Luego
llegó el trabajo, que era lo que Octavio más amaba. Había salido de Egipto como
propietario de setenta legiones, un total astronómico en el que sólo con el oro
del tesoro de los Ptolomeo podía permitirse retirarse cómodamente. Después de
un cuidadoso estudio había decidido que, en el futuro, Roma no necesitaría más de
veintiséis legiones; ninguna de ellas estaría destinada en Italia o la Galia
Cisalpina, y eso significaba que ningún ambicioso senador dispuesto a
suplantarlo tendría a mano tropas. Además, estas veintiséis legiones
constituían un ejército permanente que serviría bajo las águilas durante
dieciséis años y bajo bandera durante otros cuatro. Cada una de las cuarenta y
cuatro legiones que había licenciado fueron desparramadas de un extremo al otro
del Mare Nostrum, en tierras confiscadas a las ciudades que habían respaldado a
Antonio. Aquellos veteranos nunca vivirían en Italia.
La
propia Roma había comenzado las transformaciones que había jurado Octavio: de ladrillos
a mármol. Cada templo fue repintado con sus verdaderos colores, las plazas y
los jardines fueron remodelados y el botín de Oriente fue utilizado para
adornar templos, foros, circos y mercados. Maravillosas estatuas y pinturas, fabulosos
muebles egipcios. Un millón de pergaminos fueron colocados en la biblioteca
pública.
El
Senado votó para Octavio toda clase de honores; él aceptó unos pocos y mostró
su desagrado cuando insistieron en llamarlo «dux», líder. Octavio tenía algunos
deseos secretos, pero no eran de dominio público; la última cosa que deseaba
era parecer déspota. Por lo tanto, vivía como correspondía a un senador de su rango,
pero nunca con excesos. Sabía que no podía continuar gobernando sin el apoyo
del Senado, pero, sin embargo, también sabía con la misma certeza que de alguna
manera tenía que ejercer un control sobre él sin parecer que lo hacía. Lo
ayudaba a controlar el fisco y el ejército, dos poderes que no se podían fijar,
pero no le daba ni una pizca de inviolabilidad personal. Para eso necesitaba
los poderes de un tribuno de la plebe, y no durante un año o una década, sino
para toda la vida. Con ese fin tenía que trabajar poco a poco hasta obtener el
más grande de todos los poderes: el de veto. Él, el menos musical de todos los
hombres, tenía que cantarle al Senado una canción de sirena tan seductora que
lo obligara a permanecer en sus remos para siempre…
( C.
McC.)
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