Otro de los grandes centros de la cultura griega en el siglo VI antes de Jesucristo fue Éfeso, célebre por su espléndido templo de Artemisa, protectora de la ciudad, por la cantidad de túnicas que llevaban sus mujeres (que, sin embargo, por lo que decían las malas lenguas, no bastaban para protegerles la virtud), y por sus poetas. Entre estos últimos había el dulce y melancólico Calino, al cual se deben las primeras elegías de la literatura griega, y el agresivo y sarcástico Hiponates, a quien se deben las primeras sátiras. Éste era cojo, raquítico y tuerto. No tuvo suerte en amores y se vengó de ello diciendo que la mujer da al hombre solamente dos días de felicidad: cuando se casa y aquel en que le deja viudo. Se befó de todos sus conciudadanos, desde los más ilustres hasta los más oscuros, pero luego les compensó suicidándose en medio del general alborozo.
Pero no fue Hiponates el único personaje excéntrico de Éfeso, la cual debía tener un poco la especialidad de los caracteres extraños. Heráclito lo fue aún más que él, a juzgar por lo poco que sabemos de su vida y de los ciento treinta fragmentos de su obra que se han conservado. Estos últimos están escritos en un estilo tan retorcido que le valieron el nombre de Heráclito el Oscuro. Los modernos exegetas, aun confesando que no han logrado comprender el sentido exacto en muchos puntos, están concordes en decir que bajo aquella oscuridad brilla el genio. Aceptemos, pues, el veredicto y tratemos de ver en qué consiste tal genio.
Heráclito pertenecía a una familia noble, y, al parecer, nació en 550 antes de Jesucristo. Pero apenas llegado al uso de razón empleó ésta para condenar, dentro de sí mismo, todo aquello que le rodeaba: casa, padres, ambiente, hombres, mujeres, Estado y política. No sabemos qué fue lo que le inspiró tantas antipatías. Nos agrada imaginarle como una especie de Leopardi qué, en vez de en la poesía, buscase, como se dice hoy, una evasión en la filosofía. Y debió refugiarse en ella con empeño y estudiar no poca y con agudo sentido crítico para escribir: «La gran cultura sirve de poco. Si bastase para formar genios, lo serían hasta Hesíodo y Pitágoras. La verdadera sapiencia no consiste en aprender muchas cosas, sino en descubrir aquella sola que las regula todas en todas las ocasiones.»
Para alcanzar él mismo esta meta, el joven Heráclito plantó familia, posición, comodidades, ambiciones sociales y políticas, se retiró a una montaña y en ella vivió el resto de su vida como eremita, siempre a la búsqueda de aquella idea que regula todas las cosas en todas las condiciones. Sus meditaciones y conclusiones están reunidas en un libro titulado Sobre la naturaleza, que, cuando estuvo terminado, depositó en el templo de Artemisa para desesperación de la posterioridad, que ha tenido que devanarse los sesos para comprender algo. Pues su desprecio de los hombres era tal que escribió adrede de modo que no le comprendiese nadie. Heráclito sostenía que la Humanidad era una bestia irremisiblemente hipócrita, obtusa y cruel, a la cual no valía la pena intentar enseñarle nada. Mas no debió de ser del todo sincero, pues en tal caso no habría perdido tanto tiempo escribiendo, es decir, intentando comunicar con ella. Como en muchos sucesores suyos, grandes despreciadores de la gloria, tenemos la sospecha de que también bajo su desprecio incubaba una infinita ambición.
Heráclito dice que el mundo aparece cambiante -sólo a los ojos de los estúpidos; en realidad lo que varía son tan sólo las formas de un solo elemento, siempre el mismo: el fuego. De éste se desprenden gases. Los gases se precipitan en el agua. Y de los residuos del agua, tras la evaporación, se forman cuerpos sólidos que constituyen la tierra y que los tontos toman por realidad, cuando la realidad verdadera es una sola; el fuego, con sus atributos de condensación y rarefacción. Este continuo transformismo del gaseoso al líquido, al sólido y viceversa es la única verdadera, indiscutible realidad de la vida, en la que nada es, todo se torna.
Habiendo descubierto, pues, qué son las cosas y, cómo cambian, Heráclito llega a la más desesperada y desalentadora de las conclusiones: o sea, que todo presupone su propio contrario. Existe el día porque existe la noche en la cual se transforma y viceversa. Existe el invierno en cuanto que existe el estío. Y hasta la vida y la muerte se condicionan recíprocamente, siendo en el fondo la misma cosa. Y también el bien y el mal. Pues no es más que una fluctuación ora en un sentido, ora en el otro, del mismo elemento eterno: el fuego. Y así como la tensión de una cuerda crea aquellas vibraciones que se llaman, según su frecuencia, «notas», y produce la música, así la alternancia de lo opuesto (frío y calor, blanco y negro, guerra y paz, etc.), crea la vida y le confiere su significado. Ésta es una lucha eterna entre opuestos: entre hombres, entre sexos, entre clases, entre naciones, entre ideas. Aquellos que no admitan al propio enemigo o tratan de destruirlo, son suicidas. Porque sin él, también ellos serán muertos.
