César
miraba a Mucia Tercia, que le parecía enormemente atractiva; era evidente que
el casamiento con Pompeyo la sentaba bien. Mentalmente, añadió su nombre a la
lista de sus futuras conquistas, ¡bien que se lo había buscado Pompeyo! Pero
aguardaría. Que el abominable joven Carnicero llegase antes más alto.
Estaba
seguro de que Mucia Tercia sería fácil; la había sorprendido mirándole varias
veces. Pero no iba a precipitarse; necesitaba más tiempo para madurar a la
sombra de Pompeyo antes de caer en sus brazos. De momento, tenía bastante con
Metela Capraria, esposa de Cayo Verres. ¡Arar su surco era un ejercicio de
horticultura que le encantaba!
Su
dulce esposa le miraba, y apartó los ojos de Mucia Tercia y los clavó en ella;
le hizo un guiño y Cinnilla contuvo la risa y demostró que había heredado del
padre la facilidad para ruborizarse.
Era
un encanto. Nunca estaba celosa, a pesar de que habría oído rumores y
seguramente daría crédito a ellos. ¡Después de tantos años, tenía que conocerle!
Pero estaba demasiado influenciada por Aurelia para sacar a colación el tema de
sus escarceos. Y no lo hacía; como si nada tuvieran que ver con ella.
Con
su madre no era tan circunspecto; suya había sido la idea de que sedujera a las
esposas de sus iguales. Y tampoco tenía pelos en la lengua para preguntarle de
vez en cuando si alguna le resultaba difícil. Las mujeres eran un misterio y
tenía la impresión de que siempre lo serían; y las opiniones de Aurelia valían
la pena.
Ahora que tenía tratos con las mujeres de su
clase del Palatino y la Carinae, estaba al corriente de todos los cotilleos y
se los transmitía a él sin adornos. A él lo que le gustaba era volver locas a las
mujeres antes de dejarlas, porque así quedaban inservibles para sus cornudos maridos.
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