-
¡Cleopatra, Cleopatra! -gritó en el momento de entrar en el palacio, su casco
rebotando escaleras abajo cuando lo dejó caer-. ¡Cleopatra!
Apareció
Apolodoro, luego Sosigenes y, por último, Cha'em. Pero no Cleopatra.
-
¿Dónde está? ¿Dónde está mi esposa? -preguntó.
-
¿Qué ha sucedido? -preguntó, a su vez, Apolodoro, encogido.
- Mi
ejército desertó, y eso también significa que lo ha hecho mi flota -respondió,
sin más explicaciones-. ¿Dónde está la reina?
- En
su tumba -contestó Apolodoro.
¡Ya
está! Lo había dicho.
El
rostro de Marco Antonio se volvió gris, al tiempo que se tambaleaba.
-
¿Muerta?
- Sí.
No parecía creer que fuese a verte de nuevo vivo.
-
Tampoco me hubiese visto, de haber luchado mi ejército. -Se encogió de hombros,
se desató los cordones de su paludamentum, que cayó al suelo como un charco de
rojo brillante-. Bueno, no hay ninguna diferencia. -Desató las correas de su coraza,
que produjo otro estrépito cuando golpeó contra el mármol. La espada salió de
su vaina, la espada de un noble con una empuñadura de marfil con la figura de
una águila-. Ayúdame a quitarme el sobreveste -le ordenó a Apolodoro-. ¡Venga,
hombre, no te estoy pidiendo que empujes la espada! Sólo déjame con mi túnica.
Pero
fue Cha'em quien se adelantó y le quitó el sobreveste de cuero y las correas.
Los
tres ancianos miraron traspuestos mientras Antonio apoyaba la punta de su
gladio contra su cintura, los dedos de su mano izquierda buscando la parte
inferior de las costillas. Satisfecho, sujetó el águila de marfil con las dos
manos, respiró profundamente y empujó con todas sus fuerzas. Sólo entonces los
tres viejos se movieron, corrieron a ayudarlo mientras caía al suelo, jadeante,
con expresión ceñuda pero no por el dolor, sino de furia.
-
Cacat! -exclamó, los labios abiertos para mostrar los dientes-. He fallado en
mi intento de buscar el corazón. Tenía que haber estado ahí.
-
¿Qué podemos hacer? -preguntó Sosigenes, que lloraba a lágrima viva.
-
Para empezar, deja de llorar. Tengo la espada clavada en el hígado, y tardaré
algún tiempo en morir -gimió-. Cacat, ¡duele! Me lo tengo merecido… la reina, llevadme
hasta ella.
-
Quédate aquí hasta que mueras, Marco Antonio -le suplicó Cha'em.
- No,
quiero morir mirándola. Llévame hasta ella. Los dos sacerdotes embalsamadores
entraron primero en el cesto, con sus aparatos alrededor de ellos, luego permanecieron
en el borde de la abertura mientras otros dos sacerdotes embalsamadores
colocaban a Antonio en el cesto, que tenía su base acolchada con mantas blancas.
Los sacerdotes, en el exterior, subieron el cesto con la polea; en la abertura
lo colocaron sobre unos raíles hasta que pudieron bajarlo a la tumba, donde los
dos primeros sacerdotes embalsamadores lo sujetaron.
Cleopatra
esperaba, dispuesta a ver a un Antonio sin vida hermosamente arreglado en una
muerte que no mostrara ningún estigma visible.
-
¡Cleopatra! -jadeó él-. ¡Dijeron que estabas muerta!
- ¡Amor
mío, amor mío! ¡Todavía estás vivo!
- ¿No
es un chiste? -preguntó él, que intentó reír mientras se ahogaba con la tos-.
Cacat! Tengo sangre en el pecho.
-
Ponedlo en mi cama -les dijo a los sacerdotes, y se movió alrededor de la cama,
incordiándolos, hasta que lo colocaron a su gusto.
La
túnica acolchada escarlata no mostraba la sangre como en las mantas blancas
donde había yacido, pero ella había visto tanta sangre en sus treinta y nueve
años que no se sentía horrorizada por ello. Hasta que los sacerdotes, médicos
como eran, no quitaron la túnica con la intención de vendar la herida con
fuerza para detener la hemorragia no vio ella aquel magnífico cuerpo abierto
por una grande y fina lágrima debajo de las costillas. Cleopatra tuvo que
apretar los dientes para contener un grito de protesta, la primera punzada de
dolor. El iba a morir; ella ya se lo esperaba. Pero la realidad la superó: el
dolor en sus ojos, el espasmo de agonía que de pronto lo dobló como un arco
mientras los sacerdotes luchaban por vendarlo. Su mano le aplastó los dedos, le
unió todos los huesos, pero ella sabía que, al tocarla, le estaba dando
fuerzas, por lo tanto, lo soportó.
Una
vez que lo pusieron todo lo cómodo que podía estar, ella acercó una silla al
lado de la cama y se sentó allí mientras le hablaba con una dulce voz de
arrullo, y sus ojos, brillantes de placer, nunca se separaron de su rostro. Un
momento tras otro, hora tras hora, lo ayudó a cruzar el Río, como él dijo,
todavía, en el fondo, un romano.
- ¿De
verdad caminaremos juntos por el Reino de los Muertos?
- Muy
pronto, amor mío.
-
¿Cómo te encontraré?
- Yo
te encontraré. Sólo siéntate en algún lugar hermoso y espera.
- Un
destino más hermoso que el sueño eterno.
- Oh,
sí. Estaremos juntos.
-
César también es un dios. ¿Tendré que compartirte?
- No,
César pertenece a los dioses romanos. No estará allí.
Pasó
tiempo antes de que él reuniese el coraje para decirle lo que había pasado en
el hipódromo.
- Mis
tropas desertaron, Cleopatra, hasta el último hombre.
- Así
que no hubo batalla.
- No.
Me lancé sobre mi espada.
- Una
alternativa mejor que la de Octavio.
- Así
creí. ¡Oh, pero es tan agotador! Lento, demasiado lento.
- Muy
pronto se acabará, mi amor. ¿Te he dicho que te quiero? ¿Alguna vez te he dicho
cuánto te quiero?
- Sí,
y por fin te creo.
La
transición entre la vida y la muerte cuando llegó fue tan sutil que ella no se
dio cuenta de que había pasado hasta que, al mirar por azar a sus ojos, vio las
pupilas enormes y cubiertas con una fina pátina de oro. Marco Antonio se había
marchado; ella sostenía en sus brazos una cáscara, la parte de él que había abandonado.
Un
alarido rasgó el aire: su alarido. Como un animal, se arrancó los cabellos a
puñados, desgarró el corpiño hasta que sus pechos quedaron desnudos y se los destrozó
con las uñas, mientras aullaba, gritaba y se golpeaba como una loca.
Cuando
a Charmian e Iras les pareció que podía hacerse daño de verdad, llamaron a los
sacerdotes embalsamadores y la obligaron a tomar la jalea de amapolas. Sólo después
de que ella cayó en el estupor de la droga los sacerdotes se llevaron el cuerpo
de Marco Antonio a su sarcófago para comenzar el embalsamamiento.
Ya
era de noche; Antonio había tardado once horas en morir, pero al final era el
viejo Antonio, el gran Antonio. En la muerte se había encontrado, por fin,
consigo mismo.
(
Imágenes: fotogramas de la película "Cleopatra", protagonizada por
Richard Burton y Elizabeth Taylor )
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