SEGÚN
EL RELATO DE COLLEEN MCCOLLOUGHT EN SU OBRA "ANTONIO Y CLEOPATRA",
CESARIÓN FUE ASESINADO A LOS 17 AÑOS, POR OCTAVIO AUGUSTO DURANTE SU CAMPAÑA DE
CONQUISTA DE EGIPTO. HE AQUÍ EL RELATO :
Él
entró con la cabeza todavía cubierta, pero rápidamente se quitó la capa para
mostrarse con su túnica de cuero sencillo. ¡Tan alto! Más alto incluso que
Divus Julius.
Los generales de Octavio contuvieron el aliento, se tambalearon.
-
¿Qué estás haciendo aquí, rey Ptolomeo? -preguntó Octavio desde su silla curul
de marfil en la que se había sentado.
No
habría apretones de mano, ninguna bienvenida cordial. Ninguna hipocresía.
- He
venido a negociar.
- ¿Te
envió tu madre?
El
joven se rió y dejó a la vista otra faceta de su parecido a Divus Julius.
-
¡No, por supuesto que no! Ella cree que voy de camino a Berenice, desde donde
debo viajar a la India.
-
Hubieses hecho bien en obedecerla.
- No.
No puedo dejarla; no dejaría que se enfrentase a ti sola.
-
Ella tiene a Marco Antonio.
- Si
lo he interpretado bien, él estará muerto.
Octavio
se desperezó, bostezó hasta que le lloraron los ojos.
- Muy
bien, rey Ptolomeo, negociaré contigo. Pero no con tantos oídos escuchando. Caballeros
legados, podéis marcharos. Recordad el juramento que habéis prestado a mi
persona. No quiero que ni un susurro de todo esto vaya más allá de vosotros, ni
tampoco hablaréis de esto entre vosotros. ¿Está claro?
Estatilio
Tauro asintió; él y los demás legados se marcharon.
-
Siéntate, Cesarión.
Proculeio,
Thyrso y Epafrodito se alejaron lo suficiente de la pared de la tienda para no
escuchar a los dos participantes de aquel drama, casi sin respirar deterror.
Cesarión
se sentó, con sus ojos azul verde, la única parte que no pertenecía a Divus
Julius.
-
¿Qué crees que puedes conseguir que no lo puede hacer Cleopatra?
- Una
atmósfera tranquila, para empezar. Tú no me odias. ¿Cómo podrías hacerlo,
cuando nunca nos hemos conocido? Quiero conseguir una paz que te beneficie tanto
a ti como a Egipto.
-
Explica tus propuestas.
- Que
mi madre se retire a una vida privada en Menfis o Tebas. Que sus hijos con Marco
Antonio vayan con ella. Que yo gobierne en Alejandría como rey y en Egipto como
faraón, como cliente de Cayo Julio César Divi Filius, como su más leal, más
fiel cliente-rey. Te daré todo el oro que pidas, además del trigo para
alimentar a las multitudes de Italia.
-
¿Por qué vas tú a reinar con más sabiduría que tu madre?
-
Porque soy hijo de sangre de Cayo Julio César. Ya he comenzado a rectificar los
errores que cometieron muchas generaciones de la casa de Ptolomeo. He dispuesto
una ración de trigo gratis para los pobres, he ampliado la ciudadanía de
Alejandría a todos sus residentes y estoy en el proceso de establecer
elecciones democráticas.
- Muy
cesariano, Cesarión.
-
Verás, encontré sus documentos; aquéllos donde detalla sus planes para
Alejandría y Egipto y así sacarlos del estancamiento que ha sufrido Egipto
durante milenios. Vi que sus ideas eran las correctas, que estábamos hundidos
en un fangal de privilegios para las clases superiores.
-
¡Oh, hablas como él!
-
Gracias.
- Es
verdad que compartimos un padre divino -manifestó Octavio-, pero tú te pareces
mucho más a él.
- Eso
es lo que siempre dijo mi madre. Antonio también.
- ¿No
se te ha ocurrido lo que eso significa, Cesarión?
El
joven lo miró desconcertado.
- No.
¿Qué podría significar aparte de su realidad?
- Su
realidad. En una palabra, ése es el problema.
-
¿Problema?
- Sí.
-Octavio exhaló un suspiro y unió sus dedos torcidos-. De no haber sido por el accidente
de tu aparición, rey Ptolomeo, quizá hubiese aceptado negociar contigo. Tal
como son las cosas, no tengo alternativa. Debo matarte.
