun se libraron de la dominación de
los Macedonios por haber sido precipitado el paso de Alejandro por la Hircania.
Mas a pesar de todo esto los derrotó Pompeyo en una gran batalla en la que
murieron nueve mil, y más de diez mil quedaron cautivos, entrando después en la
Cólquide; allí, junto al Fasis, se le presentó Servilio trayendo las naves con
que custodiaba el Ponto.
35.- La persecución de Mitrídates, que se había
acogido a las naciones inmediatas al Bósforo y a la laguna Meotis, ofreció a
Pompeyo muchas dificultades, mayormente habiéndosele anunciado que otra vez se
le habían rebelado los Albanos. Regresó, pues, contra ellos encendido en ira y
en deseo de venganza, costándole extraordinario trabajo volver a pasar el
Cirno por haber hecho los bárbaros empalizadas en gran parte de él; teniendo
que andar un camino áspero y falto de agua, y habiendo llenado diez mil odres de
ella, continuó su marcha contra los enemigos, a los que alcanzó formados en
orden de batalla junto al río Abante en número de sesenta mil hombres de
infantería y doce mil de caballería, pero muy mal armados y sin otro vestido
los más que pieles de fieras. Acaudillábalos un hermano del rey, llamado Cosis,
el cual, trabada ya la batalla, se dirigió contra Pompeyo, y habiéndole herido
con un dardo en la parte donde terminaba la coraza, Pompeyo lo traspasó con un
bota de lanza. Dícese que en esta batalla pelearon con los bárbaros las
Amazonas, habiendo bajado de los montes que circundan el río Termodonte, pues
al reconocer y despojar los romanos a los bárbaros después de la batalla
encontraron, sí, rodelas y coturnos amazónicos, aunque no se vio ningún cuerpo de
mujer. Habitan las Amazonas las pendientes del Cáucaso por la parte del mar de
Hircania, pero no confinan con los Albanos, sino que están en medio los Gelas y
los Leges; y en cada año, pasando dos meses en unión con éstos, a orillas del
Termodonte, después se retiran a vivir solas.
36.- Habiéndose puesto Pompeyo en marcha después de
la batalla para la Hircania y el Mar Caspio, tuvo que retroceder, por la
muchedumbre de ciertas serpientes venenosas y mortíferas, cuando no le faltaban
más que tres días de camino. Retiróse, pues, a la Armenia menor, y a los reyes
de los Elimeos y los Medos, que le enviaron embajadores, les contestó
amistosamente; pero contra el de los Partos, que invadió la Gordiena y empezó a
molestar a los súbditos de Tigranes, envió tropas con Afranio, que le rechazó y
persiguió hasta la Arbelítide. Trajeron ante él a muchas de las concubinas de
Mitrídates; pero no tocó a ninguna, sino que todas las hizo entregar a sus
padres o deudos; porque en gran parte eran hijas o mujeres de generales o
sujetos poderosos. Estratonica, que fue la que gozaba de mayor dignidad y se
mantenía en un alcázar magnífico, era hija, a lo que parece, de un cantor
anciano, de pobre suerte en todo lo demás; pero de tal manera se apoderó del
corazón de Mitridates habiendo cantado en un festín, que se la llevó para
reposar con ella; mas el viejo salió de allí de muy mal humor, porque ni
siquiera le había dirigido una palabra afable y benigna. Éste, a la mañana,
cuando al despertarse vio en su habitación aparadores con vajilla de oro y
plata, gran número de sirvientes, eunucos y jóvenes que le presentaban vestidos
de los más ricos, y a la puerta un caballo con preciosos aireos, como los de
los amigos del rey, creyendo que todo aquello fuese juego y burlería intentó
marcharse de la casa; pero deteniéndole los criados y diciéndole que el rey le
hacía el presente de la casa de un hombre rico que acababa de morir, y que todo
aquello no era más que primicias y bosquejos de mayores bienes y riquezas,
creyólo entonces, aunque todavía con dificultad, y tomando la púrpura, y
montando a caballo, dio a correr por la ciudad gritando: “Todo esto es mío”, y
a los que se burlaban decía que no era aquello de extrañar, sino el que, loco
de contento, no tirase piedras a cuantos encontrara. De tal sangre y linaje era
Estratonica, la cual hizo donación a Pompeyo de aquel terreno y le presentó
muchos regalos; pero él, no tomando más que aquellos que creyó podían servir de
adorno en los templos, o para dar realce a su triunfo, los demás los dejó a
Estratonica para que los disfrutase contenta. De la misma manera, habiéndole
presentado el rey de los Iberes un lecho, una mesa y un trono, todos de oro,
haciéndole instancias para que los tomase, lo que hizo fue entregarlos a los
cuestores para el tesoro público.
37.- En la fortaleza de Ceno vinieron a las manos
de Pompeyo los papeles reservados de Mitrídates, y los examinó con gusto,
porque le daban a conocer de modo muy decisivo sus costumbres. Eran sus libros
de memoria, y en ellos descubrió que había dado muerte con hierbas, además de
otros varios, a su hijo Ariarates, y a Alceo de Sardes, porque en una carrera
de caballos le sacó ventajas. Contenían también explicaciones de ensueños, unos
que él mismo había tenido, y otros que eran de sus mujeres, y cartas poco
decentes de Mónima al mismo Mitrídates y de éste a aquella. Teófanes refiere
haberse encontrado asimismo un discurso de Rutilio, en que le excitaba a acabar
con los romanos que había en el Asia; pero los más conjeturan, con razón, haber
sido esta especie una maligna invención de Teófanes, que quizá aborrecía a
Rutilio por no serle en nada parecido, o acaso también a causa de Pompeyo, a
cuyo padre pinta Rutilio como hombre del todo perverso en sus historias.
38.- Pasó de allí Pompeyo a Amiso, y vino a pagar
su rencillosa emulación cayendo en lo mismo que había reprendido; pues habiendo
censurado amargamente en Lúculo el que hirviendo aún la guerra hubiese
arreglado las provincias, haciendo también la distribución de los dones y
premios que los vencedores acostumbran hacer concluida y terminada aquélla,
ejecutó él mismo otro tanto en el Bósforo, cuando todavía Mitrídates estaba
mandando y conservaba respetables fuerzas, como si todo estuviera acabado,
tomando disposiciones en las provincias y distribuyendo presentes con motivo de
haber acudido a él generales y otros sujetos de autoridad y doce reyezuelos de
los bárbaros; y aun por esto, contestando al rey de los partos, se desdeñó de
darle, como todos los demás, el título de rey de reyes, por no desagradar a
estos otros. Vínole allí el deseo y codicia de recobrar la Siria y de pasar por
la Arabia hasta el mar Rojo, para llegar victorioso hasta el Océano que
circunda la tierra. Porque en África él fue el primero que llevó sus armas
vencedoras hasta el mar exterior; en España puso también por término de la
dominación romana el Mar Atlántico, y en tercer lugar, persiguiendo días antes
a los Albanos, le había faltado muy poco para extenderse hasta el mar de
Hircania. Púsose, pues, en marcha para dar la vuelta hasta el Mar Rojo, pues
por otro lado veía que era muy difícil cazar con las armas a Mitrídates, y que
era enemigo más temible huyendo que peleando.
39.- Diciendo, por tanto, que iba a dejarle en el
hambre un enemigo más poderoso que él, estableció guardacostas contra los
comerciantes que navegaban por el Bósforo, imponiendo la pena de muerte a los
que fuesen aprehendidos. Hecho esto, tomó consigo la mayor parte del ejército y
se puso en marcha; y como Triario hubiese tenido contraria la suerte y hubiese
perecido en un encuentro con Mitrídates, llegando a punto de encontrar todavía
los muertos insepultos, les hizo un magnífico entierro con muestras de
sentimiento y aprecio, cosa que, omitida, parece fue una de las principales
causas del odio de los soldados a Lúculo. Sujetó, pues, por medio de Afranio a
los árabes que habitan el monte Amano, y bajando él a la Siria la declaró, por
no tener reyes legítimos, provincia y posesión del imperio romano. Sometió a la
Judea, tomando cautivo a su rey, Aristóbulo, y en cuanto a las ciudades,
levantó unas de los cimientos, y a otras dio libertad e independencia,
castigando a los que las tenían tiranizadas; pero su más continua ocupación era
administrar justicia, dirimiendo las disputas de las ciudades y los reyes: para
lo que adonde a él no le era dado pasar enviaba a sus amigos; como sucedió a
los Armenios y Partos, que habiéndose comprometido en él por un terreno sobre
que altercaban, les envió tres jueces y amigables componedores; porque si era
grande la fama de su poder, no era menor la de su virtud y clemencia, con las
que cubría la mayor parte de los yerros de sus amigos y familiares, pues no
sabiendo contener o castigar a los desmandados, con mostrar a los que iban a
hablarle este carácter bondadoso los hacía llevar sin molestia las extorsiones
y vejaciones de aquellos.
40.- El que más valimiento tenía con él era su
liberto Demetrio, mozo que no carecía de talento para lo demás, pero que
abusaba demasiado de su fortuna, acerca del cual se refiere lo siguiente: Catón
el Filósofo, que todavía era joven, pero gozaba ya de gran reputación y tenía
altos pensamientos, subió a Antioquía, no hallándose allí Pompeyo, con el
objeto de ver y observar aquella ciudad. Iba a pie, según su costumbre, pero
sus amigos le acompañaban a caballo. Vio desde cierta distancia delante de la
puerta gran número de hombres vestidos de blanco, y a los lados del camino, a
una parte jóvenes y a otra muchachos, con entera separación, de lo que se
incomodó, creyendo que aquello se hacía en honor y obsequio suyo, cuando estaba
bien distante de apetecerlo. Dijo, pues, a sus amigos que se apearan y
caminasen a pie con él; y cuando ya estuvieron cerca, el que dirigía todo
aquello, puesto al frente de la comparsa, y llevaba como distintivo una corona
y un bastón, les salió al encuentro, preguntándoles dónde habían dejado a
Demetrio y cuándo llegaría. A los amigos de Catón les causó risa; pero Catón
exclamó: “¡Desgraciada ciudad!” Y sin decir más palabra pasó adelante. El que
este Demetrio no ofendiese y chocase más se debía al mismo Pompeyo, que,
tratado de él con insolencia, no se mostraba disgustado, pues se dice que en
los banquetes de Pompeyo, cuando éste aguardaba y recibía a los convidados, él
estaba ya sentado fastuosamente con el gorro calado hasta más abajo de las
orejas. Aun antes de volver a Italia era ya dueño de los sitios más deliciosos
de sus cercanías y de los más bellos gimnasios, y había adquirido unos
soberbios jardines que se llamaban los Jardines de Demetrio, cuando Pompeyo
hasta su tercer triunfo habitó una casa nada más que regular y de poco precio.
Después, habiendo construido para los romanos aquel tan magnífico y celebrado
teatro, edificó como apéndice de él una casa de mejor aspecto que la otra,
aunque nunca tal que pudiera chocar; tanto, que el que la adquirió después de
Pompeyo, al entrar a reconocerla, se admiró y preguntó dónde tenía el comedor
Pompeyo Magno. Así es como se cuenta.
41.- El rey de la Arabia Pétrea, al principio, no
había hecho ningún caso de las cosas de los romanos; pero lleno entonces de
miedo, escribió que estaba dispuesto a obedecer y ejecutar cuanto se le
mandase; y queriendo Pompeyo confirmarle en este propósito, emprendió para ir a
la Pétrea una expedición, que no dejó de ser vituperada, porque la graduaban de
repugnancia en perseguir a Mitrídates, y creían lo más conveniente volver las
armas contra este rival antiguo, que, según se decía, había vuelto a recobrarse
y a equipar un ejército, con el que se proponía encaminarse por la Escitia y la
Peonia a Italia; pero aquel, que tenía por más fácil derrotar sus fuerzas en la
batalla que echarle mano en la fuga, no quería consumirse en balde
persiguiéndole, y, por lo tanto, usó de estas distracciones en aquella guerra y
anduvo gastando el tiempo. Mas la fortuna le sacó de este apuro, porque cuando
ya le faltaba poco tiempo para llegar a la Pétrea, al tiempo que en aquel día
iba a sentar los reales y hacía ejercicio a caballo alrededor de su campamento,
llegaron correos del Ponto con buenas nuevas, lo que se conoció al punto en que
traían los hierros de las lanzas coronados de laurel, y al verlos acudieron
corriendo los soldados donde estaba Pompeyo. Quería éste concluir el ejercicio;
pero como empezasen a gritar y clamar, se apeó del caballo, y tomando las
cartas continuaba andando a pie. No había tribuna, ni había habido tiempo para
levantar la que forman los soldados cortando gruesos céspedes y amontonándolos
unos sobre otros; mas entonces, con la prisa y el deseo, echaron mano de los
aparejos de los bagajes, y así la alzaron. Subió en ella y les anunció la
muerte de Mitrídates, el que por habérsele rebelado su hijo Farnaces se había
quitado a sí mismo la vida, y que Farnaces había sucedido en todos sus bienes y
estados, y escribía haberlo así ejecutado en bien suyo y de los Romanos.
