Sila fue elegido cónsul el año 88 antes de
Jesucristo; es decir, poco después de la revolución social y servil que Mario
había reprimido tan sanguinariamente. La elección, querida por los
conservadores, resultó un poco al margen de la Constitución y de la usanza, por
cuanto era la de un hombre que no había seguido un cursus honorum
regular.
Lucio Cornelio Sila procedía de la pequeña y
pobre aristocracia y siempre se había mostrado refractario a las dos grandes
pasiones de sus contemporáneos: la del uniforme militar y la de la toga de
magistrado. Había tenido una juventud disoluta. Se hizo mantener por una
prostituta griega más vieja que él, a la cual engañó y maltrató. No se había
ocupado jamás en política ni cosas serias y tal vez ni siquiera cursó estudios
regulares. Pero había leído mucho, conocía perfectamente la lengua y la
literatura griegas, y tenía un gusto refinado en cosas de arte.
Sus cualidades fundamentales, que eran
sobresalientes, acaso no hubiesen surgido nunca si, elegido no se sabe cómo
cuestor y destinado con el grado más o menos de capitán en el ejército de Mario
en Numidia, no se hubiese encontrado directamente implicado en la liquidación
de Yugurta. Fue él, en efecto, quien persuadió al rey de los moros, Boco,
a que le entregase al usurpador. Era una brillante operación que coronaba las
ya realizadas empuñando la espada. Sila se había mostrado un magnífico
comandante, sereno, sagaz, valerosísimo y con gran ascendiente sobre sus
soldados. Había tomado interés por la guerra y se divertía en ella porque
entrañaba juego y riesgo, dos cosas que siempre le habían agradado. Por esto
siguió a Mario también en las campañas contra teutones y cimbros, contribuyendo
poderosamente a sus victorias.
De vuelta a Roma en 99 con esos
méritos en su activo, hubiera podido muy bien optar a magistraturas más altas.
En cambio, nada: se había aburrido. Y durante cuatro años se sumió en la vida
de antes entre prostitutas, gladiadores de Circo, poetas malditos y actores sin
dinero. Luego de improviso, se presentó candidato a la pretura y fue derrotado.
Entonces, roído por el orgullo que en él ocupaba el sitio de la ambición,
concurrió como edil, fue elegido y encantó a los romanos ofreciéndoles, en el
anfiteatro, el espectáculo del primer combate entre leones. Al año siguiente
era, naturalmente, pretor; y como tal tuvo el mando de una división en
Capadocia para reponer en el trono a Ariobarzanes, desposeído por Mitridates.
Con la victoria, trajo a Roma un gran botín. Pero más grande parece que fue el
que se había embolsado. Estaba cansado de deudas y, antes de depender de un
partido, prefería financiarse por su cuenta las campañas electorales. En
efecto, no estaba adscrito a ninguno. Habiendo nacido aristócrata, pero pobre,
sentía la misma indiferencia y el mismo desprecio por la aristocracia que le
había «aupado» que por la plebe que le consideraba de los suyos. Había vivido
siempre para sí mismo, en compañía de gentes al margen de la política. Y su
litigio con Mario no se debió a cuestiones políticas, sino sólo porque se había
hecho regalar por Boco un bajorrelieve de oro en el que figuraba el rey de los
moros entregando Yugurta a él, Sila, en vez de a Mario. Miserias, como se ve.
Sila se presentó al consulado de 88, no para
hacer política, sino para tener el mando del ejército que se estaba aprontando
contra Mitridates en la misma turbulenta provincia de Asia Menor, donde ya
había combatido contra Ariobarzanes de Capadocia.
Y ganó a causa, sobre todo,
de las mujeres. En efecto, se divorció, cubriéndola de regalos, de su tercera
mujer, Clelia, para casarse con una cuarta: Cecilia Metela,
viudad de Escauro e hija de Metelo el Dálmata, pontífice máximo y príncipe,
esto es, presidente del Senado. Por este parentesco con una de sus más poderosa
familias, la aristocracia comenzó a ver en Sila a su propio adalid. Y favoreció
su elección, asignándole en seguida el codiciado mando.