Cesarión
soltó una exclamación, comenzó a levantarse y después permaneció sentado.
-
¿Quieres decir que caminaré con mi madre en tu destile triunfal y luego iré al estrangulador?
Pero ¿por qué? ¿Qué hace que mi muerte sea necesaria? Ya que ha salido
en la conversación, ¿por qué es necesaria la muerte de mi madre?
- Te
equivocas conmigo, hijo de César. Nunca caminarás en mi desfile triunfal. Es
más, nunca te permitiría acercarte a mil millas de Roma. ¿Es que nunca nadie te
lo explicó?
-
¿Explicarme qué? -preguntó Cesarión con una expresión de enfado-. ¡Deja de
jugar conmigo, César Octavio! -Tu parecido con Divus Julius es una amenaza para
mí.
-¿Yo
una amenaza debido al parecido? ¡Eso es una locura!
-Cualquier
cosa menos una locura. Escúchame y te lo explicaré; qué extraño que tu madre
nunca lo hiciese. Quizá creyó que si tú lo sabías la suplantarías en el
Capitolio de inmediato. ¡No, siéntate y escucha! Te hablaré sinceramente de
Cleopatra no para enfadarte, sino porque ella ha sido mi implacable enemiga. Mi
querido muchacho, he tenido que luchar con uñas y dientes contra viento y marea
para establecer mi poder en Roma.
¡Durante catorce años! Comencé cuando tenía dieciocho, adoptado como el hijo
romano de mi divino padre. Acepté mi herencia y me aferré a ella, aunque muchos
hombres se me han opuesto, incluido Marco Antonio. Ahora tengo treinta y dos y
(una vez que hayas muerto) estaré seguro por fin. No tuve una juventud como la
tuya. Era un muchacho enfermo y débil. Los hombres se burlaban de mi coraje. Me
esforzaba en parecerme a Divus Julius: ensayaba su sonrisa, llevaba botas con
alzas para parecer más alto, copiaba su discurso y su estilo de retórica. Hasta
que finalmente, a medida que la imagen terrenal de Divus Julius se borraba del recuerdo
de los hombres, creyeron que él se parecía a mí. ¿Comienzas a comprender,
Cesarión?
- No.
Sufro por tus tribulaciones, primo, pero no alcanzo a entender qué tiene que
ver mi apariencia con todo esto.
- La
apariencia es la base sobre la que gira mi carrera. Tú no eres romano y no has
sido criado como un romano. Tú eres un extranjero. -Octavio se inclinó hacia adelante
con los ojos resplandecientes-. Déjame que te diga por qué los romanos, un
pueblo pragmático y sensible, divinizaron a Cayo Julio César. Algo en absoluto romano.
¡Lo amaban! Se ha dicho de muchos generales que sus soldados morirían por
ellos, pero todo el pueblo de Roma e Italia por el único que hubiesen muerto
era por Cayo Julio César. Cuando caminaba por el foro romano, por las
callejuelas y los barrios de Roma o de cualquier otra ciudad italiana, trataba
a la gente que encontraba como sus iguales, bromeaba con ellos, escuchaba sus
pequeñas quejas, intentaba ayudar. Nacido y criado en los barrios bajos de la
Subura, se movía entre el Censo por Cabezas como uno de ellos; hablaba su
jerga, dormía con sus mujeres, besaba a sus malolientes bebés y lloraba cuando
sus sufrimientos lo conmovían, algo que sucedía a menudo. Cuando aquellos
orgullosos estrafalarios y amantes del dinero lo asesinaron, el pueblo de Roma
e Italia no pudo soportar perderlo. ¡Ellos lo hicieron un dios, no el Senado!
De hecho, el Senado (¡dirigido por Marco Antonio!) intentó por todas las
maneras posibles aplastar el culto a César. Sin éxito. Sus clientes eran
legión, y yo los heredé junto con su fortuna.
Se
levantó, dio la vuelta alrededor de la mesa para acercarse al joven de aspecto
preocupado y lo miró.
- Si
dejamos que el pueblo de Roma e Italia te vea, Ptolomeo César, ellos se
olvidarán de todos los demás. Te aceptarán en sus corazones en un arranque de alegría.
