El
alma, el alma, que los griegos consideraban del género femenino. A Catón le
parecía adecuado, oyendo los ruidos de la tormenta, que el mundo natural se
hiciera eco de la tempestad desatada dentro de su... ¿corazón?, ¿su mente?, ¿su
cuerpo? Ni siquiera eso sabemos, así que ¿cómo podemos saberlo todo acerca del
alma, su pureza o su falta de pureza? ¿su inmortalidad? Necesito que
me la demuestren, que me la demuestren más allá de cualquier sombra de duda.
MARCO PORCIO CATÓN DE UTICA ANTES DE DARSE MUERTE
( ESCULTURA DE
JEAN-BAPTISTE ROMAN Y FRANÇOIS RUDE )
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A
la luz de varios candiles múltiples, se sentó en una silla y, desenrollando el
pergamino, leyó lentamente el texto griego; para Catón, siempre era más fácil
separar las palabras en griego que en latín, no sabía por qué. Leyó las
palabras de Sócrates mientras formulaba a Simmias una de sus famosas preguntas;
Sócrates enseñaba haciendo preguntas.
-¿Creemos
en la muerte?
-Sí
-dijo Simmias.
-La
muerte es la separación del alma y el cuerpo. Estar muerto es el resultado
final de esta separación.
Sí,
sí, sí, así debe ser. Lo que soy es más que un simple cuerpo, lo que soy
contiene el fuego blanco de mi alma, y cuando mi cuerpo muera, mi alma será
libre. Sócrates, Sócrates, tranquilízame. Dame la fuerza y la resolución para
hacer lo que debo hacer.
-Para
gozar del conocimiento puro, debemos despojarnos de nuestros cuerpos... el alma
está hecha a imagen de dios, y es inmortal, y posee inteligencia, y es
uniforme, y no cambia. Es inmutable. El cuerpo, por el contrario, está hecho a
imagen del género humano. Es mortal. Carece de inteligencia, adopta muchas
formas y se desintegra. ¿Puedes negarlo?
-No.
-Así
pues, si lo que digo es verdad, el cuerpo debe entrar en decadencia, pero el
alma no.
Sí,
sí, Sócrates tiene razón, el alma es inmortal. No se disolverá cuando muera mi
cuerpo.
Experimentando
una gran sensación de alivio, Catón dejo el libro en su regazo y miró la pared,
buscando su espada. Al principio pensó que lo que veía era efecto del vino,
pero al cabo de un momento sus ojos mortales, tan llenos de falsas visiones,
reconocieron la verdad: su espada había desaparecido. Dejó el libro en la
mesilla de noche y se levantó para golpear un gong de cobre con un mazo. El
sonido retumbó en la oscuridad, desgarrada por un rayo, realzada por un trueno.
Acudió
un criado.
-¿Dónde
está Prognantes? -preguntó Catón.
-La
tormenta domine,
la tormenta. Sus hijos están llorando.
-Mi
espada ha desaparecido. Trae mi espada de inmediato. El criado inclinó la
cabeza y se marchó. Al cabo de un rato Catón volvió a golpear el gong.
-Mi
espada ha desaparecido. Tráela de inmediato.
Esta
vez el hombre pareció asustado; asintió con la cabeza y se fue apresuradamente.
Catón
cogió el Fedón y
siguió leyéndolo hasta el final, pero las palabras no le afectaban. Golpeó el
gong una tercera vez.
-¿Sí,
domine?
-Reúne
a todos los criados en el atrio, incluido Prognantes.
Los
recibió allí y miró airado a su mayordomo.
-¿Dónde
está mi espada, Prognantes?
-Domine,
la hemos buscado por todas partes, pero no aparece.
Catón
se movió tan deprisa que en realidad nadie lo vio avanzar a zancadas y golpear a
Prognantes; sólo se oyó el contacto de su puño contra la maciza mandíbula del
mayordomo. Éste se desplomó inconsciente, pero ningún criado fue a ayudarlo;
los demás, temblando, se limitaron a mirar fijamente a Catón.
De
pronto irrumpieron en el atrio el joven Catón y Estatilo.
-¡Padre,
por favor, por favor! -exclamó el joven Catón, sollozando y abrazando a su
padre.
Catón
lo apartó de sí como si apestara.
-¿Acaso
estoy loco, Marco, para que me niegues la posibilidad de protegerme contra
César? ¿Consideras que he perdido mis facultades mentales para atreverte a
despojarme de mi espada? No la necesito para quitarme la vida, si eso es lo que
te preocupa; quitarme la vida es fácil. Me basta con contener la respiración o
golpearme la cabeza contra una pared. Mi espada es mi derecho.
¡Tráeme
la espada!
El
hijo huyó sollozando desesperadamente mientras cuatro de los criados se
llevaban el cuerpo inanimado de Prognantes. Sólo dos de los esclavos de menor
rango se quedaron.
-Traedme
la espada -les dijo.
Un
ruido de arrastre precedió la llegada de la espada: la lluvia había amainado y
producía sólo un suave murmullo; la tormenta se alejaba mar adentro. Un niño de
corta edad llevaba el arma a rastras tenazmente, sujetando la empuñadura de
marfil en forma de águila con las dos manos, mientras que la punta rozaba
contra el suelo. Catón se inclinó y la cogió, verificando el filo. Seguía afilada.
-Vuelvo
a ser el de siempre -declaró, y regresó a sus aposentos.