El tribuno Sulpicio Rufo trató de
invalidar este nombramiento y propuso a la Asamblea transferirlo, a Mario
quien, pese a sus setenta años, todavía solicitaba puestos, cargos y honores.
Pero Sila no era un hombre dispuesto a renuncias. Corrió a Nola, donde se
estaba organizando el Ejército. Y, en vez de embarcarlo para Asia Menor, lo
condujo sobre Roma, donde Mario había improvisado otro para resistirle. Sila
venció fácil y rápidamente, Mario huyó a África y Sulpicio fue muerto por un
esclavo suyo. Sila expuso la cabeza decapitada en las rostras y recompensó al
asesino libertándolo primero a cambio del servicio prestado y matándole después
a cambio de la traición cometida.
Después de esta primera restauración no hubo
represalias, o fueron pocas. Con sus treinta y cinco mil hombres acampados en
el Foro, Sila proclamó que en adelante ningún proyecto de ley podía ser
presentado a la Asamblea sin el previo consenso del Senado y que el voto en los
comicios tenía que ser dado por centurias, según la vieja Constitución
serviana. Después, tras haberse hecho confirmar el mando militar con el título
de procónsul, permitió la elección de dos cónsules para el despacho de los
asuntos en la patria; el aristócrata Cneo Octavio y el plebeyo Cornelio
Cinna. Y partió para la empresa que le atraía.
No avistaba todavía las costas griegas,
cuando ya Octavio y Cinna andaban a la greña. Y detrás de ellos, entraban en
liza por las calles los conservadores, optimates, de una parte, y los
demócratas o populares,de la otra. La guerra social y servil de dos años
antes desembocaba en la guerra civil. Octavio venció y Cinna huyó, pero en un
solo día se habían amontonado sobre los empedrados de la Urbe más de diez mil
cadáveres.
Mario se dispuso a regresar precipitadamente
de África para unirse a Cinna, que recorría las provincias —para incitarlas a
la sublevación. Melodramáticamente se presentó con una toga hecha jirones,
sandalias deterioradas, barba larga y las cicatrices de sus heridas bien a la
vista. Y en un abrir y cerrar de ojos reunió un ejército de seis mil hombres,
casi todos esclavos, con los que marchó sobre la capital, quedada ya sin
defensa. Fue una matanza.
Octavio aguardó la muerte con calma, sentado en su
sillón de cónsul. Las cabezas de los senadores, izadas en picas, fueron
paseadas por las calles. Un tribunal revolucionario condenó a millares de
patricios a la pena capital. Sila fue declarado desposeído del mando, todas sus
propiedades quedaron confiscadas y todos sus amigos, fueron muertos. Se salvó
solamente Cecilia porque logró huir y reunirse con su marido en Grecia.
Bajo el
nuevo consulado de Mario y Cinna, el terror continuó implacable durante un año.
Buitres y perros se comían por las calles los cadáveres a los que se les.
negaba sepultura. Los esclavos liberados siguieron saqueando, incendiando y
robando hasta que Cinna, con un destacamento de soldados galos, los aisló,
rodeó y degolló a todos. Por primera vez en la historia de Roma se emplearon
tropas extranjeras para restablecer el orden en la ciudad.
Fueron éstas las últimas hazañas de Mario,
que murió en plena carnicería, roído por el alcohol, los rencores, los
complejos de inferioridad y las ambiciones defraudadas que se la habían
inspirado. Lástima, para un capitán tan grande, que, antes de sumirla en la
guerra civil, había salvado muchas veces a la patria.
Quedaba Cinna, ahora prácticamente dictador,
pues Valerio Flaco, elegido para el puesto de Mario, fue enviado con
doce mil hombres a Oriente para deponer a Sila.
