¡Sigo
teniendo problemas con los judíos, César! La última vez que te escribí estaba planeando
reunirme con los dos hijos de la reina en Damasco, cosa que hice la primavera
pasada. Hircano me impresionó y me pareció más apropiado que Aristóbulo, pero
no quise que supieran a cuál de los dos prefería yo hasta que me hubiera
ocupado de ese viejo granuja, el rey Aretas de Nabatea. Así que envié a los
hermanos de vuelta a Judea bajo órdenes estrictas de mantener la paz hasta que
supieran cuál era mi decisión: no quería que el hermano perdedor empezase a
intrigar a mis espaldas mientras yo marchaba sobre Petra.
Pero
Aristóbulo supuso cuál era la respuesta correcta, que yo pensaba entregarle el
lote a Hircano, así que decidió prepararse para la guerra. No es muy listo,
pero claro, supongo que todavía no me tenía tomadas las medidas. Pospuse la
expedición contra Petra y marché hacia Jerusalén. Monté el campamento para
rodear por completo la ciudad, que está muy bien fortificada y naturalmente
bien situada para la defensa: valles rodeados de precipicios alrededor de la
ciudad y otros accidentes del terreno por el estilo.
No
bien hubo visto Aristóbulo aquel magnífico ejército de romanos acampado en las colinas
que rodean la ciudad, vino corriendo a ofrecerme la rendición. Junto con varios
asnos cargados hasta los topes con bolsas llenas de monedas de oro. Muy amable
por su parte el ofrecérmelas, le dije, pero, ¿no comprendía que había echado a
perder mis planes de campaña y le había costado a Roma una cantidad de dinero
mucho mayor que la que contenían sus bolsas? Le expliqué que se lo perdonaría
todo si él accedía a pagarme los gastos que supone trasladar tantas legiones
hasta Jerusalén. Eso, le dije, haría que yo no tuviera que saquear el lugar
para encontrar dinero con que sufragar dichos gastos. Me complació de muy buen
grado.
Envié
a Aulo Gabinio a recoger el dinero y a ordenar que abrieran las puertas de la ciudad,
pero los seguidores de Aristóbulo optaron por resistirse. No quisieron abrirle
las puertas a Gabinio e hicieron algunas cosas muy groseras encima de las
murallas, un modo como cualquier otro de decir que iban a desafiarme. Yo retuve
a Aristóbulo e hice avanzar al ejército. Aquello hizo que la ciudad se rindiera,
pero no una parte de ella, donde se alza ese imponente templo, aunque más bien
habría que llamarlo fortaleza. Unos cuantos miles de intransigentes se hicieron
fuertes allí y se negaron a salir. Es un lugar difícil de tomar, y a mí nunca me
ha entusiasmado el asedio. Sin embargo había que darles una lección, y se la
di. Resistieron durante tres meses, luego me aburrí y tomé el lugar. Fausto
Sila fue el primero en pasar por encima de las murallas; muy bonito en un hijo
de Sila, ¿verdad? Buen chico. Pienso casarlo con mi hija cuando volvamos a
casa, ella ya tendrá edad suficiente para cuando llegue ese momento. ¡Qué
capricho tener al hijo de Sila como yerno! He subido en el mundo de lo lindo.
El
templo era un lugar interesante, nada parecido a los nuestros. Ni estatuas ni
nada de eso, y parece que te gruña cuando estás dentro. ¡Te digo que me puso
los pelos de punta! Leneo y Teófanes -echo de menos terriblemente a Varrón-
querían ir detrás de esa cortina y entrar en lo que ellos llaman el Sancta Sanctorum.
También querían entrar Gabinio y algunos otros. Seguro que está lleno de oro,
decían. Bueno, lo estuve pensando, César, pero al final dije que no. Nunca puse
los pies allí dentro, ni dejé que los pusiera nadie. Pero para entonces ya les
había tomado las medidas yo a ellos. Un pueblo realmente muy extraño. Como para
nosotros, la religión forma parte del Estado también para ellos, pero son muy
diferentes de nosotros en ese aspecto. Yo diría que son fanáticos
religiosos, en realidad. Así que di órdenes para que nadie los ofendiera en cuestión
de religión, desde los soldados rasos hasta mis legados de más categoría. ¿Por
qué remover un avispero cuando lo que yo quiero de una punta a la otra de Siria
es paz, orden y reyes clientes obedientes a Roma, sin trastocar las costumbres
locales ni las tradiciones? Cada lugar tiene su mos maiorum.