42.- Con este motivo, el ejército se entregó, como
era natural, a los mayores regocijos, y pasó el tiempo en sacrificios y
convites, como si en sólo Mitrídates hubieran muerto diez enemigos. Pompeyo,
habiendo puesto a sus hazañas y expediciones un término que no esperaba le fuese
tan fácil, regresó al punto de la Arabia, y pasando con celeridad las
provincias intermedias llegó a Amiso, donde recibió muchos presentes de parte
de Farnaces y también muchos cadáveres de personas de la casa del rey, entre
los cuales, aunque por el semblante no podía distinguirse muy bien el de
Mitrídates, a causa de que los embalsamadores se habían olvidado de extraerle
el cerebro, le conocieron, sin embargo, por las cicatrices los que tuvieron la
curiosidad de verle, pues Pompeyo no pudo sufrirlo, sino que, teniéndolo a
abominación, mandó lo llevaran a Sinope, habiéndose admirado de la brillantez y
magnificencia de las ropas y armas de que usaba. Su tahalí, que había costado
cuatrocientos talentos, lo había sustraído Publio y lo vendió a Ariarates, y la
tiara, Gayo, que se había criado con Mitrídates, la regaló secretamente a
Fausto, hijo de Sila, que la había pedido, por ser obra muy primorosa. De esto
no tuvo por entonces noticia alguna Pompeyo; pero habiéndolo sabido después
Farnaces, castigó a los ocultadores. Habiendo, pues, ordenado y arreglado los
negocios de aquella provincia, dispuso e hizo el viaje de vuelta con mayor
aparato. Así es que, habiendo aportado a Mitilena, dio libertad e independencia
a la ciudad por consideración a Teófanes y asistió al certamen acostumbrado de
los poetas, cuyo único argumento fue entonces sus hazañas. Gustóle mucho aquel
teatro, y tomó el diseño de su figura para construir otro semejante en Roma,
aunque mayor y más magnífico. Llegado a Rodas oyó a todos los sofistas y regaló
a cada uno un talento, y Posidonio escribió la conferencia que tuvo a su
presencia contra el retórico Hermágoras sobre la invención oratoria en general.
En Atenas se condujo del mismo modo con los filósofos, y habiendo dado a la
ciudad cincuenta talentos para sus obras, esperaba aportar a la Italia el más
próspero y feliz de los hombres, con ansia por ser visto de los que deseaban su
vuelta; pero el Mal Genio, a quien debe de estar encargado mezclar siempre
alguna parte de mal con los mayores y más brillantes favores de la fortuna, le
estaba preparando tiempo había un regreso que le fuese de sumo dolor, pues
Mucia lo había cubierto de ignominia durante su ausencia. Mientras estuvo lejos
no hizo gran caso Pompeyo de los rumores que le llegaron; pero cuando se halló
cerca de Italia y tuvo más tiempo para pensar en ellos, por lo mismo que se
aproximaba a la causa, le envió el repudio, sin manifestar entonces por escrito
ni haber dicho después por qué motivo se divorciaba; pero en las cartas de Cicerón
se manifiesta cuál fue el que intervino.
43.- Empezaron a correr por Roma diferentes
especies acerca de Pompeyo, y era grande la inquietud que había, porque al
punto haría entrar el ejército en la ciudad y se consolidaría su monarquía.
Craso, recogiendo sus hijos y su caudal, se ausentó, o porque verdaderamente
temiese, o por conciliar, lo que parece más cierto, mayor crédito a aquella
acusación y suscitar contra él más violenta envidia. Mas Pompeyo, luego que
puso el pie en tierra de Italia, congregó en junta a los soldados, y
habiéndoles hablado con la mayor afabilidad y agrado de lo que convenía, les
dio orden de que se restituyeran cada uno a su patria y se retiraran a sus
casas, no olvidándose de concurrir después a su triunfo. Cuando la noticia se
difundió por todas partes sucedió una cosa admirable, y fue que, al ver las
ciudades desarmado a Pompeyo Magno, y que como de un viaje volvía con unos
cuantos amigos y familiares, acudieron a él las gentes en gran número por el
amor que le tenían, y acompañándole le llevaron a Roma con mucho mayores
fuerzas; de modo que, si hubiera tenido pensamientos de conmover y alterar el
gobierno, no tenía que echar de menos al ejército para nada.
44.- Como la ley no permitía entonces que antes del
triunfo entrase en la ciudad, representó al Senado sobre que se suspendieran
los comicios de elección de cónsules y se le dispensara esta gracia para poder,
hallándose presente, dar pasos en favor de Pisón; pero habiéndose Catón opuesto
a su demanda, quedó desairado en ella. Pasmado de la libertad de Catón y de su
entereza, de la que él sólo usaba a las claras en lo que entendía justo,
concibió el deseo de ganar por diferentes medios a tan señalado varón; y
teniendo Catón dos sobrinas, propuso casarse él con la una y casar a su hijo
con la otra; pero Catón desechó esta tentativa, que, en cierta manera, era un
cebo para corromperle y sobornarle por medio de aquel deudo, aunque disgustando
en ello a su hermana y a su mujer, que no estaban bien con que se rehusase la
afinidad de Pompeyo Magno. Quiso en esto Pompeyo que fuera designado cónsul
Afranio, y gastó para ello grandes cantidades con las tribus, de su propio
caudal, yendo los que las recibían a los jardines del mismo Pompeyo; aquel
soborno hízose público, murmurando todos de Pompeyo, porque aquella misma
dignidad con que se habían recompensado sus triunfos, y que tanto le había
ilustrado, siendo la primera de la república, la hacía venal para los que no
podían aspirar a ella por su virtud. “Pues de esta afrenta teníamos que
participar- dijo Catón a las mujeres de su casa- si nos hubiéramos hecho deudos
de Pompeyo”: con lo que reconocieron que acerca de lo honesto discurría Catón
con más acierto que ellas.
45.- A la grandeza de su triunfo, aunque se
repartió en dos días, no bastó este tiempo, sino que muchos de los objetos que
le decoraban pasaron sin ser vistos, pudiendo ser materia y ornato de otra
pompa igual. En carteles que se llevaban delante iban escritas las naciones de
quienes se triunfaba, siendo éstas: el Ponto, la Armenia, la Capadocia, la
Paflagonia, la Media, la Cólquide, los Iberes, los Albanos, la Siria, la
Cilicia, la Mesopotamia, las regiones de Fenicia y Palestina, la Judea, la
Arabia, los piratas destruidos doquiera por la tierra y por el mar, y además
los fuertes tomados, que no bajaban de mil; las ciudades, que eran muy pocas
menos de novecientas; las naves de los piratas, ochocientas, y las ciudades
repobladas, que eran treinta y nueve. Había dado sobre todo esto razón por
escrito de que las rentas de la república eran antes cincuenta millones de
dracmas, y las de los países que había conquistado montaban a ochenta millones
y quinientas mil. En moneda acuñada y en alhajas de oro y plata habían entrado
en el erario público veinte mil talentos, sin incluir lo que se había dado a
los soldados, de los cuales el que menos había recibido mil quinientas dracmas.
Los cautivos conducidos en la pompa, además de los jefes y caudillos de los
piratas, fueron: el hijo de Tigranes, rey de Armenia, con su mujer y su hija;
la mujer del mismo Tigranes, Zósima; el rey de los Judíos, Aristóbulo; una
hermana de Mitrídates, con cinco hijos suyos y algunas mujeres escitas; los
rehenes de los Albanos e Iberes y del rey de los Comagenos, y, finalmente,
muchos trofeos, tantos en número como habían sido las batallas que había
ganado, ya por sí mismo y ya por sus lugartenientes. Lo más grande para su
gloria, y de lo que ningún romano había disfrutado antes que él, fue haber
obtenido este triunfo de la tercera parte del mundo; porque otros habían
alcanzado antes tercer triunfo; pero él, habiendo conseguido el primero de
África, el segundo de la Europa y este tercero del Asia, parecía en cierta
manera que en sus tres triunfos había abarcado toda la tierra.
46.- Según los que están empeñados en compararle
continuamente y para todo con Alejandro, no llegaba entonces su edad a treinta
y cuatro años; pero en realidad rayaba en los cuarenta; ¡y ojalá hubiera
terminado allí su vida mientras tuvo la fortuna de Alejandro!, porque desde
este punto en adelante, el tiempo, si le ofreció alguna dicha, fue muy sujeta a
la envidia, y las desgracias fueron intolerables; porque habiendo adquirido por
los más honestos y convenientes medios el gran influjo de que gozaba en la
república, con usar mal de él en favor de otros, cuanta autoridad conciliaba a
éstos otro tanto perdía de su gloria, y con semejante condescendencia, sin
advertirlo, quitaba a su propio poder toda la fuerza y eficacia; y así como las
partes y puntos más defendidos de una ciudad, luego que han recibido a los
enemigos comunican a éstos su fortaleza, de la misma manera, exaltado en la
república César por la autoridad de Pompeyo, con aquello mismo que le sirvió
contra los demás derribó y acabó con éste, lo que sucedió de esta manera. Ya
cuando Lúculo llegó del Asia, tan mal tratado por Pompeyo como se ha dicho, el
Senado le hizo la mejor acogida: y después de la vuelta de éste procuró mover y
despertar su ambición para que otra vez tomara parte en el gobierno. Hallábase
ya Lúculo en cierta indiferencia para todo y muy tibio para volver a los negocios,
por haberse entregado a los placeres y a las distracciones propias de los
hombres ricos: sin embargo, al punto se animó contra Pompeyo, y, tomando sus
cosas muy a pecho, en primer lugar alcanzó la confirmación de las providencias
que éste le había revocado, y en el Senado tenía mucho más favor que él con el
auxilio de Catón. Desquiciado, pues, y excluido por aquella parte, Pompeyo se
vio en la precisión de acogerse a los tribunos de la plebe y de reunirse con
los mozuelos, de los cuales Clodio, que era el más insolente y más osado de
todos, lo puso a la merced del pueblo; de manera que, trayéndolo y llevándolo a
su arbitrio de un modo que no convenía a la dignidad de tan autorizado varón,
le hacía apoyar las leyes y decretos que proponía para adular a la plebe y
ganarle sus aplausos; y a pesar de que con esto le degradaba, aun le pedía el
premio como si le hiciera favor, habiéndole arrancado, por último, como tal el
que abandonase a Cicerón, que era su amigo, y de quien en las cosas de la
república había recibido importantes servicios; pues hallándose éste en peligro
y habiendo acudido a valerse de su auxilio, ni siquiera se le dejó ver, sino
que, haciendo cerrar el portón a los que venían en su busca, se marchó por un
postigo y los dejó burlados; y Cicerón, temiendo el resultado de la causa, tuvo
que huir de Roma.
47.- Entonces César, que volvía del ejército,
recurrió a un arbitrio que le granjeó por lo pronto aprecio, autoridad y poder
para en adelante, pero que fue de gran ruina para Pompeyo y para la república.
