Cuando Anaxágoras, oriundo de Clasomene,
llegó a Atenas en 480 antes de Jesucristo por invitación del almirante Jantipo que le había elegido como profesor de su hijo Pericles, tenía apenas
veinte años, y tal vez quedóse un poco desilusionado, no de la ciudad en sí, que
debió de
parecerle maravillosa, sino por las atrasadísimas condiciones en
que encontró los estudios científicos, o, mejor dicho, por su desequilibrio.
En realidad, en Atenas, como por lo demás en toda Grecia, hasta aquel momento
había progresado solamente la Geometría, no como instrumento de realizaciones prácticas,
sino como pretexto de especulación abstracta. Los atenienses
no recurrían a ella para construir puentes y acueductos, de
los que jamás sintieron la necesidad, sino para juguetear con su lógica deductiva. En
efecto, no se dedicaron
a ella los ingenieros, sino los filósofos, especialmente los
que procedían de la
escuela de Pitágoras,
y el problema que más les atrajo fue la cuadratura del círculo.
Las Matemáticas, en cambio, se habían quedado en las «astas», y no es una manera de decir: un asta era 1, dos astas era 2. Para el 10 y los múltiplos de 10 se usaban las
iniciales de la palabra equivalente:
d—deka, h—hekato, etc. La mente griega no imaginó jamás
el cero, el más necesario de
todos los números. Personas
que hablaban con gran competencia de «fenómenos»
y de «noúmeno»,
de planos y perspectivas, cuando se trataba de hacer la más elemental
suma o división tenían que recurrir a un formulario, porque
por sí mismas no lograban sacarlas
y si además era cuestión de
fracciones, renunciaba
sin rebozo. Sólo con mucha fatiga aprendieron de los egipcios a contar por decenas y de los babilonios a contar por docenas. Pero, por su cuenta, no dieron ningún paso adelante.
Otro
campo en el que la ciencia estaba en los primeros balbuceos
era la Astronomía; basta ver, para darse cuenta, cómo habían redactado el calendario. Para empezar, cada ciudad tenía el suyo y señalaba el comienzo del año cuando le acomodaba. Es más, hasta los nombres de los meses eran diferentes, porque tampoco sobre este punto los varios Estados griegos habían logrado ponerse de acuerdo. Atenas
se había quedado poco más o menos en el sistema de Solón, que había dividido el año en doce meses de treinta días cada uno.
Y dado que de tal manera, al final del año, faltaban cinco,
cada dos años se añadía un decimotercer mes para recuperarlos. Pero de esta manera, en cambio, acababan
con días de más. Entonces el año fue vuelto a dividir en meses alternos de treinta y treinta y un días. Y para eliminar el pequeño pico que de tal modo quedaba, se estableció saltarse
un mes cada ocho años.
La
razón de este atraso, además de la
alergia que los atenienses mostraban por las matemáticas, era debida a la superstición, de la que ellos se burlaban
de palabra, pero que de
hecho les
aprisionaba. En
todas las sociedades y en todos los tiempos la Astronomía ha sido
la primera enemiga de la génesis, como quiera
y por quien fue revelada. Lo era particularmente en la Grecia antigua, donde la génesis metía la nariz también en el árbol genealógico de los individuos, remontándolo a algún dios o diosa. Ahora bien, mientras
en Tebas, Filolao el pitagórico podía hasta predicar que la Tierra no era en absoluto el centro del universo sino tan
sólo un planeta entre los muchos que giraban en torno de un «fuego central»,
porque en aquella ciudad no había nadie
que le comprendiese y, tal vez, ni menos quien le escuchase, ni siquiera los sacerdotes, en Atenas, de un discurso semejante todos habrían aprehendido las implicaciones y preguntado al autor cómo hacía para conciliario con Zeus y
toda la cosmogonía que de ello se derivaba. El mismo Pericles no se había atrevido a abolir la ley que prohibía, como contraria a la religión, la Astronomía.
No sabemos si Anaxágoras había frecuentado
escuelas. Pero, curioso como era de las cosas celestes más que de las terrenales, seguramente había recogido las nuevas ideas que,
sobre el cielo, circulaban ya como un polen por el aire de toda Grecia. Demócrito
de Abdera iba diciendo que la Vía Láctea no era más que polvillo
de estrellas y, en Agrigento, Empédocles insinuaba
que la luz de los astros empleaba determinado tiempo para llegar a la Tierra. Parménides de Elea exponía graves dudas sobre que la
Tierra es plana y más bien se inclinaba a creer que fuese redonda,
y, en Chíos, Enópidas preanunciaba la oblicuidad de la elipse.
Entendámonos
bien; no eran más que intuiciones, casi siempre formuladas
con un lenguaje vago y entremezclado de
las más descabelladas afirmaciones. Y tenemos la sospecha de que su valor científico ha sido exagerado por los historiadores modernos. Para convertirse en descubrimientos verdaderos tuvieron que esperar los instrumentos de cálculo que la Humanidad elaboró en los siguientes dos mil años y que permitieron a Copérnico y a
Galileo fundamentarlos
sobre bases
experimentales. De momento, todos aquellos astrónomos que merodeaban por
Grecia mirando hacia lo alto no eran
más que unos Paneroni más geniales y de
exuberante fantasía, que se sacaban las ideas de la cabeza sin acompañarlas de ningún elemento de prueba.
