«Aquí yace Esquilo, de cuyas proezas son testigos los bosques de Maratón y los persas de largos cabellos, que las conocieron bien. Este es el epitafio que el propio Esquilo dictó para su tumba poco antes de morir. Evidentemente, él no atribuía mucha importancia a sus méritos de dramaturgo y prefirió subrayar
los que había alcanzado en el campo de batalla como soldado, como si solamente estos últimos pudiesen cualificarlo a la gratitud y a la admiración de la posteridad.
En efecto, Esquilo aun antes que un incomparable artista fue un ciudadano ejemplar. Y el prima: premio lo ganó no en la escena sino en la guerra, donde con sus dos hermanos realizó tales actos de heroísmo, que el Gobierno encargó
a un pintor que lo celebrase en un cuadro. En el teatro había debutado nueve años antes, en 499 antes de Jesucristo, cuando él tenía veintiséis; y en seguida se impuso a la atención del público
y crítica.
Pero cuando la guerra contra Darío llamó a las puertas de Atenas, trocó la pluma por la espada y no regresó más que tras haber sido alcanzada la victoria y ultimada la desmovilización. Nadie mejor que él, que había
participado en
aquello, podía sentir la orgullosa exultación de la posguerra y hacerse el intérprete de ella. Para festejar el triunfo
sobre los persas, el Estado financió
espectáculos dionisíacos nunca vistos, y todo permite creer que Esquilo debió de tomar parte también en su organización. En -484 ganó el primer premio.
Cuatro años después, los persas volvieron con Jerjes a intentar el desquite. Esquilo de cuarenta y cinco años y poeta laureado, podía haberse sustraído a la llamada. En cambio, volvió a tirar lejos la
pluma para empañar la espada y combatió con el entusiasmo de un hombre de veinte años en Artemisium, en Salamina y en Platea. En -479 reanudó su actividad de dramaturgo y, regularmente, año
tras año, ganó el primer premio hasta -468, cuando hubo de cedérselo a un jovenzuelo de
veintiséis años, un tal Sófocles. Se rehízo al año siguiente.
Mas volvió a ser
batido en los sucesivos, hasta -458, cuando obtuvo el triunfo con la Orestíada.
Sin embargo, en adelante le sucedió ser desposeído por
Sófocles, y acaso por esto emigró a Siracusa donde ya había estado y donde Gerón te tributó grandes honores. Allí murió a los setenta y dos años por culpa, decía la gente, de un águila que, vagando por el cielo con una
tortuga entre las garras, la dejó caer sobre la calva cabeza del poeta tomándola
por una piedra. Atenas quiso oír las tragedias que había compuesto en Sicilia y volvió a darle, una vez muerto, el primer premio.
A Esquilo se
le debe antes que nada una gran reforma técnica; la introducción de un segundo
actor, en añadidura al que ya había desarrollado Tespis. Fue
gracias a esto que el canto dionisíaco se transmutó definitivamente de oratoria
en drama. Pero más importante aún fue el tema que eligió y que después quedó como de pragmática en todo el teatro sucesivo:
la lucha del hombre contra el destino, o sea del individuo contra la sociedad, del libre pensamiento contra la tradición. En sus setenta (o noventa)
tragedias, Esquilo asigna regularmente la victoria al destino, a la sociedad y a la tradición. Y no se trataba de tartufismo, pues su vida constituía un ejemplo de espontánea sumisión a estos valores. Pero en las siete obras que de él nos han llegado, y sobre todo en el Prometeo,
asoma la simpatía del
autor para el condenado rebelde.
Esta
simpatía debía de ser compartida por el público que, al parecer, acogió
mal la Orestíada por considerar demasiado beatas sus conclusiones y silbó a los jurados que la premiaron. Pero Esquilo procedía de buena fe al poner en boca de sus protagonistas esos latiguillos moralizadores que a menudo hacen pesados sus diálogos y atascan la acción: tenía pasta de predicador cuáquero, de «cuaresmalista». Y más de dos mil años después, el
filósofo alemán Schlegel, que en muchas cosas se parecía a él, dijo que Prometeo no era «una» tragedia,
sino «la» tragedia.
El padre de quien le sucedió en el favor de los atenienses es poco conocido, mas ciertamente dos cosas, en su vida, le llamaron a engaño: la profesión y el nombre del hijo. Era
armero en Colono, un suburbio de Atenas, de modo que las guerras
con los persas, que empobrecían a casi todos los ciudadanos, le enriquecían a él y le permitieron dejar una hermosa renta a su vástago, que se llamaba Sófocles, es decir, «sabio
y honrado».
