Y toda Roma se volcó en masa; miles y miles de personas a quienes
nada importaba las proscripciones y los decretos de bandolerismo y sacrilegio.
Era la oportunidad de manifestar su duelo por Cayo Mario y ver aquel fiero y
querido rostro con sus enormes cejas fruncidas llevado por un actor de estatura
y corpulencia iguales a las del muerto. ¡Y figuraría también su hijo el joven
Mario, tan guapo e impresionante! Pero lo que mayor impresión causó fue el
sobrino vivo de Cayo Mario, ataviado con toga de luto tan negra como los
ropajes de los caballos que tiraban de las carrozas, con su pelo dorado y su
rostro blanco en fuerte contraste con la abundancia de negro que le rodeaba.
¡Qué guapo! ¡ Parecía un dios! Era aquélla la primera aparición de César ante
una gran muchedumbre desde la época en que había ayudado al impedido Mario
después de su infarto, y quería asegurarse de que la gente de Roma no le
olvidase. Era el único descendiente varón de Cayo Mario y quería que todos los
que acudiesen al entierro de Julia supiesen quién era: el descendiente de Cayo
Mario.
Pronunció el elogio funerario desde los rostra y era la primera
vez que hablaba desde esa tribuna, la primera vez que contemplaba a sus pies un
mar de rostros cuyos ojos estaban fijos en él. A Julia la habían preparado con
primor para su último viaje público, tan bien maquillada que parecía una bella
joven, y arrancaba lágrimas entre la multitud. Otras tres hermosas mujeres
estaban de pie junto al cadáver en la tribuna de las arengas; una, ya
cincuentona, de quien los agentes de Lucio Decumio no cesaban de decir,
esparcidos entre la multitud, que era la madre de César; otra de unos cuarenta
años, cuyo pelo rojo dorado proclamaba que era hija de Sila; y una jovencita
morena en avanzado estado de gravidez, sentada en una silla, que era la esposa
de César y que en el regazo tenía a una niña preciosa de cutis argénteo y de
unos siete años en quien no era difícil adivinar la hija del propio César.
-¡Mi familia la forman mujeres! -gritó César desde la tribuna con
su voz aguda de orador-. No quedan varones de la generación de mi padre ni de
la mía. Yo soy el único que honra hoy en Roma el fallecimiento de la mujer de
más años de mi familia, Julia, cuyo nombre no alteró ningún diminutivo ni
apelativo pues era la mayor de las Julias y embelleció el nombre de su gens de
tal manera como jamás en Roma se ha conocido en una matrona. Era hermosa, de
natural amable y poseía toda la lealtad que un hombre puede esperar de una
esposa, una madre o una tía; poseía el don cálido del afecto y la bondad de un
espíritu generoso. Si hay una mujer con la que podría comparársela, quien
también perdió su esposo y sus hijos mucho antes de morir, sería, qué duda
cabe, otra gran patricia romana: Cornelia, madre de los Gracos. No han sido tan
dispares sus vidas, puesto que Cornelia y Julia sufrieron la cruel aflicción de
un hijo decapitado sin derecho a sepelio. ¿Y quién puede decir en cuál de las
dos habrá sido más hondo el dolor, sabiendo que una perdió a todos sus hijos
pero no padeció el infortunio de ver al esposo deshonrado, mientras que la otra
perdió a su único hijo y conoció la desventura de un esposo deshonrado y la
pobreza en la vejez? Cornelia fue octogenaria; Julia expiró a los cincuenta y
nueve años. ¿Sería acaso falta de coraje en Julia o una vida más muelle en el
caso de Cornelia? Nunca lo sabremos, pueblo de Roma. Ni hay por qué
preguntarlo. Las dos fueron mujeres grandes e ilustres.
»Pero no estoy aquí para honrar a Julia ni a Cornelia. Julia de
los Julios Césares, cuyo linaje era más ilustre que el de ninguna otra romana,
pues en él entroncan los reyes de Roma y los dioses fundadores de la ciudad. Su
madre era Marcia, la hija menor de Quinto Marcio Rex, el augusto descendiente
del cuarto rey de Roma, Anco Marcio, a quien cotidianamente se recuerda en esta
gran ciudad con gratitud y alabanzas, pues él trajo a la ciudad el agua potable
para surtir de fuentes a todas las plazas públicas y encrucijadas. Su padre fue
Cayo Julio César, el hijo menor de Sexto Julio César, patricios de la tribu
Fabia, otrora reyes de Alba Longa, descendientes de Tulo, hijo de Eneas, a su
vez hijo de la diosa Venus. Por sus venas corría la sangre de una divinidad
poderosa y también la de Marte y Rómulo, pues, ¿quién era Rea Silvia, la madre
de Rómulo y Remo sino Julia? Así, en mi tía carnal Julia se conjugan la
majestad mortal de los reyes y la santidad de los dioses que son dueños de los
reyes.
