No queriendo dejar la carrera
del mundo, planificada por sus padres, había ido delante de mí a Roma a
estudiar derecho. Allí se dejó llevar por completo por una increíble afición
por los espectáculos de gladiadores. Porque aunque estaba en contra e incluso
detestaba aquel espectáculo, cierto día, tras un fatal encuentro casual con
unos amigos y condiscípulos suyos que venían de comer, no obstante negarse
enérgicamente y resistirse a ello, fue arrastrado por ellos con amigable
violencia al anfiteatro y en unos días en que se celebraban crueles y funestos
juegos. Decíales él: «Aunque arrastréis a aquel lugar mi cuerpo y le retengáis
allí, ¿podréis acaso obligar a mi alma y a mis ojos a que mire tales
espectáculos?. Estaré allí como si no estuviera, y así triunfaré de ellos y de
vosotros». Pero éstos, no haciendo caso de tales palabras, lo llevaron consigo,
tal vez deseando averiguar si podría o no cumplir su dicho. Cuando llegaron y
se colocaron en los sitios que pudieron, todo el anfiteatro hervía ya en crueles
deleites. Mas Alipio, habiendo cerrado las puertas de los ojos, prohibió a su alma
salir de sí a ver tanta maldad. ¡Y quiera a Dios que hubiera cerrado también
los oídos! Porque en un lance de la lucha fue tan grande y vehemente la
gritería de la turba, que, vencido de la curiosidad y creyéndose
suficientemente fuerte para despreciar y vencer lo que viera, fuese lo que
fuese, abrió los ojos y fue herido en el alma con una herida más grave que la
que recibió en el cuerpo el gladiador a quien había deseado ver; y cayó más
miserablemente que éste, cuya caída había causado aquella gritería, la cual,
entrando por sus oídos, abrió sus ojos para que hubiese por donde herir y derribar
a aquella alma más presuntuosa que fuerte, y así presumiese en adelante menos
de sí, debiendo sólo confiar en ti. Porque tan pronto como vio aquella sangre,
bebió con ella la crueldad y no apartó la vista de ella, sino que la fijó con detención,
con lo que se enfurecía sin saberlo, y se deleitaba con el crimen de la lucha, y
se embriagaba con tan sangriento placer. Ya no era el mismo que había llegado
al anfiteatro, sino uno de tantos de la turba, con los que se había mezclado, y
verdadero compañero de los que le habían llevado allí. Contempló el
espectáculo, voceó y se enardeció, y fue presa de la locura, que había de
estimularle a volver no sólo con los que primeramente le habían llevado, sino
incluso sin ellos y arrastrando a otros consigo.
(San Agustín de Hipona en
"Confesiones")
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