Iba a pedir el primer consulado, y como viese que, estando entre sí
indispuestos Craso y Pompeyo, si se inclinaba al uno había de tener al otro por
enemigo, puso por obra el reconciliarlos y hacerlos amigos; cosa por lo demás
loable y muy política, pero intentada por él con mal objeto, y tan sagaz como
traidoramente ejecutada; porque el poder de la república, que como en una nave
regulaba los movimientos para que no se inclinase a un lado ni a otro luego que
vino a un mismo punto y se hizo uno solo, constituyó una fuerza que sin
resistencia ni oposición lo trastornó y destruyó todo. Así Catón, a los que
eran de opinión de que la discordia ocurrida después entre César y Pompeyo
había traído la ruina de la república les decía que se equivocaban echando la
culpa a lo último, pues que no era su desunión y enemistad, sino su conformidad
y concordia, la que había sido para la república la primera y más cierta causa
de sus males. Porque fue César elegido cónsul, y dedicándose al punto a adular
al desvalido y al pobre, propuso leyes para enviar colonias y repartir las
tierras, prostituyendo la dignidad de su magistratura y convirtiendo el
consulado en tribunado de la plebe. Opúsosele su colega Bíbulo, y como Catón se
preparase a sostener con viveza su partido, trajo César al tribunal a Pompeyo a
vista de todo el pueblo, y, saludándole, le preguntó si abogaría por las leyes,
y contestóle que sí. “Pues si alguno –continuó- usase de fuerza contra ellas,
¿te pondrás de parte del pueblo en su auxilio?”. “Sin duda- volvió a responder
Pompeyo-; y contra los que amenacen con espadas traeré espada y escudo.” Nunca
Pompeyo había hecho o dicho hasta aquel punto cosa tan arrojada e insolente;
tanto, que sus amigos hubieron de tomar su defensa, excusándole con que aquello
no había sido más que un pronto; pero en todo cuanto después hizo se vio bien
claro que se había entregado a César para cuanto se intentase. Porque al cabo
de pocos días, cuando nadie podía esperar tal cosa, se casó con la hija de
César, desposada con Cepión, con quien estaba a punto de casarse, y para
templar de algún modo el disgusto de Cepión le propuso su propia hija, que
antes había sido prometida a Fausto, hijo de Sila, y César se casó con
Calpurnia, hija de Pisón.
48.- Llenó después de esto Pompeyo la ciudad de
soldados, y ya todo lo obtenía por la fuerza; porque al cónsul Bíbulo, en
ocasión de bajar a la plaza con Lúculo y con Catón, saliéndole repentinamente
al encuentro, le rompieron las fasces; uno de ellos vació sobre la cabeza del
mismo Bíbulo una espuerta de basura, y dos tribunos de la plebe que le
acompañaban fueron heridos. Con esto dejaron despejada la plaza de los que
habían de hacerles oposición, Y sancionaron la ley del repartimiento de
tierras, la cual les sirvió de cebo y golosina con el pueblo para tenerle
pronto a todo cuanto malo intentaban, sin fijarse en nada ni pensar en más que
en dar sin rebullir su voto a cuanto se proponía. Así fueron también
sancionadas las disposiciones de Pompeyo sobre las que había sido la contienda
con Lúculo; a César se le concedieron la Galia cisalpina y transalpina y los
Ilirios por cinco años, con la fuerza de cuatro legiones completas, y fueron
designados cónsules para el año siguiente Pisón, suegro de César, y Gabinio, el
más desmedido entre los aduladores de Pompeyo. En vista de estas cosas, Bíbulo
estuvo ocho meses sin presentarse como cónsul, contentándose con pedir edictos,
que no contenían más que invectivas y acusaciones contra ambos, y Catón, como
inspirado y profeta, predecía en el Senado los males que habían de venir sobre
la república y sobre Pompeyo. Por lo que hace a Lúculo, al punto desistió y no
se movió a nada, no hallándose ya en edad de llevar los negocios del gobierno,
sobre lo que dijo Pompeyo que para un anciano aun era más intempestivo el darse
a los deleites que el tomar parte en los negocios. Sin embargo, bien pronto se
enmolleció él mismo con el amor de aquella jovencita, y por atender a ella y
pasar en su compañía la vida en el campo y en los jardines se descuidó
enteramente de lo que pasaba en la plaza pública hasta tal punto, que Clodio,
tribuno entonces de la plebe, llegó a despreciarle y a meterse temerariamente
en los negocios más arriesgados. Porque después que expelió a Cicerón y que
envió a Catón a Chipre bajo el pretexto de mandar las armas, como viese, cuando
ya César había marchado a la Galia, que el pueblo en todo le prefería y todo lo
disponía y hacía según su voluntad, al punto intentó revocar algunas de las
providencias de Pompeyo; arrebató a Tigranes, que se hallaba cautivo, y lo
retuvo consigo, y movió causas a algunos de los amigos de Pompeyo, para hacer
prueba en ellos del poder de éste. Finalmente, en ocasión de acudir al tribunal
Pompeyo con motivo de cierta causa, teniendo él a su disposición una turba de
hombres insolentes y desvergonzados se paró en un lugar muy público y les
dirigió estas preguntas: “¿Quién es el general corrompido y disoluto?. ¿Qué
hombre anda en busca de un hombre? ¿Quién es el que se rasca la cabeza con un
dedo?”. Y ellos como si fuera un coro prevenido para alternar, al sacudir aquel
la toga respondían a cada pregunta en voz alta: “Pompeyo”.
49.- Mortificaban en gran manera estas cosas a
Pompeyo, nada acostumbrado a los insultos y poco ejercitado en esa especie de
guerra, y le mortificaban más porque veía que el Senado se complacía en su
humillación y, en que pagara la traición de que con Cicerón había usado.
Sucedió después que hubo vivas en la plaza, hasta resultar algunos heridos, y
se descubrió que un esclavo de Clodio, que se encaminaba a Pompeyo por entre
los que le rodeaban, llevaba oculta una espada; y tomando de aquí pretexto,
como, por otra parte, temiese la insolencia y los insultos de Clodio, ya no
volvió a presentarse en la plaza mientras aquel ejerció su magistratura, sino
que se encerró en su casa, discurriendo con sus amigos cómo haría para poner
remedio al encono del Senado y de todos los buenos contra él. Con todo, a
Culeón, que le propuso se separase de Julia y pasase al partido del Senado,
renunciando a la amistad de César, no quiso darle oídos; pero con los que le
propusieron la vuelta de Cicerón, hombre el más enemigo de Clodio y más amado
del Senado, se mostró más dispuesto a condescender. Presentó, pues, en la plaza
al hermano de aquel que era quien hacía la petición con una gran partida de
tropa; y habiéndose venido a las manos y habido algunos muertos, por fin logró
vencer a Clodio. Habiendo sido Cicerón restituido por una ley, al punto
reconcilió al Senado con Pompeyo, y hablando en favor de la ley de abastos
volvió a hacer a Pompeyo árbitro y dueño en cierto modo de cuanto por tierra y
por mar poseían los romanos, pues quedaron a sus órdenes los puertos, los
mercados el comercio de granos y, en una palabra, todos los intereses de los
navegantes; y labradores; sobre lo que decía Clodio, en tono de acusación, que
no se había propuesto la ley porque hubiese carestía, sino que se había hecho
que hubiese carestía para dar la ley, a fin que volviese y se recobrase como de
un desmayo con esta nueva autoridad el poder de Pompeyo que andaba achacoso y
decaído. Mas otros dicen haber sido esta comisión de Pompeyo pensamiento del
cónsul Espínter, que quiso ponerle el estorbo de un mando más extenso para ser
él mismo enviado en auxilio del rey Tolomeo. Con todo, el tribuno de la plebe
Canidio hizo proposición de una ley, por la que se encargaba a Pompeyo el que,
sin ejército, llevando sólo dos lictores, compusiera las desavenencias del rey
con los de Alejandría; Pompeyo no se mostraba disgustado de la ley, pero el
Senado la desechó, con la plausible causa de que temía por la persona de
Pompeyo. Derramáronse en aquella ocasión papeles por la plaza y en el edificio
del Senado, en los que se manifestaba haber pedido Tolomeo que se le diera por
general a Pompeyo en lugar de Espínter, y Timágenes dice que Tolomeo se salió
del Egipto sin necesidad, abandonándole a persuasión de Teófanes, para
proporcionar a Pompeyo la ocasión de un mando y de adelantar en sus intereses;
pero esto no bastó a hacerlo tan probable la perversidad de Teófanes como lo
hizo increíble la índole de Pompeyo, cuya ambición no tuvo nunca un carácter
tan maligno e iliberal.
50.- Creado prefecto de los abastos, para entender
en su acopio y arreglo envió por muchas partes comisionados y amigos, y
dirigiéndose él mismo por mar a la Sicilia, a la Cerdeña y al África, recogió
gran cantidad de trigo. Iba a dar la vela para la vuelta a tiempo que soplaba
un recio viento contra el mar; y aunque se oponían los pilotos, se embarcó el
primero, y dio la orden de levantar el áncora diciendo: “El navegar es
necesario, y no es necesario el vivir”; y habiéndose conducido con esta
decisión y celo, llenó, favorecido de su buena suerte, de trigo los mercados y
el mar de embarcaciones, de manera que aun a los forasteros proveyó aquella
copia y abundancia, habiendo venido a ser como un raudal que, naciendo de una
fuente, alcanzaba a todos.
51.- En este tiempo habían ensalzado a César a
grande altura las guerras de la Galia; y cuando se le tenía, al parecer, muy
lejos de Roma, enredado con los belgas, los suevos y britanos, a esfuerzos de
su sagacidad y maña estaba, sin que nadie lo advirtiese, en mitad del pueblo,
minando en los principales negocios el poder de Pompeyo. Porque haciendo de la
fuerza militar el uso que de su cuerpo, la ejercitaba en aquellos combates como
en una caza y persecución de fieras, no precisamente contra los bárbaros, sino
con la mira ulterior de hacerla invicta y temible. El oro, la plata y todos los
demás despojos y riquezas recogidos en gran copia de los enemigos, todo lo
enviaba a Roma, y tentando y agasajando con dádivas a los ediles, a los
pretores, a los cónsules y a sus mujeres, se ganó la amistad de muchos de
ellos; de manera que, habiendo pasado los Alpes y venido a invernar en Luca, sin
contar la inmensa muchedumbre que de toda clase de gentes concurrió a
visitarle, del orden senatorio fueron doscientos los que acudieron, y entre
ellos Pompeyo y Craso; de procónsules y pretores se llegaron a ver a su puerta
hasta ciento y veinte fasces. A los demás los despidió colmándolos de
esperanzas y de presentes, pero entre Pompeyo, Craso y él mediaron ajustes: que
se pedirían los consulados para los dos primeros, en lo que les auxiliaría
César, enviándoles muchos de sus soldados para aumentar los votos, y que
inmediatamente que fuesen elegidos harían entre si mismos el repartimiento de
las provincias y mando de los ejércitos, y confirmarían a César en las
provincias que tenía por otros cinco años. Como este convenio se hubiese
divulgado, los principales ciudadanos lo llevaron a mal; y Marcelino les
preguntó a los dos en junta pública si pedirían el consulado. Y clamando muchos
por que contestasen, el primero que respondió fue Pompeyo, diciendo que quizás
lo pediría y quizás no lo pediría; pero Craso, con mayor política, dijo que
haría lo que creyese ser de mayor utilidad pública. Estrechaba Marcelino a
Pompeyo; y como fuese mucho lo que gritaba, le salió éste al encuentro
diciéndole que era el más injusto de los hombres en no mostrársele agradecido,
pues que, por él, de taciturno se había hecho hablador, y de pobre había venido
a estado de vomitar de harto.
52.- Desistieron los demás de aspirar al consulado;
pero Catón, no obstante, persuadió y alentó a Lucio Domicio para que no
desmayara: “Porque la contienda- decía- no es por la magistratura, sino por la
libertad contra los tiranos.” Pompeyo y su partido temieron el tesón de Catón,
no fuera que, teniendo por suyo a todo el Senado, atrajera y mudara la parte
sana del pueblo; por lo cual no permitieron que Domicio bajase a la plaza, sino
que, habiendo apostados hombres armados, dieron muerte al esclavo que iba delante
con luz y ahuyentaron a los demás, habiendo sido Catón el último que se retiró,
herido en el codo derecho por haberse puesto a defender a Domicio. Habiendo
llegado al consulado por tan mal camino, no se portaron en lo demás con mayor
decencia, sino que, manifestándose dispuesto el pueblo a elegir por pretor a
Catón, en el acto de votar disolvió Pompeyo la asamblea bajo el pretexto de
agüeros, y después apareció nombrado Vatinio, sobornadas con dinero las tribus.
