Los
bárbaros, que habían penetrado en las Hispanias, rapiñan y matan sin piedad.
Por su parte, la peste no hace menos estragos. Mientras que las Hispanias son
entregadas a los excesos de los bárbaros y el mal de peste no hace menos
desolación, las riquezas y los aprovisionamientos almacenados en la ciudad son
arrebatados por el tiránico recaudador de impuestos y agotados por la
soldadesca. Ataca además una hambruna espantosa: los humanos devoran la carne
humana bajo la presión del hambre; las madres mismas se nutren del cuerpo de
sus hijos a los que han matado o cocido. Las bestias feroces, habituadas a los
cadáveres de las víctimas de la espada, del hambre o de la peste, matan también
a los hombres más fuertes y, ahítas de su carne, se lanzan por todas partes
para el aniquilamiento del género humano. Así es como, mediante los cuatro
azotes del hierro, del hambre, de la peste y de las bestias feroces, que reinan
por doquier en el mundo entero, se realiza lo que había anunciado el Señor por
sus profetas. Las provincias de Hispania, arruinadas por los ataques de estos
azotes, los bárbaros, convertidos a la idea de establecer la paz por la
misericordia del Señor, se juegan por sorteo los territorios de las provincias
para instalarse en ellas. Los Vándalos ocupan Gallaecia y los Suevos la región
situada en la extremidad occidental, a las orillas del Océano. A los alanos les
corresponden Lusitania y la Cartaginense mientras que los Vándalos, llamados Silingos,
tienen la Bética. Los hispanos de la ciudades y de las aldeas fortificadas que
habían sobrevivido a los azotes de los bárbaros dueños de las provincias se
resignan a la servidumbre.
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