Incomunicado con la madre patria, éste se
encontraba sitiando Atenas que se había aliado con Mitrídates, el cual venía de
Asia con un ejército cinco veces mayor. Era una situación casi desesperada, que
podía convertirse en sin salida, si él se dejaba sorprender bajo las murallas
de la ciudad por Mitrídates y por Flaco a un tiempo. Mas en Sila, decía quien
le conocía, dormitaban juntos un león y un zorro, y el zorro era mucho más
peligroso que el león. Cierto número de «milagros», que él mismo había
expresamente provocado, habían convencido a sus soldados de que era un dios y,
como tal, infalible.
Era tan sólo, se comprende, un formidable general que
conocía perfectamente a los hombres y los medios para explotarles, con frío y
lúcido cálculo, la fuerza y las debilidades. Quedado sin ayuda de dinero, se
había allegado la soldada para sus tropas, permitiendo que éstas saquearan
Olimpia, Epidauro y Delfos. Pero siempre acto seguido, había restablecido la
disciplina. La inexpugnable Atenas fue tomada por sorpresa al asalto. Y Sila
recompensó a sus soldados dejándoles la ciudad a su merced. No se sabe
cuánta gente mataron —dice Plutarco—. Pero la sangre corrió a ríos por
las calles e inundó los suburbios.
Después de días y más días de matanza, Sila,
que con todo su amor por Grecia, su cultura y su arte asistió a ella con
absoluta indiferencia, dijo que en nombre de los muertos había que perdonar a
los supervivientes. Reagrupó las falanges y las condujo contra el ejército de
Mitrídates que avanzaba sobre Queronea y Orcómenos. Le derrotó en una magistral
batalla, y persiguió los restos a través del Helesponto hasta el corazón del
Asia. Y cuando se disponía a aniquilar definitivamente las últimas fuerzas
enemigas, sobrevino Flaco con la orden de sustituirle en el mando.
Los dos generales celebraron una entrevista.
Y al final de la conversación, Flaco no sólo había renunciado a cumplir las
órdenes, sino que se puso espontáneamente bajo las de Sila. Su lugarteniente
Fimbria intentó rebelarse. Y entonces Sila ofreció una ventajosa paz a Mitrídates,
garantizándole respetar su reino dentro de los antiguos confines, y exigiendo
solamente, como indemnización, ochenta naves y dos mil talentos, con los que
pagar a la tropa y conducirla de nuevo a la patria. Luego marchó hacia Lidia al
encuentro de Fimbria, mas no tuvo necesidad de luchar con él, pues la tropa,
apenas le vio, se unió a la suya, tal era ya el prestigio del nombre de Sila. Y
Fimbria, al verse solo, se mató.
Sila volvió sobre sus pasos sin descuidar el
saqueo de tesoros ni de exprimir dinero en todas las provincias por que pasaba.
Atravesó Grecia, embarcó su ejército en Patrás y el año 83 llegó a Brindisi.
Cinna, que se precipitó a su encuentro para detenerlo, fue muerto por sus
soldados. En Roma estalló la revolución.
Sila traía al Gobierno un pingüe botín;
quince mil libras de oro y cien mil de plata. Pero el Gobierno, todavía en
manos de los populares guiados por el hijo de Mario, Mario el Joven,
le proclamó enemigo público y mandó a su encuentro un ejército para combatirle.
Muchos aristócratas huyeron de la Urbe para unirse a Sila. Uno de ellos, Cneo
Pompeyo, considerado como el más brillante adalid de la «juventud dorada»,
le aportó un pequeño ejército personal, compuesto exclusivamente de amigos,
clientes y siervos de la familia.
En combate, Mario el Joven fue
estrepitosamente derrotado. Mas, antes de huir a Preneste, dio orden a sus
partidarios de que mataran a todos los partídarios que todavía quedaban en la
capital. El pretor convocó al Senado, como era su derecho. Y los senadores
señalados en la «lista negra» fueron degollados en sus sillones. Después, los
asesinos desalojaron la ciudad para reunirse con Mario y las demás fuerzas
populares que se disponían a jugar la última carta contra Sila.
