Cicerón se quedó mirando al
campechano y bello rostro de su colega, con sus vivos ojos, y movió la cabeza
desalentado. Educado en las virtudes republicanas, Cicerón se sentía a menudo
confundido ante Antonio. Este se mostraba de acuerdo con él en que el
presupuesto debía ser equilibrado, el Tesoro vuelto a ser llenado y en que se
redujera la deuda pública. Que la arrogancia de los generales debería ser
temperada y controlada y que la ayuda a los países extranjeros se redujera, a
menos que Roma fuera a la bancarrota; que se debía obligar a la plebe a
trabajar y a no depender del gobierno para su subsistencia y que la prudencia y
la frugalidad se pusiera en práctica lo antes posible. Pero cuando Cicerón
empezaba a hacer números y a trazar planes que permitirían cumplir todas estas
cosas, gracias a la austeridad, la disciplina y el sentido común, Antonio se
sentía inquieto.
— Pero si hacemos esto o aquello causaremos
dificultades a tal o cual clase —decía Antonio—. El pueblo está acostumbrado al
despilfarro en las exhibiciones en circos y teatros, a las loterías y a los
repartos gratuitos de carne y grano cuando siente necesidad y a albergue cuando
se encuentra sin casa, porque una parte de la ciudad se esté reconstruyendo.
¿Acaso el bienestar de nuestro pueblo no es nuestro supremo objetivo?
—Pues poco bienestar va a
tener nuestro pueblo si vamos a la bancarrota —repuso Cicerón, ceñudo—. Sólo
podremos ser de nuevo solventes y fuertes, si aceptamos privaciones y gastamos
lo menos posible hasta que la deuda esté pagada y el Tesoro vuelto a llenar.
—Pero ninguna persona que tenga corazón puede
privar al pueblo de lo que ha estado recibiendo del gobierno durante muchas
décadas, y que espera que le vuelvan a dar. Si no, sufriría terribles
dificultades.
—Es preferible que tengamos que apretarnos los
cinturones que no que Roma caiga —replicó Cicerón.
Antonio se sintió aún más
inquieto. Para él estaba claro que el pueblo debía tener todo lo que deseaba,
porque ¿acaso no eran los romanos los ciudadanos de la nación más poderosa y
rica de la Tierra, envidia de los otros pueblos? Por otro lado, los números y
datos de Cicerón eran inexorables. Entonces a Antonio se le ocurrió la genial
idea de aumentar los impuestos, para poder llenar así el Tesoro y poder
continuar con el despilfarro de los gastos públicos.
—A mí no me importaría pagar
más impuestos —declaró con tal sinceridad, que Cicerón lanzó un suspiro.
—Pero hay centenares de
millares de honestos ciudadanos de Roma, que trabajan y encuentran ya
insoportable el peso de los impuestos —replicó Cicerón—. Un poco más de carga
en el lomo el caballo y éste se desplomará. Entonces, ¿quién va a llevar a Roma
a cuestas?
La mente de Antonio, o al menos aquella parte
de Antonio que no estaba tan totalmente sofocada por aquella buena voluntad
ciega y sorda, se daba cuenta de lo razonable de estos argumentos. A él le
gustaba la vida agradable y no podía comprender por qué no todos los hombres
habían de disfrutarla asimismo. Los libros de contabilidad le hacían fruncir el
ceño y no cesaba de suspirar.
—¿Cómo hemos llegado a esta
situación? —preguntaba.
—Por las extravagancias. Por
la compra de votos a los mendigos y vagabundos. Por adular a la plebe. Por
nuestras tentativas de elevar naciones perezosas al mismo nivel de vida que
Roma, derramando sobre ellas nuestra riqueza. Por aventuras exteriores. Por las
excesivas concesiones a los generales, de modo que éstos pudieran aumentar sus
legiones y sus honores. Por las guerras. Por creer que nuestros recursos eran
infinitos.
Antonio hizo observar entonces que tenía una
cita concertada en su librería favorita, donde se iba a poner a la venta un
manuscrito que se decía original de Aristóteles, y colocándose su blanquísima
toga, se apresuró a marcharse, dejando a Cicerón ocupado en resolver lo
irresoluble. Cicerón comprendía que su colega había quedado en segundo lugar en
las votaciones debido a su afabilidad y a su preocupación y amor por el pueblo
de Roma. Pero Antonio, que jamás se había encarado con los hechos, tenía que
encararse con ellos ahora y los hechos eran para los idealistas como encararse
con terribles Gorgonas y siempre esperaban que se convirtieran en piedras o que
ocurriera otro milagro.
—Dos y dos son cuatro —decía
Cicerón en voz alta—, y eso es irrefutable; pero los hombres como mi querido
Antonio creen que por alguna taumaturgia misteriosa y oculta, dos y dos pueden
llegar a ser veinte.
Cesar, al enterarse de las decisiones que estaban tomando Cicerón y Antonio explotó en un grito de rabia. Él y sus legiones, formadas por hombres de la plebe, gracias a Mario, habían estado luchando durante años más allá de Italia, para mayor Gloria de Roma. Las riquezas obtenidas debían ser para el pueblo. Sin embargo, el senado romano lo había estado dilapidando en fiestas, en crear leyes que anulaban arbitrariamente las deudas adquiridas por los senadores y sus amigos, en la corrupción de las elecciones a cónsul y tribunos y en guerras civiles por el poder, cuando las únicas guerras que generaban recursos eran las que se hacían más alla de las fronteras de la República. Además, muchos de aquellos senadores habian estado enriqueciéndose haciendo negocios, cuando ellos lo tenian prohibido en las tablas. Era hora de enseñar a aquella clase arrogante que el pilar de Roma eran los ciudadanos de Roma, empezando por el censo por cabezas, con el que César había crecido. Y se decidió a cambiar un sistema anticuado, que había sido útil desde la caida del último rey Tarquinio, pero que ya no respondía a las necesidades de una ciudad con casi un millón de habitantes y un Estado que abarca casi todo el Mediterraneo, con una gran cantidad de pueblos diferentes, muchos, aún en tensión con Roma. La corrupción debía terminar. El pueblo de Roma necesitaba paz y un gobierno que reestableciese su bienestar. Y el pueblo lo quiso.
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