El reparto
arreglado y frecuente de vino y aceite, de trigo y pan, de dinero y abastos,
había casi descargado a los ciudadanos menesterosos de Roma de todo trabajo.
Extremó el fundador de Constantinopla su magnificencia, hasta cierto punto,
como los primeros Césares; pero aquella largueza tan vitoreada por su pueblo ha
sido censurada por la posteridad. Una nación de legisladores y guerreros podía
apropiarse las mieses africanas, compradas con su sangre, y Augusto ideó
mañosamente cuanto conducía para que los romanos con su hartura se aviniesen a
su servidumbre. Mas la profusión de Constantino carecía de toda disculpa de
interés público y privado, y la contribución anual de trigo impuesta al Egipto
en beneficio de su nueva capital se destinaba al regalo de una plebe haragana y
desmandada, a costa de los labradores de una provincia industriosa.
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