Instauré
a Hircano como rey y sumo sacerdote a la vez, e hice prisionero a Aristóbulo. Eso
es porque conocí a Antípatro, el príncipe idumeo, en Damasco. Un tipo muy interesante.
Hircano no resulta impresionante, pero confío en Antípatro para que lo
maneje... en la dirección conveniente para Roma, desde luego. Ah, sí, no se me
olvidó informarle a Hircano de que él no está ahí por la gracia de su dios,
sino por la gracia de Roma; que él no es más la marioneta de Roma y que estará
siempre debajo del pulgar del gobernador de Siria. Antípatro me sugirió que le
endulzase esa taza de vinagre diciéndole a Hircano que debería canalizar la
mayor parte de sus energías en el sumo sacerdocio... ¡Muy inteligente, ese
Antípatro! Y me pregunto, ¿sabrá él que yo estoy al corriente de cuanto poder
civil ha usurpado sin levantar siquiera un dedo para guerrear?
No
dejé Judea exactamente tan grande como era antes de que esos dos hermanos tan tontos
atrajesen mi atención hacia ese lugar insignificante. A todos los lugares en
los cuales los judíos eran minoría los obligué a formar parte oficialmente de
la provincia romana de Siria: Samaria, las ciudades costeras, desde Jope a
Gaza, y las ciudades griegas de la Decápolis, todas ellas consiguieron la
autonomía y se convirtieron en sirias.
Todavía
sigo poniendo orden, pero parece que por fin esto toca a su fin. Espero estar
de regreso en casa a finales de este año. Lo cual me lleva al tema de los
deplorables acontecimientos del año pasado y principios de éste. En Roma, me
refiero. César, no puedo agradecerte bastante la ayuda que le has prestado a
Nepote. Tú lo intentaste, pero... ¿por qué tuvimos que permitirle a ese pelma
mojigato de Catón que ocupase su cargo? Lo ha echado todo a perder. Y, como
sabes, no me queda ni un solo tribuno de la plebe que valga la pena ni para
mear encima de él. ¡Ni siquiera puedo encontrar uno para el año que viene!
Me
llevo conmigo a casa verdaderas montañas de botín, el Tesoro no tiene sitio ni
para empezar a dar cabida a la parte de ese botín que le corresponde a Roma. A
las tropas, sólo en primas, les han correspondido dieciséis mil talentos. Por
ello me niego rotundamente a hacer lo que siempre he hecho en el pasado,
conceder a mis soldados la ocupación de tierras de mi propiedad. Esta vez Roma
puede darles las tierras. Ellos se lo merecen, y Roma se lo debe. Así que aunque
muera en el intento, me encargaré de que reciban tierras del Estado. Confío en
que tú hagas lo que puedas al respecto, y si por casualidad tienes a algún
tribuno de la plebe que se incline a pensar como tú, con gusto compartiría lo
que costase contratarle. Nepote dice que va a haber una gran pelea a causa de
las tierras, y no es que yo no me lo esperase. Hay demasiados hombres poderosos
que tienen alquiladas tierras públicas para sus latifundia. Algo que demuestra muy poca vista por parte del Senado.
Por
cierto, he oído un rumor y me pregunto si tú también lo habrás oído. Que Mucia está
siendo una niña mala. Le pregunté a Nepote, y se subió tanto por las ramas que
me pregunté si volvería a bajar alguna vez. Bueno, los hermanos y las hermanas
tienden a hacer bando juntos, así que es natural que a él no le gustase mi
pregunta. De todos modos, estoy haciendo investigaciones. Si hay algo de verdad
en ello, adiós a Mucia. Ha sido una buena esposa y madre, pero no puedo decir
que la haya echado mucho de menos desde que me marché.
( C. McC. )
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