Transportada al plano religioso, esta concepción alcanza el ateísmo total. ¿De qué serviría un dios, inmóvil y por tanto negación de lo mutable, si el fuego monopoliza ya todos sus atributos y poderes?. Dios no existe y sus estatuas solamente son pedazos de piedra con las cuales es inútil entablar conversaciones y a los que es perder el tiempo sacrificar animales. ¿Y por qué el hombre habría de ser inmortal?. Lo es el fuego, del que él no representa más que una débil llamita. Pero la llamita, en sí, está destinada a apagarse con la muerte; la cual, como el nacimiento cuando la candela se enciende, no representa más que una omisible fase de aquel continuo cambio del Todo de gaseoso en líquido, de líquido en sólido y de sólido nuevamente en gaseoso, bajo el estímulo del fuego eterno.
Démosle, pues, por comodidad, el nombre de dios, a este fuego. Pero no le alteremos los atributos. Todo lo que decimos y hacemos en su nombre corresponde a nuestros prejuicios y convenciones, no a las suyas. Para él no existen cosas buenas ni cosas malas, porque cada una de ellas, teniendo en sí y equivaliendo al propio contrario, está igualmente justificada. Lo que nosotros llamamos «el Bien» es lo que sirve a nuestros intereses, no a los del dios. El cual nos juzgará, pero como juzga precisamente el fuego, destruyendo todas las candelas, sin discriminar entre buenas y malas, para encender otras que a su vez serán destruidas.
Pero, con todo, no se crea que el fuego haga esto sin un orden y un criterio. El verdadero sabio, o sea no aquel que ha copiado muchas nociones en su cerebro, sino el que sabe mirar el mundo y la vida en panorama, recoge una Razón, o sea una Lógica. El Bien, o la Virtud, consiste en adecuar a ella la propia vida individual. Consiste en aceptar sin rebeldía las leyes de este continuo y eterno cambiar, o sea hasta la propia mortalidad. Quien haya comprendido la necesidad de todas las oposiciones soportará el sufrimiento como inevitable alternativa del placer y perdonará al enemigo, reconociendo en éste el complemento de sí mismo. No podrá lamentarse de las luchas que habrá de sostener, porque es justamente la lucha el resorte de todos los cambios o sea la madre de la misma vida. La lucha convierte al vencedor en un amo y al vencido en un esclavo. Es normal. Y siendo normal, es también moral. ¿Cómo podría existir la libertad de unos sin la servidumbre de otros?. El sentido de la riqueza nos la dan los mendigos, y de la buena salud los enfermos. Un día todo quedará devorado igualmente por idéntico fuego.
Ésta fue, en resumen, la gran idea que regula todas las cosas en todas las ocasiones, que Heráclito fue a buscar en la montaña, y cuyo descubrimiento nos relató en aquel hermético libro, una parte del cual ha llegado hasta nosotros. Y fue una gran idea, pues todos los filósofos posteriores a él se atuvieron a ella plenamente a manos llenas. Los estoicos se apropiaron el concepto de la equivalencia de cada cosa con su opuesto, los racionalistas pescaron en ella la idea de la Razón; y los cristianos la de la palingenesia o Juicio universal. Pero esto, además de su gran intuición, es debido también a la diabólica astucia de Heráclito quien, escribiendo en aquel estilo retorcido y nebuloso, pronunció veredictos que se prestaban a las más diversas interpretaciones y en los que cada cual podía hallar lo que más le acomodara. Efectivamente, no ha habido filósofo en el mundo, desde Hegel a Bergson, a Spencer y a Nietzsche, que no haya citado en propia ayuda a Heráclito. Este despreciador de los hombres es uno de los hombres que los otros hombres más han honrado. Es lástima que sus contemporáneos no lo hayan previsto y no hayan dejado de él alguna detallada biografía.
Tan sólo Diógenes Laercio le dedicó pocas y distraídas palabras. Nos cuentan que Heráclito, en la montaña, pasaba todo el tiempo meditando, escribiendo, paseando y buscando hierbas para comer crudas. Esta dieta vegetariana le hizo daño y le produjo hidropesía. De haber seguido sus propias teorías, no hubiera debido quejarse ni ver en aquella dolencia más que lo correspondiente a la buena salud, su necesario opuesto. En cambio no logró soportarla, y tratando de cuidarse y de sanar, bajó de sus solitarias rocas volviendo a la ciudad.
Consultó un médico tras otro, en busca de alguno que le diese una receta para secar toda aquella agua que le quemaba el cuerpo y en la que hubiese debido ver una de las muchas fases momentáneas del eterno cambio de lo gaseoso en líquido, de lo líquido en sólido y de lo sólido nuevamente en gaseoso. Pero nadie entendió nada. Y entonces él se encerró en un redil de ovejas, esperando que el calor de los lanudos cuerpos llegase a desecar el suyo. Pero tampoco en esta cura halló remedio; y así murió, desesperado de morir, tras setenta años de vida gastada solamente en pensar y escribir que la muerte no era nada diferente de la vida.
( Indro Montanelli )
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