La batalla de
la Puerta Colina fue una de las más sangrientas de la Antigüedad. De los cien mil
y pico de hombres de Mario, más de la mitad yacieron sobre el terreno. Ocho mil
prisioneros fueron degollados sin discriminación. Y las cabezas decapitadas de
los generales, izadas en picas, fueron llevadas en procesión bajo los muros de
Preneste, último bastión de la resistencia popular, que poco después se rindió.
Mario se había matado, ya. También su cabeza fue cortada, mandada a Roma e
izada en el Foro.
El triunfo que la capital dispensó a Sila el
27 y 28 de enero del -81 fue inmenso. El general iba seguido por el cortejo
entusiasta de los proscritos por Mario, todos con coronas de flores en la
cabeza, que le aclamaban como padre y salvador de la patria. Y los soldados no
se mofaban esa vez de su capitán; lanzaban hosannas. Sila celebró los sacrificios
de ritual en el Capitolio y después arengó a la muchedumbre en el Foro
refiriendo con hipócrita modestia la increíble serie de éxitos que le habían
conducido hasta allí y atribuyéndolos solamente a la suerte, en honor de la
cual pidió, o, mejor impuso, que se le reconociese el título de felix,
que, literalmente, quería decir feliz, pero que en aquel caso significaba
besado por el destino, ungido por el Señor, en una palabra «el hombre de la
Providencia». El pueblo se inclinó y, en gratitud, decidió erigirle la primera
estatua ecuestre, de bronce dorado, que se había visto en Roma, donde jamás se
toleró que nadie fuese representado más que a pie.
No fue ésta la única novedad que Sila
introdujo para subrayar lo absoluto de sus poderes. Fue el verdadero inventor
del «culto a la personalidad». Hizo acuñar nuevas monedas con su perfil e
introdujo en el calendario, como obligatorias, las «fiestas de la victoria de
Sila». Desde lo alto de su totalitarismo de dictador, trató a Roma como a una
ciudad cualquiera conquistada, dejándola bajo la guardia de su ejército en
armas y sometiéndola a la más feroz represión. Cuarenta senadores y dos mil
seiscientos caballeros que se habían puesto de parte de Mario fueron condenados
a muerte y ajusticiados. Premios equivalentes de hasta cinco millones de liras
fueron otorgados a quienes entregaban, vivo o muerto, un proscrito fugitivo.
El
Foro y las calles se adornaron con cabezas decapitadas, alegremente, como hoy
se hace con globos de colores. Maridos —dice Plutarco— fueron
degollados en brazos de sus mujeres e hijos entre los de sus madres. Hasta
muchos de los que trataron de contemporizar sin tomar partido por nadie fueron
suprimidos o deportados, especialmente si eran ricos; Sila tenía necesidad de
sus patrimonios para cebar a sus soldados. Uno de los sospechosos era un
jovenzuelo llamado Cayo Julio César, que, sobrino de Mario por parte de
la mujer de éste, rehusó renegar de su tío. Algunos amigos se interpusieron y
el joven salió del paso con una condena a confinamiento. Al firmar la
sentencia, Sila dijo, como para sus adentros: «Cometo una tontería, porque en
ese chico hay muchos Marios.» A pesar de lo cual, la firmó igualmente.
Pocos días después de haberse instalado
definitivamente en el poder, Sila se enfrentó, en una ceremonia pública, con el
gesto de insubordinación de uno de sus más fieles lugartenientes, Lucrecio
Ofelia, el conquistador de Preneste, un bravo soldado, pero fanfarrón e
indisciplinado. Delante de las tropas, que, sin embargo, le adoraban, Sila le
hizo apuñalar por un guardia, como Hitler habría de hacer, dos mil años más
tarde, con Roehm y Stalin, con docenas de amigos suyos. Era la señal de la
«normalización».