Ya
podía releer el Fedón y
comprender su significado. ¡Ayúdame, Sócrates! ¡Demuéstrame que mis temores son
innecesarios!
-Aquellos
que aman el conocimiento saben que sus almas están unidas al cuerpo sólo como si
estuvieran pegadas con cola o sujetas con alfileres. En cambio, aquellos que no
aman el conocimiento no saben que cada placer, cada dolor, es una especie de
clavo que fija el alma al cuerpo como un remache, de modo que emula al cuerpo y
cree que todas sus verdades surgen del cuerpo... ¿Existe lo contrario de la
vida?
-Sí.
-¿Qué
es?
-La
muerte.
-¿Y
cómo llamamos a aquello que no muere?
-Inmortal.
-¿Muere
el alma?
-No.
-¿El
alma es inmortal, pues?
-Sí.
-El
alma no puede perecer cuando muere el cuerpo, ya que el alma no admite la
muerte como parte de sí misma.
Ahí
está, manifiesta, la verdad de todas las verdades.
Catón
enrolló y ató el pergamino del Fedón. Lo besó, se acostó en su cama y se sumió
en un sueño profundo mientras el rumor de la tormenta se desvanecía hasta
convertirse en una calma absoluta.
En
plena noche lo despertó un dolor punzante en la mano derecha; se la contempló
con consternación y luego golpeó el gong.
-Manda
a buscar al médico Cleantes -dijo al criado-. Y pídele a Butas que venga a
verme.
Su
agente llegó con sospechosa celeridad; Catón lo observó con ironía,
comprendiendo que como mínimo una tercera parte de los ciudadanos de Utica
sabían que su prefecto había pedido su espada.
-Butas,
ve al puerto y asegúrate de que quienes intentan subir a bordo de las naves
están bien.
Butas
obedeció. Al salir se detuvo para susurrarle a Estatilo:
-No
puede estar pensando en el suicidio; está demasiado preocupado por el presente.
Son imaginaciones vuestras.
En
la casa todos se alegraron, y Estatilo, que estaba a punto de ir a buscar a
Lucio Gratidio, cambió de idea. A Catón no le gustaría que le mandara a un
centurión para implorarle.
Cuando
llegó Cleantes, Catón le tendió la mano derecha.
-Me
la he roto -dijo-. Entablíllamela para que pueda usarla.
Mientras
Cleantes realizaba aquella labor casi imposible, Butas regresó para informar a Catón
de que la tormenta había causado estragos en los barcos y muchos refugiados se
hallaban en un estado de confusión.
-Pobre
gente -dijo Catón-. Vuelve al amanecer y ponme de nuevo al corriente, Butas.
Cleantes
carraspeó.
-He
hecho lo que he podido, domine,
pero ¿puedo quedarme en tu casa un rato más? Me han dicho que el mayordomo
Prognantes sigue inconsciente.
-¡Ah,
ése! Su mandíbula es como su nombre indica: un saliente de roca. Me ha roto la
mano, un lamentable inconveniente. Sí, ve y atiéndelo si es necesario.
Estaba
despierto cuando Butas le informó al amanecer de que la situación en el muelle
se había apaciguado. Cuando el agente se marchó, Catón se tendió en la cama.
-Cierra
la puerta, Butas -ordenó.
En
cuanto la puerta se cerró, cogió la espada, que había dejado apoyada contra el
cabezal de su estrecha cama e intentó colocarla en la posición tradicional
empujándola hacia arriba por debajo de la caja torácica para hundirla en el
pecho justo a la izquierda del esternón. Pero la mano rota se negó
a obedecerle, aun después de que se arrancara la tablilla. Finalmente se limitó
a clavarse la hoja en el vientre tan alto como le fue posible y la movió de
lado a lado para ensanchar la herida en la pared abdominal. Mientras gemía e
hincaba el arma, decidido a acabar consigo, para liberar su alma pura e
inmaculada, de pronto su cuerpo traidor se adueñó de su voluntad y empezó a
sacudirse violentamente. Catón cayó de la cama y lanzó un ábaco contra el gong,
que sonó ruidosamente.
Cuantos
vivían en la casa corrieron hacia allí de todas direcciones, con el hijo de
Catón a la cabeza, y encontraron a Catón en el suelo en medio de un charco de
sangre cada vez mayor, sus entrañas esparcidas alrededor en humeantes montones.
Tenía los ojos abiertos de par en par pero no veían nada.
El
joven Catón gritó histéricamente, pero Estatilo, demasiado conmocionado para
hacer nada, vio parpadear a Catón.
-¡Está
vivo! ¡Está vivo! ¡Cleantes, está vivo!
El
médico estaba ya arrodillado junto a Catón; lanzó una mirada furiosa a
Estatilo.
-¡Ayúdame,
idiota! -bramó.
Juntos
recogieron los intestinos de Catón y volvieron a introducírselos en el abdomen;
Cleantes iba maldiciendo y empujando, finalmente sacudió la masa de entrañas
hasta que quedó bien alojada y pudo unir fácilmente los bordes de la herida. A
continuación cogió su aguja curva y un poco de hilo limpio y cosió firmemente
la espantosa raja con docenas de puntos muy seguidos.
-Es
tan fuerte que quizá viva -dijo, levantándose para examinar su trabajo-. Todo
depende de la cantidad de sangre que haya perdido. Gracias a Asclepio que está
inconsciente.
( C. McC. )
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