Hacía más de dos años y medio
que no se habían visto; Julia ya casi tenía veinticuatro años y Mario cincuenta
y dos. Este sabía que ella anhelaba volver a verle, porque había viajado de
Roma a Cumas en una época del año en que son frecuentes las tempestades por mar, mientras que en Roma se
está estupendamente. La costumbre le impedía viajar constantemente acompañando a su
esposo, en particular si éste cumplía cualquier clase de encargo público. No podía
acompañarle a las provincias, ni en ninguno de sus viajes por Italia, a menos
que él la invitase formalmente, y estaban mal vistas esas invitaciones. En
verano, cuando las esposas de los nobles romanos se retiraban a una localidad marítima,
ellos iban a acompañarlas siempre que podían pero hacían el viaje separados; y
si pasaban unos días en la granja o en una de las villas de las afueras de
Roma, raras veces las llevaban a ellas.
Julia no era precisamente
recelosa; había estado escribiendo a Mario una vez a la semana durante su
ausencia y éste había correspondido con la misma regularidad. Ninguno de los
dos era dado al chismorreo, por lo que su correspondencia tendía a ser breve y
ceñida a los asuntos familiares, pero sí que estaba llena de afecto y cariño. Naturalmente
que a ella no le importaba que hubiera habido otras mujeres en su larga
ausencia, y Julia era demasiado bien educada y formada para ocurrírsele preguntar, ni esperaba que él se lo dijese por iniciativa propia. Eran cosas
que formaban parte del mundo de los hombres y en las que no se inmiscuía una
esposa. En ese aspecto, como su madre Marcia había tenido la prevención de
advertirle, tenía la suerte de estar casada con un hombre treinta años mayor
que ella, con un apetito sexual -decía Marcia- más contenido que el de un
hombre joven, del mismo modo que sería mucho mayor su placer al volver a ver a
su esposa.
Pero ella le había echado de
menos dolorosamente, no por el simple hecho de que le amaba, sino porque, además,
Mario la complacía. De hecho, le gustaba, y por eso la separación había sido más dura,
porque le había faltado a la vez un amigo que era esposo y amante.
Cuando él entró en su sala de
estar sin previo aviso, Julia se puso en pie con turbación y notó que sus
piernas no le respondían; tuvo que volver a sentarse. ¡Qué alto era! ¡Qué
bronceado y lleno de vida! No parecía más viejo, en absoluto, si acaso, más
joven de lo que ella recordaba. El le dirigía su mejor sonrisa -sus dientes
seguían impecables-, aquellas fabulosas y pobladas cejas brillaban reflejando
el fulgor de aquellos ojos negros y extendía hacia ella sus grandes y hermosas
manos. ¡Y ella sin poder moverse! ¿Qué pensaría?
Nada malo, por lo visto, porque
cruzó el cuarto y la puso suavemente en pie, sin mostrar intención de abrazarla
y limitándose a mirarla con una sonrisa de admiración. Luego le cogió la cabeza
entre las manos y le besó tiernamente párpados, mejillas y labios. Julia le
echó los brazos al cuello, se apretó contra él y hundió el rostro en su pecho.
-¡Oh, Cayo Mario, qué alegría
verte! -exclamó.
-A mí también me alegra verte,
esposa -respondió él, acariciándole la espalda; ella
notó que le temblaban las manos.
-¡Bésame,
Cayo Mario! -dijo ella alzando la cabeza-. ¡Bésame como es debido!
El reencuentro fue tal como
ambos habían imaginado: lleno de cariño y cargado de pasión. Y no sólo eso, sino que
concurría, además, el deleite del pequeño Mario y la pena compartida por la
muerte del segundo hijo.
Para mayor complacencia del
agradecido padre, el pequeño Mario era un niño precioso, alto, fuerte, con un
buen color de tez y grandes ojos grises que miraban con calma a su progenitor. Mario sospechaba
que estaba poco disciplinado, pero todo eso cambiaría. El diablillo pronto
descubriría que a un padre no se le domina ni manipula; un padre es para reverenciar
y respetar, igual que él, Cayo Mario, había reverenciado y respetado a su
querido padre.
Había otras penas aparte de la
muerte del segundo hijo; Julia había perdido a su padre, cosa que él sabía,
pero ahora se enteró delicadamente, por medio de Julia, de la muerte de su propio padre. Había muerto
después de saber que le habían elegido cónsul por segunda vez en circunstancias
tan extraordinarias; había tenido una muerte rápida y afortunada, un ataque
cardíaco que le había sobrevenido mientras el anciano hablaba con unos amigos
del recibimiento que Arpinum iba a tributar a su más ilustre hijo.
Mario hundió el rostro entre los
senos de Julia y lloró; eso le sirvió de consuelo y le permitió comprender que
todo había sucedido a su debido tiempo. Su madre, Fulcinia, había muerto siete
años antes, dejando solo a su padre, y si la Fortuna no había permitido que el
anciano volviera a ver a su hijo, la diosa al menos había consentido en que
conociera su excelsa distinción.
-Entonces no tiene objeto que
vaya a Arpinum -dijo ulteriormente Mario a Julia-. Nos quedaremos aquí, amor mío.
-Publio Rutilio no tardará en
venir. Lo hará en cuanto se hallen algo más organizados los tribunos de la plebe. Creo
que teme que resulten difíciles, porque algunos son muy inteligentes.
-Pues, hasta que llegue Publio
Rutilio, mi dulce, queridísima y hermosa esposa, ni siquiera hablaremos de esa cosa tan irritante como es la política.
(C.
McC, )
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