Después propusieron leyes por medio del tribuno de la plebe Trebonio, en virtud
de las cuales decretaron a César otro quinquenio, según lo convenido; a Craso
le dieron la Siria y el mando del ejército contra los partos, y al mismo
Pompeyo toda el África y una y otra España, con cuatro legiones, de las cuales
puso dos a disposición de César, que las pidió para la guerra de las Galias.
Por lo que hace a Craso, al punto partió a su provincia, concluido el año de
consulado; pero Pompeyo, construido ya su teatro, celebró para dedicarlo,
juegos gimnásticos y de música y combates de fieras, en los que perecieron
quinientos leones; sobre todo, el combate de elefantes fue un terrible
espectáculo.
53.- Sin embargo de que con estas demostraciones
públicas se granjeó la admiración y el aprecio, volvió entonces a incurrir en
no menor envidia, porque confiando a lugartenientes amigos suyos los ejércitos
y las provincias, él pasaba la vida en casas de recreo de Italia, yendo con su
mujer de una parte a otra, o porque estuviese enamorado de ella, o porque
siendo amado no se sintiese con fuerzas para dejarla, pues también esto se
dice, y era voz común que aquella joven amaba desmedidamente a su marido;
aunque no sería por la edad de Pompeyo, sino que la causa era, a lo que parece,
la continencia de éste, que después de casado no se distraía con otras mujeres,
y aun su misma gravedad, que no le hacía desagradable en el trato, y, antes,
tenía para las mujeres un cierto atractivo, si no hemos de dar por falso el
testimonio de la cortesana Flora. Sucedió en esto que en los comicios edilicios
vinieron a las manos algunos, y habiendo muerto no pocos alrededor de Pompeyo
tuvo que mudar las ropas por habérsele llenado de sangre; y habiendo sido
grande el bullicio y la priesa de los esclavos que llevaban las ropas, como la
mujer, que se hallaba encinta, los viese y observase que la toga estaba
manchada de sangre, le dio un desmayo, del que tardó mucho tiempo en volver, y
al fin malparió de resultas de aquel alboroto y pesadumbre; con lo cual aun los
que más vituperaban la amistad de Pompeyo con César no culparon ya el amor que
tenía a su mujer. Hízose otra vez embarazada, y habiendo dado a luz una niña,
murió del parto, y ésta le sobrevivió muy pocos días. Disponía Pompeyo dar
sepultura al cadáver en su Quinta Albana; pero el pueblo hizo que se llevara al
Campo de Marte, más bien por compasión a aquella jovencita que por obsequio a
Pompeyo o a César; y aun entre ellos, más parte parece haber dado el pueblo de
aquel honor a César, con estar distante, que a Pompeyo, que se hallaba
presente. Porque al punto sobrevinieron borrascas en la ciudad y se conmovió la
república, suscitándose voces sediciosas apenas faltó entre ambos aquel deudo,
que más bien había tenido encubierta que apagada la ambición encontrada de uno
y otro. Llegó al cabo la noticia de haber perecido Craso en la guerra con los partos, y desapareció este grande estorbo para que viniera sobre Roma la guerra
civil, porque, temiéndole ambos, en sus repartos tenían que guardar cierta
justicia. Mas después que la fortuna quitó de delante el tercero que pudiera
entrar en la lid, se estaba ya en el caso de usar de esta expresión de la
comedia: ¡Cómo se unge el uno contra el otro y las manos con polvo se
refriegan!. ¡Tan poca cosa es aun la misma fortuna para la ambición humana!,
pues que no alcanzaba a saciar sus deseos, visto que tan grande extensión de
mando y tanta copia de felicidad no puede contentar a dos solos hombres, sino
que con oír y leer que todo está distribuido entre los dioses, y cada uno goza
de su particular honor, creían, sin embargo, que para ellos, con no ser más de
dos, no les bastaba todo el imperio de los romanos.
54.- Pompeyo había dicho de si en cierta ocasión,
arengando al pueblo, que había obtenido todas las magistraturas mucho antes de
lo que había esperado y se había desposeído de ellas mucho antes de lo que se
esperaba; y en verdad que deponen en su favor los licenciamientos de sus
ejércitos. Recelaba entonces que César no depusiese al tiempo debido su
autoridad, y buscaba cómo ponerse en seguro respecto de él con magistraturas
políticas, sin hacer innovación alguna ni dar a entender que desconfiaba, sino
que, más bien, no hacía cuenta y lo miraba con desdén. Mas cuando vio que las
magistraturas no se distribuían como parecía conveniente, por haber sido
sobornados los ciudadanos, hizo por que la república cayera en la anarquía, con
lo que al punto corrió la voz de la necesidad de un dictador de la cual el
primero que se atrevió a hablar en público fue Lucilio, tribuno de la plebe,
excitando al pueblo a que nombrase a Pompeyo. Opúsosele Catón, y estuvo en poco
el que aquél no perdiese el tribunado; mas en cuanto a Pompeyo, muchos de sus
amigos se presentaron a defenderle de que ni solicitaba ni siquiera apetecía
aquella dignidad. Púsose en esto Catón a hacer su elogio y a exhortarle a que
tomara parte en el restablecimiento del orden, y avergonzado entonces se dedicó
a este objeto, quedando elegidos cónsules Domicio y Mesala. Volvióse a caer
otra vez en la anarquía, y como tomase mayor incremento la idea de nombrar
dictador, siendo muchos los que la proponían, temiendo Catón y los suyos no lo
arrancaran por fuerza, resolvieron, concediendo a Pompeyo una magistratura
legítima, apartarle de aquella ilimitada y tiránica; Bíbulo, enemigo declarado
de Pompeyo, fue el primero que abrió dictamen en el Senado para que éste fuera
nombrado cónsul único, porque, o la república saldría del presente desorden, o
serviría al ciudadano más ilustre. Fue oída con sorpresa la proposición a causa
del que la hacía, y levantándose Catón, según se esperaba, para contradecirle,
luego que se hizo silencio, dijo: que él no habría manifestado aquel dictamen;
pero una vez presentado por otro, creía que convenía adoptarlo, pues prefería
cualquiera mando a la anarquía y juzgaba que ninguno gobernaría mejor que
Pompeyo en semejante confusión. Adoptólo, pues, el Senado, y se decretó que
Pompeyo, en calidad de cónsul, mandase solo, y si necesitase de colega eligiera
al que fuera de su aprobación, mas no antes de dos meses. Nombrado y designado
Pompeyo cónsul en esta forma por Sulpicio, que mandaba en el interregno, saludó
con mucha expresión a Catón, reconociendo que le estaba muy agradecido, y le
pidió que fuera su asesor particular durante su mando; pero Catón se desdeñó de
que Pompeyo le diese gracias, pues que nada de lo que dijera lo había dicho por
consideración a su persona, sino a la república, y que sería en particular su
asesor si le llamaba, pero que si no le llamase diría en público lo que creyese
conveniente. Este era el carácter de Catón en todo negocio.
55.- Habiendo Pompeyo entrado en la ciudad se casó
con Cornelia, hija de Metelo Escipión, que no se hallaba soltera, sino que
había quedado viuda poco antes de Publio, hijo de Craso, muerto también en la
guerra de los partos, con quien casó doncella. Tenía esta joven muchas prendas
que la hacían amable además de su belleza, porque estaba muy versada en las
letras, en tañer la lira y en la geometría y había oído con fruto las lecciones
de los filósofos. Agregábanse a esto unas costumbres libres de la displicencia
y afectación con que tales conocimientos suelen echar a perder la índole de las
jóvenes; y en su padre, tanto por razón de linaje como por su opinión personal,
no había nada que tachar. Con todo, este enlace no agradaba a algunos, por la
desigualdad de edades, siendo la de Cornelia más propia para haberla casado con
su hijo. Otros, mirándolo por el aspecto del decoro y la conveniencia, creían
que Pompeyo no había mirado por el bien de la república, que agobiada de males
le había elegido como médico, entregándose toda en sus manos; y él, en tanto,
se coronaba y andaba en sacrificios de boda, cuando debía reputar a calamidad
aquel consulado que no se le habría concedido tan fuera del orden legítimo si
la patria se hallara en estado de prosperidad. Presidía a los juicios sobre
cohechos y sobornos, y al proponer los decretos contra los comprendidos en las
causas, en todo lo demás se condujo con gravedad y entereza, dando a los
tribunales, en los que tenía puesta guardia, seguridad, decoro y orden; pero
habiendo de ser juzgado su suegro Escipión, llamó a su casa a los trescientos
setenta jueces y les rogó estuvieran en su favor, y el acusador se apartó de la
causa por haber visto a Escipión ir acompañado desde la plaza por los mismos
jueces. Empezóse, por tanto, a murmurar otra vez de él, y más que, habiendo
prohibido por ley las alabanzas de los que sufrían un juicio, él mismo se
presentó a hacer el elogio de Planco; y Catón, que casualmente era uno de los
jueces, tapándose con las manos los oídos, dijo que no era razón escuchar unas
alabanzas contra ley, por lo cual se le recusó antes de dar su voto; pero
Planco fue, sin embargo, condenado por todos los demás, con vergüenza de
Pompeyo. De allí a pocos días, Hipseo, varón consular, contra quien se seguía
una causa, se Puso a esperar a Pompeyo cuando del baño pasaba a la cena, e
imploró su favor echándose a sus pies; pero él pasó sin hacer caso, diciendo
que ninguna otra cosa adelantaría sino que se le echara a perder la cena, con
lo que se atrajo la nota de no guardar igualdad. Todas las demás cosas las puso
perfectamente en orden y eligió por colega, a su suegro para los cinco meses
que restaban. Decretóse en su obsequio que conservaría las provincias por otro
cuatrienio, y percibiría cada año mil talentos para el vestuario y manutención
de las tropas.
56.- Tomando de aquí ocasión, los amigos de César
solicitaban que también éste sacara algún partido después de tan continuados
combates por el acrecentamiento de la república. Porque, o bien era acreedor al
segundo consulado, o bien a que se le prorrogase el tiempo del mando, para que
no fuera otro y le arrebatara la gloria de sus afanes, sino que la autoridad y
el honor fuesen de quien los había merecido con sus sudores. Habiéndose reunido
a tratar de este asunto, Pompeyo, como para desvanecer por afecto la envidia
que podría suscitarse contra César, dijo haber recibido cartas de éste en las
que mostraba desear que se le diese sucesor y se le relevase del mando, pero
que no habría inconveniente en que se le admitiese a pedir en ausencia el
consulado. Opúsose a esto Catón, diciendo que después de reducido César a la
clase de particular, y de haber depuesto las armas, verían los ciudadanos qué
era lo que correspondía, y como Pompeyo, en lugar de insistir, se hubiese dado
por vencido, fue mayor la sospecha que hizo concebir a muchos de sus
disposiciones respecto a César. Reclamó además, de éste, las tropas que le
había concedido, bajo pretexto de la Guerra Pártica, y él, no obstante saber la
mira con que se pedían aquellos soldados, se los envió, después de haberlos
regalado con largueza.
