Ahora
bien, en aquella Grecia empequeñecida, desconcertada y ensangrentada, tres ciudades se hallaban poco más o menos en el mismo plano y, si hubiesen llegado a entenderse y colaborar, acaso hubiesen llegado a tiempo de salvar el país y a ellas mismas: Atenas, Tebas y Esparta. Pero Esparta estaba ya convencida de
merecer la primacía y las otras dos no estaban dispuestas a reconocérsela.
No les faltaban razones, pues allí donde pudieron ejercer su predominio los espartanos no se mostraron en absoluto dignos de él. Los satélites de Atenas habían apenas acabado de desahogar su entusiasmo por la liberación del vasallaje, cuando ya consideraban a los «liberadores» aún
más odiosos que el antiguo amo. El nuevo, en cada uno de sus Estados, instaló un gobernador al frente de una gendarmería espartana, cuya principal misión
consistía en exprimir del erario un pesado tributo para Esparta. Ningún autogobierno podía formarse sin su permiso, el cual sólo se concedía a los reaccionarios.
Atenas no había llegado
nunca hasta este punto. Pero tal vez nadie
hubiese añorado la mayor libertad que ella había consentido, si el orden instaurado
en su lugar por Esparta
hubiese sido respetable. Y aquí se vio precisamente qué efectos deletéreos
puede producir a veces una disciplina excesiva. Los gobernadores que fueron a administrar las colonias (pues eran tales, y no otra cosa), habían sido educados en su patria, según el severo código de Licurgo, con «desprecio de lo cómodo y lo agradable». Frío, hambre; renuncias,
marchas forzadas y penitencias habían sido los fundamentos de su pedagogía. Y mientras permanecían en su patria, bajo el control de sus semejantes
y en una sociedad que no consentía errores, le eran fieles. Mas en cuanto se encontraban investidos de un poder absoluto
fuera de su ciudad y en contacto con pueblos en los que lo cómodo y lo agradable no eran despreciados
en absoluto, se ablandaron inmediatamente, como ha sucedido en Italia, entre 1940 y 1945, a muchos alemanes primero y después a muchos americanos e ingleses, venidos a nosotros con el ceño moralista y autoritario
típico de estas razas, y que pronto se aclimataron. No hay nada más corrompible que
los incorruptos. Poco entrenados como están a la tentación, cuando
ceden no conocen ya límites.
Fue el destino de los espartanos en el extranjero: ladrones, prevaricadores y libertinos. Y no salió tan sólo mancillado el prestigio de Esparta, sino también la buena salud de la sociedad, entre la cual se desarrolló de improviso la fiebre, hasta entonces reprimida, del oro y la especulación. Las riquezas, dice Aristóteles,
se concentraron solamente en la clase patronal, reducida
de número por las continuas guerras,
pero todavía prepotente y prevaricadora, sobre la masa de los
periecos y de los ilotas reducidos a
la miseria más negra. Y sobre esta peligrosa situación interior se injertó una nueva guerra exterior.
Persia
atravesaba un momento difícil. En 401 se había rebelado contra el rey Artajerjes
II su joven hermano Ciro, que enroló
en su ejército un
cuerpo de doce mil mercenarios espartanos al mando del ateniense Jenofonte, ex discípulo
de Sócrates. En Cunasa, Ciro fue descalabrado y muerto. Y los
griegos, por no seguir su suerte, iniciaron aquella famosa anabasis que después, bajo la pluma de su comandante, se tornó también en un bellísimo relato. Hostigados continuamente por
las patrullas enemigas y acechados por una población hostil, los supervivientes cruzaron una de las más inhóspitas tierras del mundo para alcanzar, desde las orillas del Tigris y del Eufrates, las costas del mar Negro, consteladas de ciudades griegas, donde los ocho mil seiscientos que quedaron fueron acogidos fraternalmente.
Fue
un episodio que llenó de orgullo a toda Grecia y que convenció al rey de Esparta, Agesilao, de
que Persia era un gran imperio, sí, pero de arcilla (y no se equivocaba). «¿Qué
os hace creer —preguntó a quien le aconsejaba prudencia— que el
gran Artajerjes sea más fuerte que yo?» Y, sin ninguna provocación, partió a la guerra con un pequeño ejército. Ahora bien, tengamos muy en mientes el hecho de que aquel pequeño ejército, aunque compuesto de espartanos que ya no eran como los de antes, avanzó como a través de mantequilla, desbaratando uno tras otro los que Artajerjes mandó en su contra. Pues es cosa que nos permitirá comprender otras muchas. Hasta que el gran rey, advirtiendo que no podía contar con sus tropas, que no valían nada, expidió mensajeros secretos y sacos de oro a Atenas y a Tebas para sublevarlas a espaldas de Agesilao.
Las dos ciudades no esperaban más que la ocasión. Formaron un ejército y lo mandaron a Coronea, mientras la escuadra ateniense se unía a la persa. En Coronea, Agesilao, volviendo rápidamente sobre sus pasos, barrió al enemigo en una sangrienta batalla campal. Pero el almirante ateniense Conón destruyó la flota espartana en Cnido (394 a. J. C), y desde aquel momento Esparta
desapareció definitivamente como potencia marítima.
