En Roma relataban fabulosas
historias de su baño: que estaba lleno con leche de burra, que era del tamaño
de un estanque de carpas, que tenía una cascada en miniatura para refrescarla,
que la temperatura era probada primero sumergiendo a una esclava. Ninguno de
esos relatos nacidos de su estancia en Roma era verdad; la bañera que Julio
César había encontrado en la tienda de Léntulo Crus después de Farsalia era
mucho más suntuosa. La de Cleopatra era de un tamaño normal hecha de granito
rojo sin pulir. La llenaban las esclavas, que traían ánforas de agua, unas
calientes, las otras, frías; la receta era normal, así que la temperatura pocas
desvariaba.
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