57.- Por este tiempo, como Pompeyo hubiese
enfermado de cuidado en Nápoles, y recobrado la salud, los napolitanos, por inspiración
de Praxágoras, hicieron sacrificios públicos por su restablecimiento, e
imitando este ejemplo los de los pueblos vecinos fue de unos en otros corriendo
toda Italia, y no hubo ciudad, grande ni pequeña, que no hiciese fiestas por
muchos días. Fuera de esto, no había lugar que bastase para los que le salían
al encuentro por todas partes, sino que los caminos, las aldeas y los puertos
estaban llenos de gentes que hacían sacrificios y banquetes. Muchos le salían a
recibir con coronas y antorchas y le acompañaban derramando flores sobre él, de
manera que su vuelta y todo su viaje fue uno de los espectáculos más magníficos
y brillantes que se han visto; y así, se dice no haber sido ésta la menor de
las causas que atrajeron la guerra civil. Porque el exceso de esta satisfacción
dio mayor calor al orgullo con que ya pensaba acerca de los negocios; y
creyéndose dispensado de aquella circunspección que hasta allí había afianzado
y dado estabilidad a sus prósperos sucesos, se entregó a una ilimitada confianza
y al desprecio del poder de César, como que ya no necesitaba de armas ni de una
gran diligencia contra él, sino que aun le había de ser más fácil entonces el
destruirlo que le había sido antes el levantarlo. Concurrió además de esto
haber venido Apio de la Galia, trayendo las tropas que Pompeyo había dado a
César, y haber empezado a apocar las hazañas de éste, desacreditándole en sus
conversaciones y diciendo que el mismo Pompeyo no llegaba a conocer todo el
valor de su poder y gloria buscando apoyo en otras armas contra César, cuando
con las suyas propias podía destruirle apenas se dejase ver, ya que tanto era
el odio con que miraban a César y tan grande la inclinación que tenían a
Pompeyo; éste se engrió de manera y llegó a tal extremo de descuido con la excesiva
confianza, que se burlaba de los que temían la guerra; a los que le decían que
si viniese César no veían con qué tropas se le podría resistir, sonriéndose y
poniendo un semblante desdeñoso les contestaba que no tuvieran cuidado ninguno,
“pues en cualquier parte de Italia decía- que yo dé un puntapié en el suelo
brotarán tropas de infantería y caballería”.
58.- Ya César daba calor con más viveza a los
negocios, no apartándose mucho de la Italia, enviando continuamente a Roma
soldados suyos para que votaran en las asambleas y ganando y corrompiendo con
intereses a muchos de los magistrados, de cuyo número era el cónsul Paulo,
traído a su facción con mil quinientos talentos; el tribuno de la plebe Curión,
a quien redimió de inmensas deudas, y Marco Antonio, que por la amistad de
Curión participó también para las suyas. Díjose entonces que un tribuno de los
que habían venido del ejército de César, hallándose a la puerta del Senado y
llegando a entender que éste no prorrogaría a César el tiempo de su mando, echó
mano a la espada diciendo: “Pues ésta lo prorrogará”; y a esto se dirigía
cuanto se hacía y meditaba. Con todo, las proposiciones e instancias de Curión
en cuanto a César parecían más moderadas, porque pedía una de dos cosas: o que
Pompeyo también renunciara, o que no se quitaran a César las tropas, pues de
este modo, o reducidos a la clase de particulares estarían a lo justo, o
conservándose rivales permanecerían como estaban, cuando ahora el que quería
debilitar al otro doblaba por lo mismo su poder. Ocurrió después que Marcelo
apellidó ladrón a César, y fue de parecer que se le tuviera por enemigo si no
deponía las armas; mas, con todo, Curión pudo obtener, con Antonio y con Pisón,
que se decidiera este asunto en el Senado, porque propuso que pasaran al otro
lado todos los que fueran de opinión de que sólo César dejara las armas y
Pompeyo retuviera el mando, y pasaron la mayor parte. Propuso otra vez que se
hiciera la misma diligencia, pasando a su lado los que quisieran que ambos
depusieran las armas y ninguno de los dos quedara con mando, y a la parte que
hacía por Pompeyo sólo pasaron veintidós, pasando a la de Curión todos los
restantes. Éste, como si hubiera ganado una victoria, corrió lleno de gozo a
presentarse al pueblo, que le recibió con grande algazara, derramando sobre él
coronas y flores. Pompeyo no asistió al Senado porque los que mandan ejércitos
no entran en la ciudad; pero Marcelo se levantó, diciendo que ya nada oiría
desde su asiento, pues al ver que estaban en marcha diez legiones, habiendo
pasado los Alpes, enviaría quien se les opusiese en defensa de la patria.
59.- En consecuencia de esto mudaron los vestidos
como en un duelo, y Marcelo, marchando desde la plaza a verse con Pompeyo,
adonde le siguió el Senado, puesto ante aquel: “Te mando- le dijo- ¡oh Pompeyo!
que defiendas la patria, empleando las tropas que se hallan reunidas y
levantando otras.” Y lo mismo le dijo Léntulo, otro de los cónsules designados
para el año siguiente. Empezó Pompeyo a entender en esta última operación; pero
unos no obedecían, algunos pocos se reunieron lentamente y de mala gana, y los
más clamaban por la disolución del ejército, por haber leído Antonio ante el
pueblo, contra la voluntad del Senado, una carta de César que contenía una
especie de apelación obsequiosa a la muchedumbre. Proponía en ella que,
dimitiendo ambos sus provincias y licenciando las tropas, quedaran a
disposición de la república, dando razón de su administración; pero Léntulo, ya
cónsul, no reunía el Senado, y Cicerón, que acababa de llegar de la Cilicia,
trató de una transacción, por la cual César, saliendo de la Galia y dejando
todas las demás tropas, esperaría en el Ilirio con dos legiones el consulado.
Como todavía lo repugnase Pompeyo, aun se recabó de los amigos de César que no
fuese más que una legión; pero opúsose Léntulo, y gritando Catón que Pompeyo lo
erraba y se dejaba otra vez engañar, la transacción no tuvo efecto.
60.- Corrió en esto la voz de que César, habiéndose
apoderado de Arímino, ciudad populosa de la Italia, venía contra Roma con todo
su ejército; pero esta noticia era falsa, porque hacia su marcha con solos
trescientos caballos y cinco mil infantes, no habiendo tenido por conveniente
aguardar a las demás tropas que estaban del otro lado de los Alpes, con la mira
de acometer a los contrarios cuando estuviesen perturbados y desprevenidos, sin
darles tiempo para que se apercibieran a la pelea. Habiendo, pues, llegado al
río Rubicón, que era el límite de su provincia, se paró pensativo y estuvo por
algún tiempo meditando lo atrevido de su empresa. Después, como los que de un
precipicio se arrojan a una gran profundidad, cerró la puerta a todo discurso,
apartó los ojos del peligro, y sin articular más palabras que esta expresión en
lengua griega: Tirado está el dado, hizo que las tropas pasaran el río. Apenas
se divulgó la noticia, la turbación, el miedo y el asombro se apoderaron de
Roma como nunca antes; el Senado partió corriendo en busca de Pompeyo, y
también acudieron las autoridades. Preguntó Tulo acerca del ejército y tropas;
y respondiéndole Pompeyo con inquietud, y como quien no está muy seguro, que
tenía prontos los soldados, que, habían venido del ejército de César, y pensaba
reunir en breve los que ya estaban alistados, que serían unos treinta mil,
exclamó Tulo: “¡Nos engañaste, oh Pompeyo!”; y fue de dictamen que se enviara a
César una embajada. Un tal Favonio, hombre, por otra parte, de bondad, pero a
quien con ser arrojado e insolente le parecía que imitaba la libertad y
entereza de Catón, dijo entonces a Pompeyo: “Esta es la hora de que des aquel
puntapié en el suelo, haciendo brotar las tropas que prometiste”; y tuvo que
aguantar con mansedumbre esta impertinencia. Mas recordándole Catón lo que al
principio había predicho acerca de César, le contestó que, si bien Catón había
profetizado mejor, él había procedido con mayor candor y amistad.
61.- Aconsejaba Catón que se nombrara a Pompeyo
generalísimo con la más plena autoridad, añadiendo que el que había causado
grandes males solía ser el más propio para remediarlos, y al punto partió para
Sicilia, que era la provincia que le había tocado, marchando también los demás
a las que les había cabido en suerte. Como se hubiese sublevado toda la Italia,
era grande la perplejidad acerca de lo que debía hacerse, porque los que andaban
fugitivos por diferentes partes se vinieron a Roma; y los habitantes de ésta la
abandonaron, a causa de que en semejante tormenta y turbación lo que podía
ser útil carecía de fuerza, y sólo prevalecía la indocilidad y desobediencia a
los que mandaban; pues no había modo de calmar el miedo, ni dejaban a Pompeyo
que pensase por sí solo lo conveniente, sino que cada uno trataba de inspirarle
la pasión que a él le dominaba, de miedo, de pesar o de agitación. Así, en un
mismo día dominaban resoluciones contrarias, y no le era posible saber nada de
cierto de los enemigos, porque cada uno venía a anunciarle lo que casualmente
oia, y se incomodaba si no le daban crédito. Decretó, pues, que se estaba en
sedición, y mandó que le siguiesen todos los que pertenecían al partido del
Senado, con la amenaza de que serían tenidos por cesarianos los que se
quedasen, y ya a la caída de la tarde salió de la ciudad. Los cónsules, sin
haber hecho los sacrificios solemnes que preceden a la guerra, huyeron, y aun
en medio de tan infaustas circunstancias era Pompeyo, en cuanto al amor del
pueblo hacia él, un hombre feliz; pues con haber muchos que abominaban aquella
guerra, ninguno miraba con odio al general, y en mayor número eran los que
seguían por no poder resolverse a abandonar a Pompeyo que los que huían con él
por amor a la libertad.
62.- De allí a pocos días llegó César a Roma, y
apoderándose a fuerza de ella trató a todos con apacibilidad y mansedumbre;
sólo al tribuno de la plebe Metelo, que se oponía a que tomara fondos del
erario público, le amenazó de muerte, añadiendo a la amenaza otra expresión más
dura todavía, pues le dijo que a él el costaría más el decirlo que el hacerlo.
Habiendo retirado de este modo a Metelo, y tomado lo que le pareció necesitar,
se puso a perseguir a Pompeyo, apresurándose a arrojarlo de Italia antes que le
llegaran las tropas de España. Ocupó éste a Brindis, y teniendo a su
disposición copia de naves hizo embarcar inmediatamente a los cónsules, y con
ellos treinta cohortes, para mandarlos con anticipación a Dirraquia, y a su
suegro Escipión y a Gneo, su hijo, los envió a la Siria para disponer otra
escuadra. Por lo que hace al mismo Pompeyo, aseguró las puertas; colocó en las
murallas las tropas ligeras; mandó a los habitantes de Brindis que no se
movieran de sus casas; de la parte de adentro abrió fosos por toda la ciudad, y
a la entrada de las calles puso en ellas estacas con punta, a excepción de dos
solas, por las que tenía bajada al mar. Al tercer día había ya embarcado con
calma todas las tropas, y, dando repentinamente la señal a los que estaban en
la muralla, se le incorporaron sin dilación y se entregó al mar. César, luego
que vio desamparada la muralla, conoció que se retiraban, y, puesto a
perseguirlos, estuvo en muy poco que no cayese en las celadas; pero
habiéndoselo advertido los habitantes de Brindis, se guardó de entrar en la
ciudad, y, dando la vuelta, halló que todos se habían dado a la vela, a
excepción de dos barcos que no contenían más que unos cuantos soldados.
63.- Colocan todos los demás esta retirada de
Pompeyo entre las más delicadas operaciones militares; pero César mostró
maravillarse de que, ocupando una ciudad fuerte, esperando las tropas de la
España y siendo dueño del mar, desmantelase y abandonase la Italia. El mismo
Cicerón le reprende de que hubiese preferido el método de defensa de
Temístocles al de Pericles, cuando las circunstancias eran semejantes a las de
éste, y no a las de aquél. Como quiera, en las obras manifestó César que temía
mucho la dilación y el tiempo, pues habiendo tomado cautivo a Numerio, amigo de
Pompeyo, lo envió a Brindis a tratar de paz con equitativas condiciones; pero
Numerio se embarcó con Pompeyo. En consecuencia de estos sucesos, habiéndose
hecho César dueño de toda Italia en solos sesenta días, sin haber derramado una
gota de sangre, su primera determinación fue ir en seguimiento de Pompeyo; pero
faltándole las embarcaciones, convirtió su atención y su marcha a la España
para ver de incorporar a las suyas aquellas tropas.
