El
pueblo se alegró tanto por su muerte que, al primer anuncio de ella, unos
corrían de un lado a otro gritando: «¡Tiberio, al Tíber!», otros rogaban a la
madre tierra y a los dioses Manes que no otorgaran al muerto sede alguna sino
entre los impíos, y otros amenazaban al cadáver con el garfio y las Gemonias,
exasperados por el recuerdo de su antigua crueldad y por otra nueva atrocidad. Pues,
como se había establecido por un decreto del Senado que el suplicio de los
condenados se aplazara siempre hasta el décimo día, ocurrió casualmente que el
día fijado para la ejecución de algunos de ellos era el mismo en que se anunció
la muerte de Tiberio. Al implorar éstos ayuda a los ciudadanos, porque no había
nadie a quien suplicar e interpelar por hallarse ausente todavía Cayo, los
guardianes, para no hacer nada en contra de lo ordenado, los estrangularon y
arrojaron a las Gemonias. Por eso creció aún más el rencor, como si la crueldad
del tirano perdurara incluso después de su muerte. Cuando se comenzó a
trasladar el cadáver desde Miseno, aunque muchos gritaban que era mejor
trasladarlo a Átela y quemarlo a medias en el anfiteatro, fue transportado a
Roma por unos soldados y quemado en la pira con exequias públicas. Había hecho
el testamento por duplicado dos años antes, un ejemplar autógrafo y otro por
mano de un liberto, pero ambos con el mismo modelo, y los había refrendado con
la firma de personas incluso de la más baja condición. En él dejó como
herederos a partes a» iguales a sus nietos Gayo, hijo de Germánico, y Tiberio,
hijo de Druso, y ordenó que se sucedieran el uno al : otro respectivamente.
Hizo también legados a muchas personas; entre ellas, a las vírgenes vestales,
pero también a todos los soldados y plebeyos de Roma a título individual, e
incluso, en otro párrafo aparte, a los jefes de los barrios.
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