-Es un placer hacerte feliz,
Livia Drusa, siempre que te comportes como una buena romana y hagas lo que
debes. Espero que te muestres con Quinto Servilio como cualquier joven a quien
alegra el matrimonio. Le dirás que te complace y le tratarás con absoluta deferencia,
respeto, interés y dedicación. En ningún momento, ni siquiera en la intimidad
del dormitorio cuando estéis casados, le darás el más minimo indicio de que no
es el marido que deseas. ¿Comprendes? -inquirió con severidad.
-Comprendo, Marco Livio
-respondió ella.
La condujo al atrium, en cuyo
rectángulo cenital comenzaba a clarear la luz perlada, más pura que la de las
lámparas y más débil pero más luminosa. En la pared había un pequeño altar a los dioses del
hogar, los Lares y los Penates, flanqueados por unas preciosas miniaturas de
templos que albergaban las imágenes de los hombres famosos de la familia, desde
su difunto padre el censor hasta los primeros antepasados. Y allí, Marco Livio
Druso le hizo prestar el terrible juramento a los terribles dioses romanos, carentes
de imagen y mitología, de humanidad, simples personificaciones de cualidades
mentales y no divinidades con figura de seres reales; y para no incurrir en su
desagrado, Livia Drusa juró ser una amante esposa de Quinto Servilio Cepio
hijo.
( C.
McC. )
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