64.- En este tiempo juntó Pompeyo considerables
fuerzas, de las cuales las de mar eran del todo irresistibles, porque tenía
quinientos buques de guerra, y de transportes y guardacostas un número
excesivo; en caballería había reunido la flor de los romanos e italianos hasta
en número de siete mil hombres, superiores en riqueza, en linaje y en valor. La
infantería era mercenaria, y, necesitando de instrucción, la disciplinó, de
asiento en Berea, no ocioso por su parte, sino concurriendo a los ejercicios
como si se hallase en la más vigorosa juventud; era, en efecto, de gran peso
para inspirar confianza el ver a Pompeyo Magno en la edad de cincuenta y ocho
años maniobrar armado, ora con la infantería y ora con la caballería,
desenvainar la espada sin trabajo en medio del galope del caballo y volverla a
envainar con facilidad, y en tirar al blanco mostrar no sólo buen tino, sino
también pujanza para lanzar los dardos a una distancia de la que pocos de los
jóvenes podían pasar. Habían acudido a él los reyes y los próceres de las
naciones, y de Roma un número tal de los primeros personajes, que parecía tener
el Senado entero cerca de sí. Concurrió también Labieno, abandonando a César, de
quien era amigo, y con quien había hecho la guerra en las Galias, e igualmente
Bruto, hijo de aquel a quien Pompeyo hizo perecer en la Galia, varón de elevado
ánimo y que nunca antes había saludado ni aun dado la palabra a Pompeyo, por
matador de su padre, pero al que se sometió entonces, mirándole como libertador
de Roma. Cicerón, aunque en sus escritos y sus consejos había manifestado
diferente opinión, tuvo a menos no ser del número de los que exponían la vida
por la patria. Acudió, yendo hasta la Macedonia; así mismo Tidio Sextio, varón
sumamente anciano y que había perdido una pierna, al cual, mientras los demás
se reían y burlaban, corrió a abrazar Pompeyo, levantándose de su asiento, por
creer que no podía haber para él testimonio más lisonjero que el que los
imposibilitados por la edad y por las fuerzas prefirieran a su lado el peligro
a la seguridad que en otra parte tendrían.
65.- Celebróse Senado; y como, siendo Catón quien
abrió dictamen, se decretase que no debía quitarse la vida a ningún romano sino
en formal combate, ni saquearse ciudad alguna que se conservase obediente a los romanos, ganó con esto mayor aprecio el partido de Pompeyo, pues aun aquellos a
quienes no alcanzaba la guerra, o por vivir distantes o por preservarlos de
ella su oscuridad y pobreza, ayudaban a lo menos con la voluntad y en sus
conversaciones se ponían de parte de lo justo, creyendo que era enemigo de los
dioses y los hombres el que no sintiera placer en que venciese Pompeyo. Sin
embargo, también César se acreditó de benigno en medio de la victoria, pues
habiendo tomado y vencido las fuerzas de Pompeyo en España, no hizo más que
descartarse de los caudillos y valerse de los soldados; y habiendo vuelto a
pasar los Alpes, corrió la Italia, llegó a Brindis en el solsticio del
invierno, pasó el mar y se dirigió a Órico, desde donde, teniendo cautivo a
Jovio, amigo de Pompeyo, le mandó con embajada a éste para excitarle a que,
reuniéndose ambos en un día determinado, disolviesen todos los ejércitos y,
hechos amigos con juramento solemne, volviesen a la Italia. Tuvo este paso
Pompeyo por nueva asechanza, y, bajando con prontitud hacia el mar, ocupó
terrenos y sitios que sirvieran de firme apoyo a su infantería, y puertos y
desembarcaderos cómodos para los que arribasen por el mar; de manera que todo
viento era próspero a Pompeyo para que le llegaran víveres, tropas y caudales.
César, que no había podido ocupar sino lugares desventajosos, tanto por tierra
como por mar, solicitaba los combates, acometía a las fortificaciones y
provocaba a los enemigos por todas partes, llevando por lo común lo mejor,
alcanzando ventajas en estos encuentros, y sólo en una ocasión estuvo para ser
derrotado y para perder el ejército, pues en ella peleó Pompeyo con gran valor,
hasta haberlos rechazado a todos, con muerte de unos dos mil; y no los forzó,
entrando con los cesarianos en el campamento, o porque no pudo, o, mejor,
porque le detuvo el miedo. Así es que se refiere haber dicho César a sus
amigos: “Hoy la victoria era de los enemigos, si hubieran tenido vencedor.”
66.- Engreídos con este suceso, los del partido de
Pompeyo querían se diese pronto una batalla decisiva; pero Pompeyo, aunque a
los reyes y a los caudillos que no se hallaban allí les escribía en tono de
vencedor, temía el resultado de una batalla, esperando del tiempo y de la
escasez y carestía triunfar de unos enemigos invictos en las amias y
acostumbrados largo tiempo a vencer en unión, pero desalentados ya por la vejez
para toda otra fatiga militar, como las marchas, las mudanzas de campamento y
la formación de trincheras, que era por lo que no pensaban más que en acometer
y venir a las manos cuanto antes. Pompeyo, hasta aquel punto, había podido con
la persuasión contener a los suyos; pero cuando César, después de la batalla
referida, estrechado de la carestía, tuvo que marchar por el país de los
Atamanes a la Tesalia, no pudo ya contener la temeridad de los suyos, quienes,
gritando que César huía, unos proponían que se marchara en pos de él y se le
persiguiera, y otros, que se diera la vuelta a Italia, y aun algunos enviaban a
Roma sus domésticos y sus amigos a que les tomaran casa cerca de la plaza,
como que ya iban a pedir las magistraturas. Muchos se apresuraron a hacer
viaje a Lesbo para pedir albricias a Cornelia de que estaba concluida la
guerra: porque Pompeyo, para tenerla en mayor seguridad; la había enviado allá.
Reunióse, pues, el Senado, y Afranio fue de opinión de que se ocupara la
Italia; porque además de ser ella el premio principal de aquella guerra, a los
que la dominaran se arrimarían al punto la Sicilia, la Cerdeña, la Córcega, la
España y toda la Galia, no siendo, por otra parte, razón desatender el que
debía ser objeto principal de Pompeyo, a saber: la patria, que le tendía las
manos por verse escarnecida y en servidumbre de los esclavos y aduladores de
los tiranos. Mas Pompeyo creía que ni para su gloria conducía el huir segunda
vez de César y ser perseguido pudiendo perseguir, ni era justo abandonar a
Escipión ni a los demás consulares esparcidos por la Grecia y la Tesalia, que
al punto habían de venir a poder de César con grandes caudales y muchas tropas,
y que el mejor modo de cuidar de Roma era el que la guerra se hiciese lejos de
allí, para que, libre y exenta de males, esperara al vencedor.
67.- Tomada esta resolución, marchó en seguimiento
de César, con ánimo de rehusar batalla, contentándose con cercarle y
quebrantarle por medio de la falta de víveres, yéndole siempre al alcance, lo
que juzgaba también conveniente por otro respecto; había, efectivamente llegado
a sus oídos la especie, difundida entre la caballería, de que sería del caso,
después de deshecho César, acabar con él mismo, y aun algunos dicen que por
esta razón no se valió Pompeyo de Catón para ninguna cosa de importancia, sino
que al partir contra César lo dejó en la costa del mar encargado del bagaje, no
fuera que, quitado César de en medio, quisiera al punto obligarle a que
depusiera el mando. Viéndole andar de este modo en pos de los enemigos, se le
culpaba públicamente de que no era a César a quien hacía la guerra, sino a la
patria y al Senado, para mandar siempre y no dejar de tener por sus criados y
satélites a los que eran dignos de dominar toda la tierra; y Domicio Enobarbo,
con llamarle siempre Agamenón y rey de reyes, concitaba más la envidia contra
él. Érale no menos molesto que cuantos usaban de indiscretas e importunas
libertades aquel Favonio, con sus pesadas burlas, diciendo: “Camaradas, en todo
este año no probaréis los higos de Tusculano”. Lucio Afranio, el que perdió las
tropas de España, por lo que habla contra él la sospecha de traición, viendo
entonces a Pompeyo esquivar la batalla prorrumpió en la expresión de que se
admiraba cómo sus acusadores andaban tan tardos en acometer al que apellidaban
mercader de provincias. Con estas y otras semejantes expresiones violentaron a
un hombre que no sabía sobreponerse a la opinión del vulgo, ni a la censura de
sus amigos, a adoptar sus esperanzas y sus planes, apartándose de la prudente
determinación que había seguido, cosa que no hubiera debido suceder ni a un
capitán de barco, cuanto más a un general de tantas tropas y tantas naciones.
Pompeyo, pues, que alababa entre los médicos a los que nunca condescendían con
los antojos de los dolientes, en esta ocasión cedió a la parte enferma del
ejército, temiendo hacerse desabrido por la salud de la patria. Porque ¿cómo
tendría nadie por cuerdos a unos hombres que en las marchas y en los
campamentos soñaban con los consulados y las preturas, ni a Espínter, Domicio y
Escipión, entre quienes había riñas por la dignidad de pontífice máximo de
César?, como si tuvieran acampado al frente al armenio Tigranes o al rey de los
Nabateos, y no a aquel mismo César y aquellos soldados que habían tomado por
fuerza a mil ciudades, habían sujetado más de trescientas naciones y, habiendo
sido siempre invictos en tantas batallas con los germanos y los galos, que no
tenían número, habían tomado mas de un millón de cautivos y dado muerte en
batalla campal a un millón de hombres.
68.- Sin embargo de ver determinado a Pompeyo,
desasosegados e inquietos, le obligaron luego que llegaron a la llanura de
Farsalia a tener un consejo, en el cual Labieno, general de la caballería,
levantándose el primero, juró que no se retiraría de la batalla sin haber
puesto en huída a los enemigos, y lo mismo juraron todos. En aquella noche le
pareció a Pompeyo entre sueños que al entrar él en el teatro aplaudió el
pueblo, y él después adornó con muchos despojos el templo de Venus Nicéfora.
Esta visión en parte le alentaba y en parte le causaba inquietud, no fuera que
por ocasión de él resultara gloria y esplendor al linaje de César, que subía
hasta Venus. Suscitáronse además en el campamento ciertos terrores pánicos que
le hicieron levantar. A la vigilia de la mañana resplandeció sobre el
campamento de César, donde todo estaba en quietud, una gran llama, en la que se
encendió una antorcha, que fue a parar al campamento de Pompeyo, y se dice que
César vio este portento a tiempo que recorría las guardias. Por la mañana muy
temprano, antes de disiparse las tinieblas, disponía hacer marchar de allí su
ejército, y, cuando ya los soldados recogían las tiendas y enviaban delante los
bagajes y los asistentes, vinieron las escuchas anunciando observarse en el
campamento del enemigo que se andaba con armas de una parte a otra y aquel
movimiento y ruido que causan hombres que salen a dar batalla, y después de
éstos llegaron otros diciendo que los primeros soldados estaban ya formados.
César, al oír esto, diciendo haber llegado el deseado día en que iban a pelear
con hombres y no con el hambre y la miseria, mandó que al punto se colocara
delante de su pabellón la túnica de púrpura, porque ésta es entre los romanos
la señal de batalla. Los soldados, al verla, dejando las tiendas, con algazara
y regocijo corrieron a las armas, y los tribunos, formándolos como en un coro
en el orden que convenía, pusieron a cada uno en su propio lugar, sin arrebato
ni confusión.