También
Anaxágoras lo fue. Y si por una parte merece el título de «padre de la Astronomía» por la exactitud de algunas de sus predicciones, por otra le corresponde el de «inventor de la
fantaciencia» por
las arbitrarias ilaciones que de ella dedujo, como cuando afirmó que los otros planetas son
habitados, como la Tierra, por hombres en todo semejantes a nosotros, que construyen ciudades y casas como nosotros y que como nosotros aran sus campos con bueyes.
Era un curioso hombre
quimerista y charlatán, que por las estrellas descuidó su patrimonio y no
hablaba más que de ellas. Partía del concepto de que no hay necesidad de invocar nada sobrenatural para explicar
lo natural. El cosmos, decía, se había formado del caos a consecuencia
de un remolino que había separado con su fuerza
centrífuga los cuatro
elementos fundamentales; el fuego, el aire, el agua y
la tierra, de cuyas combinaciones dependen las formas orgánicas. En su consecuencia, de la Tierra se habían desprendido
pedruscos y fragmentos de rocas que, reaspirados en un éter incandescente,
ahora ardían en el aire y eran estrellas. La mayor, el Sol: grande, decía Anaxágoras, como el Peloponeso multiplicado por cuatro o por cinco. Mientras giran, esas estrellas
permanecen en el aire. Cuando se paran, caen y se tornan meteoritos. Hasta la Luna tiene el mismo origen.
Es la más cercana a la
Tierra, que de vez en cuando se interpone entre ella y el Sol produciéndose así los eclipses.
La
Tierra gira
enfundada en
una envoltura
de aire, cuya rarefacción y condensación son la consecuencia del calor solar y la causa de los vientos. Éste era sin duda, para aquellos tiempos, un buen descubrimiento, pero Anaxágoras lo estropeó bastante añadiendo que el rayo es debido a la fricción
de dos nubes, en tanto que el trueno queda determinado por su colisión. En cuanto a la vida, ésta se
halla dotada de los mismos elementos para todos los animales, que se diferencian sólo por dosis y relaciones diversas. El hombre se ha desarrollado mejor que todos los demás porque su posición erecta le da —hay que decirlo— mano
libre, o sea dispensada de las tareas de locomoción.
Como se ve, el sistema de Anaxágoras es una chapuza en la que, si se quiere, se hallan mezclados juntamente Galileo
y Darvvin, pero también los «tebeos» y
los filmes sobre marcianos. Pero tenía, respecto a las
leyes de Atenas, un pequeño defecto:
el de no citar jamás a Zeus, como si en toda esa evolución
no tuviese nada que ver. Anaxágoras, cuando quiso condensarlo en un libro, que también se llamó Sobre la naturaleza, se dio cuenta de ello, e introdujo, como padre del vórtice que había dado origen al Universo, un nous,
es decir, una mente que, ante los jurados, po-día también haber hecho pasar por el Padre Eterno. La citaba continuamente, hasta conversando, tanto, que los atenienses, para mofarse de él, le apodaron nous, y así le apostrofaban cuando pasaba por la calle: «¡Hola, nous...!
¿Qué tiempo, nous, hará mañana?»
Acaso nous lo hubiese pasado bien de no haber sido tan amigo de Pericles y de no haber frecuentado el salón de Aspasia: privilegio que, en aquella democracia entretejida
de envidias, se pagaba caro. Un día, durante un sacrificio, cayó en manos de los augures un carnero con un solo cuerno. Los sacerdotes oficiantes
en la ceremonia vieron en ello algo sobrenatural. Y Anaxágoras, que con lo sobrenatural no quería saber nada, les puso en berlina delante
de todo el pueblo haciendo decapitar al animal y demostrando que
el único cuerno había crecido debido sólo a que el cerebro se había desarrollado
irregularmente en el centro de la frente en vez de a ambos lados.
Cleón, el adversario de Pericles, vio en ello una excelente ocasión para atraerse al clero burlado, insinuándole al oído que el famoso nous era una excusa inventada
por el filósofo para
no pagar aduanas y hacer contrabando de herejía. Anaxágoras fue acusado de impiedad ante un verdadero tribunal de la Inquisición,
que se puso a espulgar su libro, por bien que toda la
parte culta de Atenas fuese entusiasta de él y lo considerase su obra maestra.
Efectivamente, el nous de pegote puesto en el último momento,
poco tenía que ver. En negro sobre blanco estaba escrito que el Sol, considerado
como dios por la religión oficial, no era sino una masa de piedras ardientes.
Sobre
la continuación de los sucesos hay dos versiones. Según una de ellas. Pericles, viendo el caso desesperado, impelió a la huida a su viejo maestro. Según otra, confió
en poderle salvar, le
defendió ante los jueces y cuando éstos le hubieron condenado,
proparó su evasión. Como fuere, lo cierto es que Anaxágoras se refugió en Lampsaco del Helesponto y que en tal ciudad vivió hasta los setenta y tres años enseñando filosofía. Cuando
le hablaban de la condena a que los atenienses
le habían sentenciado decía,
moviendo la cabeza: «Pobrecillos, no saben que la Naturaleza les ha condenado también a ellos.» Pericles, que le había hecho a la par mucho bien y mucho daño, le envió bajo mano subsidios hasta el último momento.
(
Indro Montanelli )
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