Aun cuando los
conocía bastante bien, hasta el último momento no pude creer que me obligarían
a provocar una guerra. Durante todo aquel diciembre decisivo ofrecí hacer
concesiones y más concesiones y, por medio de mis agentes, di seguridades en
las que debía haberse creído, si hubiera existido la menor disposición a
entrar en razón. Mientras tanto, mis amigos me advertían de la
existencia de varias maquinaciones que se urdían contra mi. Se decía que
algunos de mis oficiales habían sido sobornados para que trabajaran con
mis enemigos, y especialmente se me informó que Labieno se hallaba en constante
comunicación con Pompeyo y con aquellos amigos de Pompeyo que estaban más
resueltos a provocar una ruptura entre nosotros. Pero yo no podía dar crédito a
semejantes historias. Conocía a Labieno desde que éramos pequeños; porque yo
confié en él desde el principio, pudo ganar por sus propios méritos las
grandes riquezas y la gran gloria que obtuvo en todas las guerras galas.
Yo lo había colocado en un plano diferente del de todos mis otros
generales y, cuando fue posible, le había conferido mando independiente.
En cuestiones militares siempre habíamos estado unidos, y sobre esta
base, por lo menos, había prosperado nuestra amistad. Claro está que en otros
aspectos había diferencias entre nosotros. Labieno era hombre de disposición
ruda, violenta, vengativa. Podía ser generoso con sus amigos, pero nunca
perdonaba a un enemigo. Sabía que Labieno no había aprobado las medidas
de conciliación que adopté en las Galias en el último año. Si él hubiera
podido disponer las cosas a su modo, todos los que participaron en la
rebelión (lo cual equivalía prácticamente a toda la población) habrían
sido muertos o reducidos a la esclavitud. También sabia que Labieno estaba
celoso por los favores que yo dispensaba a Antonio, en quien encontré un
compañero muy agradable, así como un oficial capaz y enérgico. El hecho
de que Antonio, que era dueño de un carácter disipado y entregado a los
placeres, fuera asimismo un buen general, no encajaba en las ideas
preconcebidas de Labieno. Pero tampoco yo encajaba en esas ideas y, sin
embargo, durante todos esos años él había trabajado conmigo del modo más
leal y eficiente. Labieno nunca perdió una batalla, y en las únicas ocasiones de
la guerra de las Galias en que sufrimos reveses él nunca estuvo siquiera cerca
del escenario de la acción. Bien pudiera ser que, considerando su larga
carrera de victorias, Labieno se estimara mejor general que yo, y es
verdad que en muchos aspectos no era inferior a mí. Entiendo que de vez
en cuando dijera cosas despectivas sobre mí: era un hombre colérico,
orgulloso, porfiado en sus opiniones y no se sentía a sus anchas cuando no
había que combatir. Durante toda la última estación de campañas yo había
dedicado por entero mis energías a la política, ya de las Galias, ya de
Roma. Habíamos hecho que las legiones marcharan de un distrito a otro,
tan sólo para mantenerlas activas y hacer más fáciles nuestros problemas
de aprovisionamiento; y en mis horas de descanso me complacía en conversaciones
intelectuales y literarias, que siempre me han encantado. Recuerdo que
me interesé particularmente por la nueva escuela de poetas muy jóvenes, varios
de los cuales eran oriundos de mi provincia: la Galia Cisalpina, la cual ya
había producido a Catulo. El joven Asinio Polión acababa de incorporarse
a mi plana mayor, después de haber terminado sus estudios en Roma, y
solía hablar con grandísimo entusiasmo del nuevo estilo literario que, según
pretendía, estaban desarrollando sus amigos. Uno de esos amigos era un muchacho
de dieciocho años, el hijo de un propietario rural de cerca de Mantua,
llamado, creo, Virgilio. Según Polión el muchacho tenía una pasmosa aptitud
para la versificación y proyectaba componer un poema épico sobre el tema
de los primeros reyes de Alba, que, desde luego, son mis antepasados. Me
parecía éste un proyecto digno de estimularse, aunque luego Polión me informó
que aquel Virgilio había abandonado la poesía para dedicarse a la filosofía.
Alguna vez tengo que preguntarle a Polión qué se ha hecho de aquel joven.
Nadie puede escribir un poema épico en su primera juventud, y los jóvenes
más inteligentes terminan por cansarse de la filosofía. Pero en aquella época
esas conversaciones literarias que mantenía, entre otros, con Polión por
alguna razón solían enfurecer a Labieno. Supongo que ponía objeciones a toda
actividad en la cual él no pudiera desempeñar un papel relevante. Y sin duda porque
me interesaba la poesía decía él a veces que yo era un general aficionado. Pero
yo no podía dar crédito a los informes sobre su traición. Me parecía que
a pesar de ciertas diferencias de nuestros temperamentos nos debíamos
gratitud recíproca. Pensaba asimismo que Labieno comprendía muy bien que
mis enemigos de Roma estaban dirigidos por un pequeño grupo de miembros
de antiguas familias que nunca recibirían entre ellos como a un igual a
un hombre que, como Labieno, no tenía grandes relaciones en Roma. Creía
que tanto la generosidad como su propio interés lo mantendrían leal a mí,
aunque en esa época de mi vida ya sabía que no muchos hombres se rigen por la
generosidad y no todos lo hacen por interés. Aun así, no es propio de mi naturaleza
sospechar de mis amigos. Preferiría que me traicionaran, como lo fui por
Labieno, o hasta que me asesinaran, como lo fue Sertorio, a pasarme la vida
tomando precauciones contra aquellos en quienes, si tiene uno los sentimientos
de un ser humano, es natural y agradable confiar. Hasta ahora Labieno es
el único amigo que me traicionó; puedo, pues, considerarme afortunado.
Pasión por los romanos. Un blog de divulgación creado por Xavier Valderas que es un largo paseo por el vasto Imperio Romano y la Antigüedad, en especial el mundo greco-romano.
jueves, 24 de septiembre de 2020
CÉSAR DICE SOBRE TITO LABIENO, EL ÚNICO DE SUS GENERALES QUE LE TRAICIONÓ
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