69.- Tomó Pompeyo para sí el ala derecha, habiendo
de tener al frente a Antonio; en el centro colocó a su suegro Escipión,
contrapuesto a Lucio Albino, y Lucio Domicio mandó el ala izquierda, reforzada
con el grueso de la caballería, que casi toda había cargado a aquella parte
para envolver a César y destrozar la legión décima, que tenía la fama de ser la
más valiente, y en la que acostumbraba colocarse César en las batallas. Cuando
éste vio sostenida por tanta caballería la izquierda de los enemigos, temió la
fortaleza de su armadura y sacó de su retaguardia seis cohortes, colocándolas a
espaldas de la legión décima, con orden de que no se movieran y procuraran
ocultarse a los enemigos, mas cuando acometiese la caballería salieran con
precipitación por entre la primera línea y no tiraran las lanzas, como suelen
hacerlo los más esforzados para venir cuanto antes a las espadas, sino que
dirigieran los golpes hacia arriba, para herir en la cara y en los ojos a los
enemigos: porque aquellos lindos y graciosos bailarines no sólo no aguardarían,
sino que ni aun sufrirían por causa de su belleza ver el hierro delante de los
ojos. Estas eran las disposiciones que daba César. Pompeyo, descubriendo desde
su caballo el orden y formación de los enemigos, cuando vio que éstos esperaban
tranquilos el momento y oportunidad sin moverse de sus filas, siendo así que su
ejército no se mantenía con la misma quietud, sino que, lleno de ardor,
empezaba por su impericia a desordenarse, temiendo que enteramente se le
desbandase en el principio de la batalla dio orden a los de primera línea de
que, permaneciendo firmes e inmóviles, recibieran en aquella manera a los
enemigos. César reprende esta orden y esta operación militar, porque con ella
se debilita la fuerza que adquieren los golpes en la carrera y aquel encuentro
de los enemigos unos con otros, que es el que da impulso y entusiasmo y aumenta
la cólera con la gritería y el mayor ímpetu, quitado lo cual los hombres
pierden el ardor y se enfrían. Las fuerzas de César consistían en unos
veintidós mil hombres, y las de Pompeyo eran poco más del doble de este número.
70.- Dada la señal de una y otra parte, cuando las
trompetas comenzaron a excitar al encuentro, de los de la muchedumbre cada uno
pensó sólo en sí mismo; pero unos cuantos romanos, lo mejor entre ellos, y
algunos griegos que se hallaron presentes fuera de la batalla, al ver que se
acercaba el momento terrible, se pusieron a meditar sobre el trance a que la
codicia y ambición habían traído a la república. Armas de un mismo origen,
ejércitos entre sí hermanos, las mismas insignias y el valor y poder de una
misma ciudad iban a chocar consigo mismos, demostrando cuán ciega y loca es la
condición humana en sus pasiones: porque si querían mandar y gozar
tranquilamente de lo adquirido, la mayor y más apreciable parte del mar y de la
tierra les estaba sujeta, y si todavía tenían ansia y sed de trofeos y triunfos
podían saciarla en las Guerras Párticas y Germánicas. Quedaba además ancho
campo a sus hazañas en la Escitia y en la India, pudiéndoles servir de pretexto
el dar civilización a naciones bárbaras. Porque ¿qué caballería de los Escitas,
qué saetas de los Partos, o qué riquezas de los Indios serían bastantes a
contener setenta mil romanos que acometieran armados estas regiones bajo el
mando de Pompeyo y de César, cuyos nombres habían llegado a sus oídos antes que
supieran que había romanos?. ¡Tantas, tan varias y feroces eran las naciones
hasta donde habían penetrado victoriosos!. Y entonces se habían buscado para
hacerse uno a otro la guerra, sin que sirviera para contenerlos ni el celo de
su propia gloria, por la que se habían olvidado hasta de la compasión que
debían tener a la patria, habiéndose apellidado invictos hasta aquel día.
Porque el parentesco antes contraído, las gracias de Julia y aquel enlace luego
se vio que no habían sido más que unas prendas falaces y sospechosas de una
sociedad formada en provecho común, sin que hubiera entrado en ella, ni por
mínima parte, la verdadera amistad.
71.- Luego que la llanura de Farsalia se llenó de
hombres, de caballos y de armas, y que de una y otra parte se dieron las
señales de la batalla, el primero que salió corriendo de las líneas de César
fue Cayo Crasiano, que mandaba una compañía de ciento veinte hombres,
cumpliendo de este modo a César la promesa que le había hecho; porque
habiéndole éste visto al salir del campamento, saludándole por su nombre, le
preguntó qué pensaba de la batalla, y él, alargándole la mano, exclamó:
“Vencerás gloriosamente, César, y hoy habrás de alabarme o vivo o muerto.”
Teniendo fijas en la memoria estas palabras, se adelantó llevando a muchos
consigo, y se arrojó en medio de los enemigos. Peleóse desde luego con las
espadas, y como con muerte de muchos intentase penetrar las filas de los
enemigos, uno de éstos le metió la espada por la boca, con tal fuerza, que le
salió por la nuca. Muerto Crasiano, ya después se peleaba con igualdad; sino
que Pompeyo no movió con la conveniente celeridad su derecha, deteniéndose a
mirar a una y otra parte, esperando la acometida de la caballería. Ya ésta
marchaba en cuerpo para envolver a César y había conseguido impeler sobre su
batalla los pocos caballos que ante ella tenía formados; pero habiendo dado
César la señal, su caballería se retiró, acudiendo al punto las cohortes
destinadas a oponerse a aquella operación, que venían a constar de unos tres
mil hombres, se dirigieron con ímpetu contra los enemigos, y contrarrestando a
la caballería usaron de las lanzas hacia arriba, como se les había prevenido,
para herir en la cara. A aquellos soldados bisoños, sin experiencia de ningún
género de combate y desprevenidos para el que sufrían, no teniendo de él
ninguna idea, les faltó valor y sufrimiento para aguantar unos golpes dirigidos
a los ojos y al rostro, por lo que, volviendo grupa y cubriéndose los ojos con
las manos, huyeron ignominiosamente. Luego que éstos se quitaron de delante,
los Cesarianos ya no pensaron más en ellos, sino que marcharon contra la
infantería por aquella parte por donde habiendo quedado más débil con la falta
de los caballos daba mayor facilidad para ser cercada y envuelta. Acometiendo,
pues, por el flanco, y la legión décima por el frente, ni sostuvieron éstos ni
guardaron orden, viendo que cuando esperaban haber envuelto a los enemigos eran
ellos los que experimentaban esta suerte.
72.- Rechazados éstos, cuando Pompeyo vio la
polvareda y conjeturó lo sucedido a la caballería, es imposible decir cómo se
quedó, ni cuál fue su pensamiento; antes, semejante a un hombre fuera de si y
enteramente alelado, sin acordarse de que era Pompeyo Magno, y sin hablar una
palabra, paso entre paso se encaminó al campamento en términos de venirle muy
acomodados estos versos: Zeus, en Ayante, desde su alto asiento, tal terror
infundió, que helado, absorto, echó a la espalda, el reforzado escudo y atrás
volvió mirando a todas partes. Entrando de la misma manera en su tienda, se
sentó taciturno, hasta que llegaron muchos persiguiendo a los que huían; porque
entonces, prorrumpiendo en sola esta expresión: “¿Conque hasta mi campamento?”
y sin decir ninguna otra cosa, tomó las ropas que a su presente fortuna
convenían y salió de él. Huyeron asimismo las demás legiones, y fue grande en
el campamento la mortandad de los que custodiaban los equipajes y de los
asistentes; de los soldados dice Asinio Polión, que se halló con César en la
batalla, que sólo murieron unos seis mil. Tomaron el campamento y entonces
vieron la locura y vanidad de los enemigos, porque las tiendas estaban
coronadas de arrayán, tapizadas de flores y con mesas llenas de vasos
preciosos; veíanse tazas rebosando de vino, y todo el adorno y aparato eran más
bien de hombres que hacían sacrificios y celebraban fiestas que de soldados
armados para la batalla. Pervertidos hasta este punto en sus esperanzas y
llenos de una vana confianza, salieron al combate.
73.- Pompeyo, a los pocos pasos que hubo andado
desde el campamento, dejó el caballo, siendo en muy corto número las personas
que le seguían; como nadie le persiguiese, caminaba despacio, pensando en lo
que era natural pensase un hombre acostumbrado por treinta y cuatro años
continuos a vencer y mandar a todos, y que entonces por la primera vez probaba
lo que era ser vencido y huir. Contemplaba que en una hora había perdido
aquella gloria y aquel poder que había ido creciendo con peligros, combates y
continuas guerras, y que el mismo que poco antes era guardado con tantas armas,
caballos y tropas caminaba ahora tan abatido y desamparado, que podía ocultarse
a los enemigos que le buscaban. Pasó por delante de Larisa, y habiendo llegado
al valle de Tempe se echó en tierra de bruces aquejado de la sed bebió en el
río, levantóse y continuó marchando por el valle hasta que llegó al mar. Pasó
allí lo que restaba de la noche, reposando en la barraca de unos pescadores, y
al amanecer, embarcándose en una lanchita de río, admitió en ella a los hombres
libres que le seguían, mandando a los esclavos que se fueran a presentar a
César y no temieran. Iba costeando, y vio una nave grande de comercio que
estaba para dar la vela, de la que era capitán un ciudadano romano, de ningún
trato con Pompeyo, pero al que conocía de vista; llamábase Peticio. Este, en la
noche anterior, había visto entre sueños a Pompeyo, no como otras muchas veces,
sino como abatido y apesadumbrado. Habíalo así referido a sus pasajeros, según
la costumbre de entretenerse con semejantes conversaciones los que están de
vagar. En esto, uno de los marineros se presentó diciendo haber visto que venía
de tierra un barquichuelo de río y que unos hombres que en él se hallaban les
hacían señas, sacudiendo las ropas y les tendían las manos. Levantóse Peticio,
y habiendo conocido al punto a Pompeyo, como le había visto entre sueños,
dándose una palmada en la cabeza, mandó a los marineros que echaran el bote, y
alargando la diestra llamaba a Pompeyo, conjeturando ya por la disposición en
que le veía la terrible mudanza de su suerte. Así, sin aguardar súplicas ni
otra palabra alguna, recogiéndole, y a los que con él venían, que eran los dos
Léntulos y Favonio, se hizo al mar; y habiendo visto al cabo de poco al rey
Deyótaro, que por tierra venía hacia ellos, también le recibieron. Llegó la
hora de la cena, la que dispuso el maestre de la nave con lo que a mano tenía;
y viendo Favonio que Pompeyo, por falta de sirvientes, había empezado a lavarse
a si mismo, corrió a él y le ayudó a lavarse y ungirse, y de allí en adelante
continuó ungiéndole y sirviéndole en todo lo que los esclavos a sus amos, hasta
lavarle los pies y aparejarle la comida, tanto, que alguno, al ver la
naturalidad, la sencillez y pronta voluntad con que se hacían aquellos oficios,
no pudo menos de exclamar: ¡Cómo todo está bien al hombre grande!.
74.- Navegando de esta manera a Anfípolis, pasó
desde allí a Mitilena con el objeto de recoger a Cornelia y a su hijo. Luego
que tocó en la orilla de la isla mandó a la ciudad un mensajero, no cual
Cornelia esperaba, según las noticias que lisonjeramente le habían anticipado y
se le habían escrito, dándole a entender que, terminada la guerra en Dirraquio,
no le quedaba a Pompeyo otra cosa que hacer que perseguir a César. Entretenida
con estas esperanzas, la sorprendió el mensajero, que ni siquiera tuvo fuerzas
para saludarla, sino que dándole a entender con sus lágrimas, más que con
palabras, lo grande y excesivo de aquella calamidad, le dijo que se apresurase
si quería ver a Pompeyo con una sola nave, y esa, ajena. Al oírlo cayó en
tierra, y permaneció largo rato fuera de sí sin sentido; costó mucho que
volviese, y cuando estuvo en su acuerdo, hecha cargo de que el tiempo no era de
lamentos y de lágrimas, corrió por la ciudad al mar. Salió la a recibir Pompeyo,
y habiendo tenido que recogerla en sus brazos acongojada y a punto de
desmayarse: “Veo exclamó- ¡oh Pompeyo! en ti, no la obra de tu fortuna, sino de
la mía, al mirar arrojado en un miserable barco al que antes de casarse con
Cornelia había surcado este mismo mar con quinientas naves. ¿Por qué has venido
a verme, y no has abandonado a su infeliz suerte a la que te ha traído
semejante desventura?. ¡Cuán dichosa hubiera sido yo habiendo muerto antes de
recibir la noticia de haber perecido a manos de los partos Publio, mi primer
marido!. ¡Y cuán cuerda y avisada si por seguirle me hubiera, como lo intenté,
quitado la vida!. Quedé con ella para venir ahora a ser la ruina de Pompeyo
Magno.”