¿Qué pasará conmigo? Me olvidarán de la noche a la mañana; el trabajo de
catorce años será olvidado. El Senado te abrazará, te hará ciudadano romano y probablemente
te obsequiará con el consulado al día siguiente. Gobernarías no sólo Egipto y
Oriente, sino también Roma, sin duda, con la forma que tú escogieras, desde
dictador perpetuo hasta rey. Divus Julius había comenzado a suavizar nuestro
mos maiorum, luego nosotros, los tres triunviros, lo suavizamos todavía más y ahora
que he eliminado a Antonio de cualquier esperanza de rivalidad soy el amo
indiscutido de Roma. Siempre y cuando que mi Roma o Italia no te vean. Tengo la
plena intención de gobernar Roma y sus posesiones como un autócrata, joven
Ptolomeo César. Porque Roma, por fin, está en el camino correcto para aceptar
el gobierno autocrático. Si el pueblo te ve en Roma te aceptarán. Pero tú
gobernarías como te ha enseñado tu madre, como un rey, sentado en el Capitolio
dispensando justicia, Minos en la puerta del Hades. Tú no verás nada de malo en
eso, pese a todos tus programas liberales de reforma en Alejandría y Egipto. En
contraposición a eso, mi gobierno será invisible. No llevaré diadema o tiara
para que proclame mi condición, ni permitiré que mi querida esposa sea reina.
Continuaremos habitando en nuestra actual casa y dejaremos que Roma crea que se
gobierna democráticamente. Por eso debes morir. Para que Roma continúe siendo
romana.
Las
emociones se habían perseguido una tras otra en el rostro de Cesarión: asombro,
dolor, reflexión, furia, tristeza, comprensión. Pero no desconcierto o confusión.
- Lo
comprendo -dijo con voz pausada-. Lo comprendo, y no te puedo culpar.
-
Eres el hijo del divino César y, por todo lo que me han dicho has heredado su
brillantez intelectual. Lamento que nunca veré si también has heredado su genio militar,
pero tengo algunos muy buenos generales y no temo al rey de los partos, con
quien pienso establecer la paz y no atacar. Uno de los pilares de mi gobierno
será la
paz. La guerra es la más inútil de las actividades humanas, un desperdicio de
vidas y dinero, y no permitiré que las regiones romanas dicten cómo ha de ser
Roma o
quién
la gobierne
.
Ahora
él hablaba, comprendió Cesarión, con el fin de posponer la ejecución de una ejecución.
«Oh,
mamá! ¿Por qué no confiaste en mí? ¿No sabías lo que el auténtico hijo romano
de César acaba de decirme? Sin duda, Antonio lo sabía, pero Antonio era un
títere. No porque lo drogases o por el vino, sino porque te amaba. Tendrías que
habérmelo dicho. Pero de nuevo quizá no lo viste, y Antonio también quizá
estuvo demasiado ocupado demostrándose digno de tu amor como para considerar
importante mi situación.» Cesarión cerró los ojos y se obligó a sí mismo a
pensar, a aplicar su formidable intelecto a su situación. ¿Había una mínima
posibilidad de escapatoria? Sintió el vientre vacío de esperanza y exhaló un
suspiro. No, no había ninguna posibilidad de escapatoria. Lo más que podía
hacer era intentar poner trabas a la decisión de Octavio de matarlo, salir de
la tienda y gritar a pleno pulmón que era el hijo de César. ¡No tenía nada de
particular que Tauro lo hubiese mirado de una manera desorbitada! Pero ¿era eso
lo que su padre hubiese querido de su hijo no romano? Sabía la respuesta y
suspiró de nuevo. Octavio era el verdadero hijo de César por voluntad propia y
dictado de César, sin ninguna otra mención a su hijo en Egipto. Cuando todo
estuvo hecho, lo que César había valorado más que nada en su vida era la
dignitas. Dignitas! La principal de todas las cualidades romanas, la
participación personal en los logros y los triunfos y en la fuerza de un
hombre. Incluso en sus últimos momentos, César había mantenido su dignitas
intacta; en lugar de continuar luchando había utilizado aquella mínima fracción
de tiempo que le quedaba para ponerse un pliegue de la toga por encima del
rostro y otro por debajo de las rodillas. De forma tal que Bruto, Casio y el
resto no viesen la expresión de su rostro
moribundo
o atisbasen sus genitales.
«Sí
-pensó Cesarión-, yo también preservaré mi dignitas. Moriré siendo mi propio
dueño, mi rostro y mis genitales cubiertos. Seré digno de mi padre.»
-
¿Cuándo moriré? -preguntó Cesarion con la voz calma.