»A la edad de dieciocho años casó con un hombre que hasta el mas
humilde de vosotros conocéis. Casó con Cayo Mario, cónsul de Roma siete veces,
vencedor del rey Yugurta de Numidia, vencedor de los germanos y vencedor de las
primeras batallas en la guerra itálica. Y hasta que este polémico y poderoso
hombre murió en la cumbre de su poder, ella fue su leal y fiel esposa. Y de él
tuvo su único hijo, Cayo Mario el joven, que fue primer cónsul de Roma a la
edad de veintiséis años.
»No es culpa suya que ni el esposo ni el hijo conservaran impoluta
su fama después de morir. No es culpa suya que sobre su persona cayera la
proscripción y tuviese que abandonar la que había sido su casa durante
veintiocho años para ir a una mucho más inferior, expuesta al cruel viento
norte que azota el Quirinal externo. No es culpa de ella que la Fortuna le
dejase poco con qué vivir para paliar las necesidades de su nuevo vecindario. No
es culpa suya haber muerto antes de tiempo. No es culpa suya que se prohibiese
exhibir para siempre las máscaras funerarias de su esposo y de su hijo.
»Yo la conocí bien de niño, pues serví de apoyo a Cayo Mario
durante aquel aciago año en que el segundo infarto le convirtió en un lisiado.
Iba cada día a su casa para cuidar de su esposo y ella me daba dulcemente las
gracias. De ella he recibido un cariño como ninguna mujer me ha dado, pues mi
madre hubo de ser padre también y no podía permitirse el lujo de caricias y
besos que son impropios de un padre. Pero tenía a mi tía Julia, y, aunque mil
años viviese, jamás olvidaría uno solo de esos besos y caricias, una sola de
las cariñosas miradas que me dirigían sus hermosos ojos grises. ¡Y yo os digo,
pueblo de Roma, lamentad su muerte! ¡Doleos de su muerte como yo hago! ¡ Doleos
de su destino y de la tristeza que la vida le reservó! Y doleos también del
destino de su esposo y su hijo, cuyas imagines os muestro en este triste día.
¡Dicen que no está permitido mostrar las máscaras de los Marios, que se me
puede privar de mi rango y ciudadanía por cometer el nefando crimen de enseñar
aquí en el Foro -¡que ellos tan bien conocían!- dos objetos inanimados hechos
de cera pintada y cabello de otros! ¡ Pues yo os digo que si así se
dictaminara, si fuese despojado de mi rango y ciudadanía por exhibir las
máscaras de los Marios, que así sea! Pues yo quiero honrar a mi tía carnal como
es debido y esa honra es inseparable de su devoción a los Marios que fueron su
esposo e hijo. ¡Muestro esas imagines por Julia, y no consentiré que ningún
magistrado de esta ciudad las excluya del desfile funerario! ¡Adelante Cayo
Mario, adelante Cayo Mario hijo! ¡Honrad a vuestra esposa y madre, Julia de los
Julios Césares, hija de reyes y dioses!
La multitud lloraba desconsolada, pero cuando los actores que
portaban las máscaras de Cayo Mario y su hijo avanzaron para efectuar sus
reverencias a la rígida figura del féretro, comenzó a oírse un murmullo que fue
creciendo hasta convertirse en coro de exclamaciones, que, finalmente, se
convirtió en ensordecedor estruendo. Y Hortensio y Metelo Caprario el joven,
que contemplaban estupefactos la escena desde lo alto de la escalinata del
Senado, volvieron la espalda impotentes. El delito de Cayo Julio César tendría
que aceptarse con legal y disciplinario silencio, pues toda Roma le amparaba.
-Ha sido digno de oir -dijo Hortensio a Catulo poco después-. No
sólo ha desafiado las leyes de Sila y del Senado, sino que ha aprovechado la
ocasión para recordar a la muchedumbre que es descendiente de reyes y dioses.
( C. McC. )
No hay comentarios:
Publicar un comentario