75.- Dícese que éstas fueron las voces en que
prorrumpió Cornelia, y que Pompeyo le respondió de esta manera: “Tú ¡oh
Cornelia!. No has conocido más que la buena fortuna, la que quizá te ha engañado
por haber permanecido conmigo más tiempo que el que tiene de costumbre; pero es
menester llevar esta suerte, pues que a todo está sujeta la condición humana, y
probar otra vez fortuna, no debiendo desesperar de recobrar lo pasado el que de
aquella altura ha descendido a esta bajeza”. Sacó Cornelia de la ciudad los intereses
y la familia, y habiendo salido los Mitileneos a saludar a Pompeyo, rogándole
que entrase en la población, no se prestó a ello, sino que les previno que
obedeciesen al vencedor, confiando en él, porque César era benigno y de buena
condición. Volviéndose después al filósofo Cratipo, que había bajado a verle,
le dirigió algunas expresiones, con que reprendía la Providencia, a las que
cedió Cratipo, procurando llamarle a mejores esperanzas por no hacerse molesto
e impertinente si entonces le contradecía. Porque se hubiera seguido
preguntarle Pompeyo sobre la Providencia y tener él que contestarle que las
cosas habían llegado a punto de ser absolutamente necesario que uno solo
mandase en el Estado a causa del mal gobierno, repreguntándole luego: “¿Cómo o con
qué pruebas se nos haría ver que tú ¡oh Pompeyo! usarías mejor de la fortuna si
hubieras sido el vencedor?”. Pero conviene dar de mano a estas cosas y a todo lo
que toca a los dioses.
76.- Tomando, pues, con sigo la mujer y los amigos,
continuó su viaje, arribando a los puntos que era necesario para proveerse de
agua y víveres, y siendo Atalia, de la Panfilia, la primera ciudad en que
entró. Llegáronle allí algunas galeras de la Cilicia y empezó a levantar
tropas, teniendo ya cerca de sí otra vez unos sesenta del orden senatorio.
Habiéndose anunciado que la escuadra se mantenía, y que Catón, habiendo reunido
muchos de los soldados, pasaba al África, empezó a lamentarse con sus amigos,
reprendiéndose de haberse dejado violentar para combatir con las tropas de
tierra, no empleando para nada el recurso mayor que sin disputa tenía, y de no
haberse aproximado a la armada, para tener prontas, si por tierra sufría algún
descalabro, unas fuerzas navales de tanta consideración: pues ni Pompeyo pudo
cometer mayor yerro, ni César valerse de medio más acertado que el de haber
trabado la batalla a tanta distancia de los socorros marítimos. Mas, en fin,
precisado a dar pasos y sacar algún partido del estado presente, a unas
ciudades envió embajadores, y pasando él mismo a otras recogía fondos y
tripulaba las naves; pero temiendo la celeridad y presteza del enemigo, no
fuera que le sobrecogiese antes de allegar los preparativos, andaba examinando
dónde podría hallar por lo pronto asilo y refugio. Puestos a deliberar, no
veían provincia que les ofreciese seguridad; por lo que hace a reinos, el mismo
Pompeyo indicó el de los partos como el más propio para recibirlos y
protegerlos mientras eran débiles, y para rehacerlos después y habilitarlos con
nuevas fuerzas. De los demás, algunos volvían la consideración hacia África y
el rey Juba; pero a Teófanes de Lesbo le parecía una locura, no distando el
Egipto más que tres días de navegación, no hacer cuenta de él ni de Tolomeo,
que, aunque todavía mocito, debía haber heredado la amistad y gratitud paterna,
e ir a entregarse en manos de los partos gente del todo desleal e infiel, y que
el mismo que no quería tener el segundo lugar respecto de un ciudadano romano,
su deudo, siendo el primero respecto de todos los demás, ni exponerse a probar
la moderación de aquél, hiciera dueño de su persona a un Arsácida, que no pudo
serlo de la de Craso mientras tuvo vida, y llevar una mujer joven de la casa de
los Escipiones a un país bárbaro, entre gentes que hacen consistir el poder en
el insulto y la disolución. Pues aunque nada sufriese, podía parecer que lo
había sufrido por haber estado entre gente por lo común desmandada, lo que es
terrible. Dícese que esto sólo fue lo que retrajo a Pompeyo de seguir la marcha
hacia el Éufrates, si es que ésta fue resolución de Pompeyo y no fue su mal
hado el que le inclinó a este otro camino.
77.- Luego que prevaleció el parecer de ir a
Egipto, dando la vela de Chipre en una trirreme seléucida con su mujer, y
siguiéndole los demás, unos con embarcaciones menores y otros en transportes,
hizo la travesía sin accidente alguno; pero habiendo sabido que Tolomeo se
hallaba en Pelusio haciendo la guerra a su hermana, hubo de detenerse, enviando
persona que anunciara al rey su llegada y le pidiera benigna acogida. Tolomeo
era muy jovencito, y Potino, que era el árbitro de los negocios, juntó en
consejo a los de mayor autoridad, que la tenían los que él quería, y les mandó
dijera cada uno su dictamen. ¡Era cosa bien triste que sobre la suerte de Pompeyo
Magno hubieran de decidir el eunuco Potino, Teódoto de Quío, llamado por su
salario para ser maestro de retórica, y el egipcio Aquilas. Porque estos
consejeros eran los principales entre los demás camareros y ayos, y Pompeyo,
que no tenía por digno de su persona ser deudor de su salud a César, estaba
esperando al áncora lejos de tierra la resolución de semejante senado. Los
pareceres fueron del todo opuestos, diciendo unos que se le desechase, y otros,
que se le llamara y recibiera; pero Teódoto, haciendo muestra de su habilidad y
pericia en la materia, demostró que ni en lo uno ni en lo otro había seguridad,
porque de recibirle tendrían a César por enemigo y a Pompeyo por señor, y de
desecharle incurrirían en el odio de Pompeyo por la expulsión, y en el de César
por tener todavía que perseguirle; así que lo mejor era mandarle venir y
matarle, pues de este modo servirían al uno y no tenían que temer al otro,
añadiendo con sonrisa, según dicen, que hombre muerto no muerde.
78.- Así se determinó, y Aquilas tomó a su cargo la
ejecución, el cual, llevando consigo a un tal Septimio, que en otro tiempo
fuera tribuno a las órdenes de Pompeyo, a otro que había sido centurión,
llamado Salvio, y tres o cuatro criados, se dirigió a la nave de Pompeyo.
Habían pasado y reunídose en ella los principales de su comitiva para estar
presentes a lo qué ocurriese, y cuando vieron que el recibimiento no era ni
regio ni brillante, como Teófanes se lo había hecho esperar, viniendo sólo unos
cuantos hombres en un barquichuelo de pescador, ya les pareció sospechosa la
poca importancia que se les daba y aconsejaron a Pompeyo sacara la nave a alta
mar hasta ponerse fuera de alcance; pero en esto, atracando ya el barquichuelo,
se levantó el primero Septimio, saludó en lengua romana a Pompeyo con el título
de emperador, y Aquilas, saludándole en griego, le instó para que pasase a su
barco, porque había mucho cieno y por allí no tenía para su galera bastante
profundidad el mar, y además abundaba de bancos de arena. Veíase al mismo
tiempo que se aprestaban algunas de las naves del rey y que se coronaban de
tropas la orilla; de manera que no les era dado huir aunque mudaran de
propósito, y, por otra parte, si tenían dañadas intenciones, con la
desconfianza defenderían su injusticia. Saludando, pues, a Cornelia, que muy de
antemano lloraba su muerte, dio orden de que se embarcara primero a dos
centuriones, a su liberto Filipo y un esclavo llamado Escita, y al darle la
mano Aquilas, volviéndose a su mujer y a su hijo, recitó aquellos yambos de
Sófocles: Quien al palacio del tirano fuere esclavo es suyo aun cuando libre
parta.
79.- Habiendo sido ésta las últimas palabras que
pronunció, descendió al barco, y como mediase bastante distancia desde la
galera a tierra, y ninguno de los que iban con él le hubieran dirigido siquiera
una expresión de agasajo, poniendo la vista en Septimio, “Paréceme- le dijo-
haberte conocido en otro tiempo siendo mi compañero de armas”; a lo que le
contestó bajando sólo la cabeza, sin pronunciar palabra ni poner siquiera buen
semblante; por tanto, como se guardase por todos un gran silencio, sacó Pompeyo
un libro de memoria y se puso a leer un discurso que había escrito en griego
para hacer uso de él con Tolomeo. Cuando arribaban a tierra, Cornelia, que,
llena de agitación e inquietud, había subido con los amigos de Pompeyo a la
cubierta de la nave, para ver lo que pasaba, concibió alguna esperanza al
observar que muchos de los cortesanos salían al desembarco como para honrarle y
recibirle. En esto, al tomar Pompeyo la mano de Filipo para ponerse en pie con
mayor facilidad, Septimio fue el primero que por la espalda le pasó con un
puñal, y enseguida desenvainaron también sus espadas Salvio y Aquilas. Pompeyo,
echándose la toga por el rostro con entrambas manos, nada hizo ni dijo indigno
de su persona, sino que solamente dio un suspiro, aguantando con entereza los
golpes de sus asesinos. Y habiendo vivido cincuenta y nueve años, al otro día
de su nacimiento terminó su carrera.
80.- Los de las naves, habiendo visto su muerte,
movieron un llanto que llegó a oírse desde la tierra, y levantando áncoras
huyeron con precipitación. Ayudábalos un recio viento cuando ya estaban en alta
mar, por lo que, aunque los egipcios quisieran perseguirlos, desistieron de su
propósito. Al cadáver de Pompeyo le cortaron la cabeza, arrojando el cuerpo
desnudo a tierra desde el barquichuelo y dejándolo que fuera espectáculo de los
que quisiesen verlo. Estúvose a su lado Filipo hasta que se cansaron de mirarlo;
después, lavándolo en el mar y envolviéndolo en una miserable ropa suya, por no
tener otra cosa, se puso a registrar por la orilla, y descubrió los despojos de
una lancha gastados ya por el tiempo, pero bastante todavía para la mezquina
hoguera de un cadáver, y aun éste no entero. Mientras los recogía y amontonaba,
hallándose allí cerca un romano ya de edad, que había hecho sus primeras
campañas con Pompeyo cuando todavía era joven: “¿Quién eres- le dijo- tú, que
tienes el cuidado de dar sepultura a Pompeyo Magno?”. Respondióle que un liberto
suyo: “Pues no has de ser tú solo continuó- el que le preste tan debido oficio:
admíteme a mí a la parte de este tan piadoso encuentro, para no tener tanto de
qué culpar a mi suerte en esta ausencia de la patria, gozando entre tantas
aflicciones el consuelo de tocar e incinerar con mis manos al mayor capitán que
ha tenido Roma”. Estos fueron los funerales de Pompeyo. Al día siguiente, Lucio
Léntulo, que sin saber nada de lo sucedido navegaba de Chipre y aportó a tierra,
luego que vio la hoguera de un cadáver, y que al lado de ella estaba Filipo, al
que aún no había conocido: “¿Quién es- dijo- el que cumplido su hado reposa en
esta tierra?. ¡Quizá tú- continuó- oh Pompeyo Magno!”; y habiendo desembarcado
de allí a poco le prendieron y dieron muerte. Así acabó Pompeyo. De allí a
breve tiempo llegó César al Egipto, que se había manchado con tales crímenes, y
al que le presentó la cabeza de aquel le tuvo por abominable, volviendo el
rostro por no verle; presentáronle también el sello, y al tomarlo lloró. Estaba
en él grabado un león con la espada en la mano. A Aquilas y Potino les hizo dar
muerte, y, habiendo sido el rey vencido en una batalla junto al río, no se
volvió a saber de él. A Teódoto el Sofista no le alcanzó la venganza de César,
porque huyó del Egipto, andando errante y aborrecido de todos; pero Marco
Bruto, en el tiempo en que mandó después de haber dado muerte a César, le
encontró en el Asia, y habiéndole hecho sufrir toda clase de tormentos le quitó
la vida. Las cenizas de Pompeyo fueron entregadas a Cornelia, que, llevándolas
a Roma, las depositó en el Campo Albano.
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