viernes, 3 de julio de 2015

EL REGRESO DE CÉSAR OCTAVIO A ROMA, DESPUÉS DE VENCER A MARCO ANTONIO Y CLEOPATRA:




Luego llegó el trabajo, que era lo que Octavio más amaba. Había salido de Egipto como propietario de setenta legiones, un total astronómico en el que sólo con el oro del tesoro de los Ptolomeo podía permitirse retirarse cómodamente. Después de un cuidadoso estudio había decidido que, en el futuro, Roma no necesitaría más de veintiséis legiones; ninguna de ellas estaría destinada en Italia o la Galia Cisalpina, y eso significaba que ningún ambicioso senador dispuesto a suplantarlo tendría a mano tropas. Además, estas veintiséis legiones constituían un ejército permanente que serviría bajo las águilas durante dieciséis años y bajo bandera durante otros cuatro. Cada una de las cuarenta y cuatro legiones que había licenciado fueron desparramadas de un extremo al otro del Mare Nostrum, en tierras confiscadas a las ciudades que habían respaldado a Antonio. Aquellos veteranos nunca vivirían en Italia.



La propia Roma había comenzado las transformaciones que había jurado Octavio: de ladrillos a mármol. Cada templo fue repintado con sus verdaderos colores, las plazas y los jardines fueron remodelados y el botín de Oriente fue utilizado para adornar templos, foros, circos y mercados. Maravillosas estatuas y pinturas, fabulosos muebles egipcios. Un millón de pergaminos fueron colocados en la biblioteca pública.

 

El Senado votó para Octavio toda clase de honores; él aceptó unos pocos y mostró su desagrado cuando insistieron en llamarlo «dux», líder. Octavio tenía algunos deseos secretos, pero no eran de dominio público; la última cosa que deseaba era parecer déspota. Por lo tanto, vivía como correspondía a un senador de su rango, pero nunca con excesos. Sabía que no podía continuar gobernando sin el apoyo del Senado, pero, sin embargo, también sabía con la misma certeza que de alguna manera tenía que ejercer un control sobre él sin parecer que lo hacía. Lo ayudaba a controlar el fisco y el ejército, dos poderes que no se podían fijar, pero no le daba ni una pizca de inviolabilidad personal. Para eso necesitaba los poderes de un tribuno de la plebe, y no durante un año o una década, sino para toda la vida. Con ese fin tenía que trabajar poco a poco hasta obtener el más grande de todos los poderes: el de veto. Él, el menos musical de todos los hombres, tenía que cantarle al Senado una canción de sirena tan seductora que lo obligara a permanecer en sus remos para siempre…


( C. McC.)

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