Tan grande fue el amor a la
libertad y el valor existentes en esta pequeña ciudad bárbara. Pues, a pesar de
no haber en ella en tiempos de paz más de ocho mil hombres, ¡cuántas y qué
terribles derrotas infligieron a los romanos!. ¡Qué tratados concluyeron con
ellos en igualdad de condiciones, tratados que hasta entonces a ningún otro
pueblo habían concedido los romanos!. ¡Cuán grande no era el último general que
les cercó con sesenta mil hombres y al que invitaron al combate en numerosas
ocasiones!. Pero éste se mostró mucho más experto que ellos en el arte de la
guerra, rehusando llegar a las manos con fieras y rindiéndoles por hambre, mal
contra el que no se puede luchar y con el que únicamente, en verdad, era
posible capturar a los numantinos, y con el único que fueron capturados.
A mí, precisamente, se me ocurrió narrar estos sucesos relativos a
los numantinos, al reflexionar sobre su corto número y su capacidad de
resistencia, sobre sus muchos hechos de armas y el largo tiempo que se
opusieron. En primer lugar se dieron muerte aquellos que lo deseaban, cada uno
de una forma. Los restantes acudieron al tercer día al lugar convenido,
espectáculo terrible y prodigioso, sus cuerpos estaban sucios, llenos de
porquería, con las uñas crecidas, cubiertos de vello y despedían un olor
fétido; las ropas que colgaban de ellos estaban igualmente mugrientas y no
menos malolientes. Por estas razones aparecieron ante sus enemigos dignos de
compasión, pero temibles en su mirada, pues aún mostraban en sus rostros la cólera,
el dolor, la fatiga y la conciencia de haberse devorado los unos a los otros.
Escipión, después de haber elegido cincuenta de entre ellos para
su triunfo, vendió a los restantes y arrasó hasta los cimientos a la ciudad.
Así, este general romano se apoderó de las dos ciudades más difíciles de
someter: de Cartago, por propia decisión de los romanos a causa de su
importancia como ciudad y cabeza de un imperio, por su situación favorable por
tierra y por mar; y de Numancia, ciudad pequeña y de escasa población, sin que
aún hubieran decidido nada sobre ella los romanos, ya sea porque lo considerara
una ventaja para éstos, o bien porque era un hombre de natural apasionado y
vengativo para con los prisioneros o, como algunos piensan, porque consideraba
que la gloria inmensa se basaba sobre grandes calamidades. Sea como fuere, lo
cierto es que los romanos, hasta hoy en día, lo llaman "Africano" y
"Numantino" a causa de la ruina que llevó sobre estas ciudades. En
aquella ocasión, después de repartir el territorio de Numancia entre los
pueblos vecinos, llevar a cabo transacciones comerciales con otras ciudades y
reprimir e imponer una multa a cualquier otro que le resultara sospechoso, se
hizo a la mar de regreso a su patria.
( Apiano en "Iberia" )
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