Sila gobernó como autócrata durante dos
años. Para colmar los vacíos provocados por la guerra civil en la ciudadanía,
concedió ese derecho a extranjeros, sobre todo españoles y galos. Distribuyó
tierras a más de cien mil veteranos, especialmente en Cumas, donde él mismo
poseía una finca. Para desanimar el urbanismo, abolió las distribuciones gratuitas
de trigo. Rebajó el prestigio de los tribunos y restableció la regla de los
diez años de intervalo para quien concurriera por segunda vez al consulado. Dio
sangre nueva al Senado, vaciado por las matanzas, con trescientos nuevos
miembros de la gran burguesía fieles a él; y le restituyó todos los derechos y
privilegios de que había gozado antes de los Gracos. Era verdaderamente una
«restauración aristocrática». La llevó a fondo y licenció al Ejército,
decretando que a partir de entonces ninguna fuerza armada podía apostarse más
en Italia. Después, considerando concluida su misión, y en medio del pasmo
general, volvió a poner sus poderes en manos del Senado, restableciendo el
gobierno consular. Y, como un particular cualquiera, se retiró a su villa de
Cumas.
A la sazón, Cecilia Metela había muerto ya.
Enfermó poco después del triunfo de su marido, quien, como se trataba de una
dolencia infecciosa, la hizo trasladar a otra casa donde dejó que reventara
como un perro sarnoso.
Poco antes de la abdicación, Sila, ya sobre
la sesentena, había conocido a Valeria, una hermosa muchacha de veinticinco
años. El azar la puso a su lado, en el Circo. Ella vio un pelo en la toga del
dictador y se lo quitó. Sila se volvió a mirarla, asombrado primeramente por su
osadía y después por su primorosa belleza. «No te preocupes, dictador —le dijo
ella—, también yo quiero participar, aunque sea por un pelo, de tu suerte.» Al
parecer, fue el único amor desinteresado y verdadero de Sila, demasiado egoísta
para alimentar esos sentimientos. Casóse con ella poco después y nadie puede
saber cuánto influyó sobre sus propósitos de abdicación el deseo de gozar
plenamente de aquella joven y bella esposa.
El día en que, depuesto el poder y las
insignias de mando, volvió a casa como un particular cualquiera, en medio del
aterrorizado y empavorecido silencio de los transeúntes, uno de éstos se puso a
seguirle, injuriándole. Sila no se volvió, ni menos cuando el marrano le
dirigió un grosero ademán. Sólo dijo a los pocos amigos que le acompañaban:
«¡Qué imbécil! Después de ese ademán, no habrá ya dictador en el mundo
dispuesto a abandonar el poder.»
Pasó los últimos dos años de su vida
haciendo el amor con Valeria, cazando, discuriendo de filosofía con los amigos
y escribiendo sus Memorias, que nos han llegado sólo a trozos. El
«feliz» parece ser que lo fue de veras en aquel crepúsculo de su existencia,
que había sido plena y sin decepciones ni lamentos (no era capaz de
remordimientos), tal como la habla soñado al asomarse a ella. Entre sus
veteranos de Cumas, permaneció lúcido y vigoroso hasta el último día,
dirimiendo sus controversias con su habitual manera imperiosa y expedita.
Cuando un tal Granio le desobedeció a propósito de no sé qué bagatela, le hizo
acudir a su habitación y estrangular por los siervos, como en los tiempos en
que era dictador. Su orgullo y su prepotencia no menguaron ni siquiera cuando
se vio cara a cara con la muerte, que llamaba a su puerta en forma de una
úlcera maligna que tal vez fuese cáncer. Con sus ojos celestes y fríos bajo la
cabellera dorada, con aquel rostro pálido que semejaba «una baya de morera
salpicada de harina», como decía Plutarco, siguió ocultando sus sufrimientos
bajo una sonrisa alegre y palabras jocosas. Antes de expirar, dictó su propio epitafio;
«Ningún amigo me ha hecho favores, ningún
enemigo me ha inferido ofensa, que yo no haya devuelto con creces.»
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