Estaban además los
romanos tan persuadidos de la inutilidad del valor sin el requisito de la
maestría práctica, que una hueste se apellidaba con la voz que significa
ejercicio , y los ejercicios militares eran el objeto incesante y principal de
su disciplina. Instruíanse mañana y tarde los bisoños, y ni la edad ni la
destreza dispensaban a los veteranos de la repetición diaria de cuanto ya
tenían cabalmente aprendido. Labrábanse en los invernaderos tinglados
anchurosos para que su tarea importante siguiese, sin menoscabo ni la menor
interrupción, en medio de temporales y aguaceros, con el esmerado ahínco de que
las armas en aquel remedo fuesen de peso doble de las indispensables en la
refriega. No cabe en el intento de esta obra el explayarse en el pormenor de
los ejercicios, notando tan sólo que abarcaban cuanto podía robustecer el
cuerpo, agilizar los miembros y agraciar los movimientos. Habilitábase
colmadamente el soldado en marchar, correr, brincar, nadar, portear cargas
enormes, manejar todo género de armas apropiadas al ataque o a la defensa, ya
en refriegas desviadas, ya en las inmediatas; en desempeñar varias evoluciones,
y moverse al eco de la flauta en la danza pírrica o marcial. Familiarizábase la
tropa romana en medio de la paz con los afanes de la guerra; y expresa
atinadamente un historiador antiguo que peleara contra ellos que el
derramamiento de sangre era la única circunstancia que diferenciaba un campo de
batalla de un paraje de ejercicio.
Esmerábanse generales y aun emperadores en realzar estos estudios militares con su presencia y ejemplo, y nos consta que Adriano, al par de Trajano, solía allanarse a ir instruyendo a sus bisoños, galardonar a los sobresalientes, y a veces competir con ellos en primor y brío.
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