En una de esas acciones estuvimos a punto de sufrir una muy grave derrota.
Lo cierto es que
perdimos no menos de cuatrocientos legionarios; se difundió un pánico en
el que desapareció todo sentido de la disciplina, y yo mismo tuve que
nadar a través del puerto para salvar mi vida, mientras abandonaba como trofeo
para el enemigo mi manto escarlata de imperator, que me impedía nadar y que,
en todo caso, atraía sobre sí demasiados proyectiles.
En aquella guerra rara vez nos era
posible el descanso.
Cada día el enemigo intentaba alguna nueva
acción.
Mis soldados, que debían librar un tipo
de guerra al que en modo alguno estaban acostumbrados y que se hallaban
ansiosos casi todos por volver a sus casas, mantenían la disciplina sólo
porque sabían que se encontraban en peligro y porque aún conservaban su
confianza en mi capacidad militar.
Tanto ellos como yo sabíamos que la guerra no
terminaría hasta que hubiéramos recibido refuerzos que nos permitieran
enfrentarnos al enemigo en una batalla formal.
Mientras tanto, en cualquier momento podíamos quedar cogidos en una trampa o superados por nuestros muy hábiles adversarios.
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