A este hermoso nombre y a aquel hermoso patrimonio, Sófocles añadía también el resto: era guapo, sano como una manzana, atleta perfecto y excelente músico. Aun antes que como dramaturgo, consiguió popularidad como campeón de pelota y de tocador de arpa; y tras la victoria de
Salamina fue designado para dirigir un ballet de jóvenes desnudos, elegidos entre los más hermosos de Atenas, para festejar el triunfo. Por otra parte, además de en el teatro, hizo también una espléndida carrera en política: Pericles le nombró ministro del Tesoro, y en -440 le confirió galones de general al mando de una brigada en la campaña
contra Samos. Hemos de creer, sin embargo, que, como estratega, no debió de dar grandes resultados, pues el
propio autokrator dijo más tarde que le prefería como dramaturgo.
Sófocles amó la vida, a la griega, o sea sin dar cuartel a todos los placeres que aquélla ofrecía. Venido al mundo en la edad feliz de Atenas, se aprovechó ampliamente, como se lo permitían sus medios de fortuna, una
buena salud y un robusto
apetito. Amaba el dinero, administró
sabiamente el que le dejara su padre y ganó
otro tanto por sí mismo. Era devoto de los dioses y a ellos dirigía plegarias y hacía sacrificios con escrupulosa puntualidad. Mas en compensación exigió de ellos
el derecho de engañar a su mujer y a frecuentar los más ambiguos niños bonitos de Atenas.
Sólo de viejo se «normalizó», volviendo a cortejar a las mujeres y se enamoró de una cortesana, Teórida, que le dio un hijo bastardo. El legítimo, Jofonte, temiendo que su padre le desheredase en provecho de su hermanastro, le citó ante el tribunal para hacerle
desautorizar por chochez. El anciano
se
limitó a leer a los jueces una escena de la tragedia que estaba componiendo en aquel momento ; Edipo en Colonna. Y los jueces no solamente le absolvieron, sino que le escoltaron hasta
su casa en señal de admiración.
Tenía
casi noventa años cuando murió, en -406. La belle époque de
Atenas había terminado y los espartanos asediaban la ciudad. Entre el pueblo cundió la voz de que Dionisio, dios del teatro, se había aparecido en sueños a Lisandro, rey de los sitiadores, y le había ordenado que concediera un salvoconducto para franquear las líneas a los amigos de Sófocles, cuyo cadáver querían llevar a Deceleia para darle sepultura en la tumba familiar. Fantasías, se comprende; pero que sirven para demostrar la enorme popularidad de que había gozado aquel extraordinario personaje.
Había
escrito ciento trece tragedias, las cuales no se limitó a poner en escena: intervino también en ellas como actor, y siguió
haciéndolo hasta que la voz se le enronqueció. Con él los personajes se habían convertido en tres y el coro perdió cada vez más su importancia. Era un natural desarrollo técnico, pero a él contribuyó también la propensión de Sófocles por la psicología. A
diferencia de Esquilo,
que era en todo partidario
de la «tesis», él estaba por los «caracteres»; el Hombre le interesaba más que la Idea, y en esto estriba sobre todo su modernidad.
Las
siete obras que de él nos quedan demuestran que aquel hombre, afortunado
entre todos los hombres, ingenioso, jacarandoso y gozador de la vida, era después, en poesía, un sombrío pesimista. Consideraba, como Solón, que la mayor ventura para el hombre era no nacer o morir en la cuna. Pero expresaba estos pensamientos con un estilo tan vigoroso, sereno y contenido, que nos hace dudar de su
sinceridad. Era un «clásico» en el sentido más completo de la palabra. Sus intrigas son perfectas como técnica teatral. Y los personajes que las animan, en vez de sermonear como en Esquilo, tienden a demostrar. «Yo los pinto como debieron ser —decía—.
Eurípides es quien los pinta como son.»
Eurípides, el joven
rival del gran Sófocles,
había nacido en Salamina el mismo día, dícese, en que se desarrolló la famosa batalla.
Sus padres, que se habían refugiado allí procedentes de
Fila, eran gente de la buena clase media, si bien Aristófanes haya insinuado después que ella, la mamá, vendía flores por la calle. El chico creció con la pasión de la filosofía, estudió con Pródico y Anaxágoras y se
vinculó con tan
estrecha amistad con Sófocles, que más tarde le acusaron de haberse hecho escribir por éste sus dramas, lo que es ciertamente falso.