Podía
haber sido la resurrección de
la ateniense. Pero Agesilao imitó
a Artajerjes mandándole mensajeros secretos
para ofrecerle todas las ciudades griegas de Asia a
cambio de la neutralidad. Así, el rey persa, que estaba a punto de perder el reino, acabó acrecentándolo. Impuso en 387 la paz de Sardes, llamada también «la paz del rey», que destruía los frutos de Maratón. Todo el Asia griega fue suya, junto con Chipre. Atenas tuvo Lennos, Imbros y Esciros. Y Esparta siguió
siendo la más fuerte potencia terrestre, pero
a
los ojos de Grecia
entera con el estigma de la traición por haber hecho —entendámonos—
contra Atenas y Tebas lo que Tebas y Atenas habían hecho contra ella.
Como de costumbre. Esparta que jamás había sabido tratar con los extranjeros
y era incapaz de diplomacia, en vez de hacer olvidar y perdonar la traición, no perdió ocasión de recordársela a todos comportándose como el gendarme de Artajerjes e imponiendo Gobiernos
oligárquicos en la propia Beocia, feudo de, Tebas.
Mas
aquí un joven patriota, Pelópidas, urdió una conjuración con
seis compañeros suyos, que un buen día asesinaron a los ministros pro
espartanos, restablecieron la Confederación beocia y aclamaron como beotarca, o sea presidente, a Pelópidas, el cual proclamó la guerra santa contra Esparta, ordenó la movilización general y confió
el mando del Ejército a uno de los más extraordinarios y complejos personajes de la Antigüedad; Epaminondas.
Epaminondas
era un invertido, como lo era también Pelópidas. Y el amor, no la amistad,
era el
vínculo que les unía. Pero la homosexualidad, en la
Grecia de aquel tiempo, no era en absoluto sinónimo de afemiaamiento y depravación. Del jovencísimo Epaminondas, hijo de una familia aristocrática y severa, se decía que nadie era más docto y menos locuaz que él. Era el clásico
«reprimido», lleno de complejos. Desde pequeño se le había impuesto una vida ascética, controlada por una férrea voluntad y
turbada por crisis religiosas. De haber nacido cuatro siglos más tarde, Epaminondas se hubiese convertido seguramente en un mártir cristiano. No amaba la guerra, era más bien un «objetor de conciencia». Y cuando le ofrecieron el mando respondió: «Reflexionadlo
bien. Porque si vosotros hacéis de mí vuestro general, yo haré de vosotros mis soldados
y como tales llevaréis una vida muy dura.». Pero Tebas era presa del delirio patriótico y todos se
sometieron de buen grado a la tremenda disciplina que Epaminondas instauró.
Con la meticulosidad que solía, el jovencísimo
general hizo un cuidadoso
estudio de la estrategia y la táctica espartanas, que consistían siempre en el habitual ataque frontal para hundir las líneas enemigas por él centro. Él no tenía más que seis mil hombres que
oponer a los diez mil espartanos que el rey Cleómbroto estaba conduciendo a marchas forzadas
hacia Beocia. Epaminondas alineó su pequeño ejército en la llanura de Leuctra. Pero a diferencia del enemigo, desguarneció el centro para reforzar las alas, especial- mente la derecha, donde el elemento de choque estaba formado por un sacro pelotón de trescientos
hombres, homosexuales como él, por parejas, cada uno comprometido bajo juramento
a permanecer hasta la muerte al lado del que era su «compañero», y no solamente en el campo de batalla.
Esta
singular sección tuvo, con su
encarnizamiento,
una importancia decisiva en el resultado de la
batalla. Los espartanos, avezados a forzar sobre el centro, no estaban en absoluto preparados para contener un ataque de flanco. Sus
alas fueron desbaratadas. Y toda Grecia se quedó sin aliento al oír que su Ejército,
imbatido hasta entonces, había sido deshecho por un enemigo cuyos efectivos eran poco menos que
la mitad de los espartanos y que hasta entonces no había gozado de crédito alguno.
El éxito embriagó al ex objetor de conciencia Epaminondas, quien, con Pelópidas, se convenció de poder dar a Tebas aquella preeminencia a la que en adelante Esparta y Atenas debían renunciar. Irrumpió en el Peloponeso,
liberó Mesenia, fundó Megalópolis para que los árcades, que jamás se habían sometido a Esparta, hicieran
de ella su fortaleza, y avanzó incluso hasta Laconia, o sea en el corazón del enemigo,
cosa que nunca había sucedido y que nos demuestra en qué se habían convertido los famosos guerreros de Esparta.
Pero
una vez más los odios y los celos impidieron que Grecia
se unificase. Atenas,
que había saludado con gozo la
victoria tebana en Leuctra como fin de la preponderancia espartana, veía hora con
recelo la consolidación de la tebana. Tanto, que se coligó con el viejo enemigo
mortal, a cuyo Ejército
unió el suyo para cortar el paso a Epaminondas. La batalla tuvo
lugar en Mantinea, el año 362 antes de Jesucristo. Epaminondas venció una vez más, pero fue muerto en combate por Grilo, hijo de Jenofonte. Y con él se esfumaron los sueños hegemónicos de Tebas.
Ninguna de las tres grandes ciudades
griegas tenía la fuerza para imponer la propia supremacía, pero cada una tenía la de impedir la ajena. Como Europa después
de la Segunda Guerra Mundial, Grecia estuvo después de Leuctra y Mantinea, más dividida y fue más egoísta, más disparatada y más débil que antes.
(
Indro Montanelli )
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