-
Ahora, dentro de esta tienda. Tengo que hacer el trabajo yo mismo, porque no
confío en nadie más para que lo haga. Si mi falta de experiencia hace tu muerte
más dolorosa, lo siento.
- Mi
padre dijo: «Que sea súbita.» Mientras tengas eso en mente, César Octavio, me
daré por satisfecho.
- No
puedo decapitarte. -Octavio estaba muy pálido, las fosas nasales dilatadas
mientras intentaba controlar su boca. Le dedicó una sonrisa retorcida-. No
tengo tanta fuerza muscular, ni tampoco tanto acero. Tampoco deseo ver tu
rostro. Thyrso, dame esa tela y aquella cuerda.
-
Entonces, ¿cómo? -preguntó Cesarión, de pie.
- Una
espada por debajo de tus costillas hasta tu corazón. No intentes correr, no
cambiará tu destino.
- Eso
ya lo sé. Más público, pero mucho más engorroso. Sin embargo, correré a menos
que aceptes mis condiciones.
- Nómbralas.
- Que
seas amable con mi madre.
-
Seré amable.
- ¿Y
con mis hermanos pequeños y mi hermana?
- No
se les tocará ni un pelo de sus cabezas.
-
¿Tengo tu palabra?
- La
tienes.
-
Entonces estoy preparado.
Octavio
tapó la cabeza de Cesarión con la tela y anudó la cuerda alrededor de su cuello
para mantener en su sitio la improvisada capucha. Thyrso le alcanzó una espada;
Octavio probó el filo y lo encontró afilado como una navaja. Entonces miró el
suelo de tierra de la tienda, frunció el entrecejo y le hizo un gesto a
Epafrodito, que estaba blanco como una sábana.
-
Échame una mano, Dito.
Octavio
sujetó el brazo de Cesarión.
-
Muévete con nosotros -dijo, y miró la tela blanca-. ¡Qué valiente eres! Tu
respiración es profunda y firme.
Una
voz que podía haber sido la de Marco Antonio salió de debajo de la capucha.
-¡Deja
de charlar y acaba con esto, Octavio!
Cuatro
pasos más allá había una alfombra persa de color rojo brillante; Epafrodito y
Octavio hicieron que Cesarión se Parase sobre ella; ya no podía haber más demoras.
«¡Acaba con esto, Octavio, acaba con esto!» Colocó la espada y la clavó por
debajo y hacia arriba en un rápido movimiento con más fuerza de la que hubiese
creído tener; Cesarión exhaló un suspiro y cayó de rodillas, Octavio lo siguió,
con las manos alrededor de la empuñadura de marfil porque no podía soltarla.
-
¿Está muerto? -preguntó, con la cabeza torcida para mirar hacia arriba-. ¡No,
no! ¡No descubras su cara, hagas lo que hagas!
- La
arteria, en su cuello, no late, César -dijo Thyrso.
-
Entonces lo hice bien. Envuélvelo en la alfombra.
-
Suelta la espada, César.
Lo
sacudió un temblor; sus dedos se relajaron, y por fin soltó la empuñadura.
-
Ayúdame a levantarme.
Thyrso
había envuelto el cadáver en la alfombra, pero era tan largo que sobresalían
los pies. Pies grandes como los de César.
Octavio
se desplomó sobre la silla más cercana y se sentó con la cabeza entre las
rodillas, jadeante.
-
¡Oh, no quería hacerlo!
-
Tenía que hacerse -dijo Proculeio-. ¿Ahora qué?
- Llama
a seis no combatientes con palas. Pueden cavar su tumba aquí mismo.
-
¿Dentro de la tienda? -preguntó Thyrso, que parecía a plinto de vomitar.
-
¿Por qué no? ¡Venga, en marcha, Dito! No quiero tener que pasar la noche aquí,
y no puedo dar órdenes hasta que el chico esté enterrado. ¿Tiene un anillo?
Thyrso
se metió debajo de la alfombra y salió con él.
Lo
tomó con una mano -bien, bien, no temblaba- y lo miró.
Aquello
que los egipcios llamaban uraeus estaba tallado en el sello, una cobra erguida.
La piedra era una esmeralda, y en su borde había algo en jeroglíficos: un pájaro,
un ojo del que caía una lágrima, unas líneas onduladas, otro pájaro. Bien,
tendría que servir. Si debía mostrarlo como prueba del destino de Cesarión,
serviría. Lo guardó en su bolsa.
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