Aunque
se llevaban una diferencia de unos 30 años con su tío-abuelo, una de las tareas
de Octavio consistió en acompañar a César en su rápida calesa de una colonia a
otra, supervisando el reparto de las tierras a sus legionarios veteranos ya
licenciados, asegurándose de que quienes llevaban a cabo el trabajo sabían cómo
hacerlo, promulgando los fueros donde se esbozaban las leyes, normas y ordenanzas
coloniales, y eligiendo personalmente al primer grupo de ciudadanos que
formaría cada consejo de gobierno. El joven Octavio entendió que estaba a
prueba: no sólo debía confirmarse su competencia, sino también su estado de
salud.
-Espero
-dijo a César mientras regresaban de Hispalis- serte de alguna ayuda, tío.
-De
una gran ayuda-contestó César, en apariencia un poco sorprendido-. Tienes una gran
capacidad para los detalles, Octavio, y disfrutas sinceramente de lo que para muchos
son los aspectos más aburridos de este trabajo. Si fueras pasivo, diría que
eres un burócrata ideal, pero no eres en absoluto desidioso. En diez años podrás
administrar Roma por mí mientras yo me dedico a asuntos que se me dan mejor que
la administración de Roma. No me importa redactar las leyes para convertirla en
un lugar más funcional y operativo, pero me temo que en realidad lo mío no es quedarme
en un mismo sitio durante años, ni siquiera si el sitio es Roma, ésta rige mi
corazón pero no mis pies. Pronto deberé de salir a conquistar el Imperio Parto,
por dos razones: la amenaza de los partos es inminente, y la necesidad de
dinero por parte de Roma es desesperada, y de allí por un lado freno la amenaza
parta, y por el otro obtengo el dinero que Roma necesita.
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