No
se sabe cómo se convirtió en escritor de teatro. Pero
aparece claro, por las dieciocho obras que de él nos han llegado, sobre setenta y cinco que se le atribuyen,
que Eurípides se burlaba del teatro en sí y que lo consideró tan sólo como un medio para exponer sus tesis filosóficas. Aristóteles tiene razón
cuando dice que, desde el punto de vista de la técnica dramática, representa un paso atrás respecto a Esquilo y
a Sófocles. En vez de desarrollar una acción, mandaba
un mensajero a resumirla en el escenario en forma de prólogo, confiaba al coro largos parlamentos pedagógicos y, cuando el enredo se embarullaba, hacía bajar del techo un dios que lo resolvía con un
milagro. Recursos de dramaturgo no cuajado, que le habrían conducido
a rotundos fracasos, si Eurípides no los hubiese compensado con un agudísimo sentido psicológico
que prestaba veracidad y autenticidad a los personajes, acaso incluso contra sus intenciones.
Su
Electra, su Medea,
su Ifigenia, son
los caracteres más vivos de
la tragedia griega. A lo cual debe sumarse la fuerza polémica de sus argumentaciones sobre los grandes
problemas que se planteaban a la conciencia de sus contemporáneos. Había en Eurípides
un Shaw de gigantescas proporciones, que se
batía por un nuevo orden social y moral, siendo cada uno de sus dramas un redoble de tambor contra la tradición. Conducía esa cruzada con habilidad, consciente
de los peligros que entrañaba, pues la Grecia de entonces no era la Inglaterra de hoy. Así, por ejemplo, para desmantelar ciertas tendencias religiosas, finge exaltarlas, pero lo hace de manera tal que
muestra su absurdidad.
De vez en cuando interrumpe en la boca de un personaje un razonamiento peligroso para permitir que el coro eleve un himno a Dionisio, destinado a tranquilizar la censura y a calmar las
eventuales protestas
de los auditores santurrones.
Pero de vez en cuando se le escapan frases como; «Oh Dios, admitiendo que
exista, pues de Él solo sé de oídas...», que desataban tempestades
en la platea. Y cuando en Hipólito pone en boca de su héroe; «Sí, mi lengua ha jurado, pero mi ánimo ha permanecido libre», los atenienses, que estaban acostumbradísimos al perjurio, pero que no admitían oírselo decir, querían lincharle; y el autor tuvo que presentarse en persona para calmarlos diciendo que tuviesen la paciencia de aguantar: Hipólito sería castigado
por aquellas sacrílegas palabras.
En
el Louvre hay un busto de Eurípides
que le muestra barbudo, grave y melancólico y que corresponde a la descripción que han dejado sus amigos. Éstos le pintan como un hombre taciturno y más bien misántropo, gran devorador de libros,
de los que era uno de los raros coleccionistas. Su polémica modernista le había acarreado la hostilidad de los bien pensantes. Los conservadores le odiaban y Aristófanes le tomó directamente como blanco en tres de sus comedias satíricas. Índice de la gran civilización de Atenas es,
sin embargo, el hecho de que cuando Eurípides
y
Aristófanes se encontraban en el agora
o en el café, se comportaban como los mejores amigos del mundo. Solamente cinco veces los jurados se atrevieron a otorgarle el primer premio. En cuanto a los espectadores, se indignaban ó fingían
indignarse. Pero en sus «estrenos» no se encontraba un asiento ni pagándolo con oro.
En -410 le procesaron por impiedad e inmoralidad. Y entre los testigos de la acusación figuraba también su mujer, que no le perdonaba, dijo, el pacifismo
en el momento que Atenas estaba
empeñada en una lucha a vida o muerte contra Esparta.
Entre los documentos de la acusación fue
exhibido el discurso de su
Hipólito. El imputado fue absuelto. Mas la acogida que inmediatamente después el público hizo a su drama, Las mujeres troyanas, le hizo comprender que en adelante sería
un extranjero en su patria. Por in- vitación de Arquelao se trasladó a Pella, capital de Macedonia. Y allí murió despedazado,
contaron los griegos, por los perros, vengadores de los dioses ofendidos.
Sócrates había dicho que para un drama de Eurípides no le molestaba ir a pie hasta El Pireo, lo cual, para un perezoso de su calaña, significaba
un gran sacrificio. Y Plutarco cuenta que cuando los siracusanos hicieron
prisionero a todo el cuerpo expedicionario ateniense, devolvieron vida y libertad a los soldados que sabían recitar alguna escena de Eurípides. Según Goethe, ni siquiera Shakespeare le iguala. Ciertamente, él fue el primer dramaturgo «de ideas» que ha tenido el mundo y quien llevó a la escena, en términos de tragedia, el gran conflicto de aquél y de todos los tiempos: el
conflicto entre el dogma y el libre examen.
(
Indro Montanelli )
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