jueves, 10 de noviembre de 2016

LOS DOS CÓNSULES CAYO ANTONIO HIBRIDA Y MARCO TULIO CICERÓN, COMENTAN MEDIDAS PARA PALIAR EL DESPILFARRO Y LA DEUDA ROMANA


Cicerón se quedó mirando al campechano y bello rostro de su colega, con sus vivos ojos, y movió la cabeza desalentado. Educado en las virtudes republicanas, Cicerón se sentía a menudo confundido ante Antonio. Este se mostraba de acuerdo con él en que el presupuesto debía ser equilibrado, el Tesoro vuelto a ser llenado y en que se redujera la deuda pública. Que la arrogancia de los generales debería ser temperada y controlada y que la ayuda a los países extranjeros se redujera, a menos que Roma fuera a la bancarrota; que se debía obligar a la plebe a trabajar y a no depender del gobierno para su subsistencia y que la prudencia y la frugalidad se pusiera en práctica lo antes posible. Pero cuando Cicerón empezaba a hacer números y a trazar planes que permitirían cumplir todas estas cosas, gracias a la austeridad, la disciplina y el sentido común, Antonio se sentía inquieto.

 

 — Pero si hacemos esto o aquello causaremos dificultades a tal o cual clase —decía Antonio—. El pueblo está acostumbrado al despilfarro en las exhibiciones en circos y teatros, a las loterías y a los repartos gratuitos de carne y grano cuando siente necesidad y a albergue cuando se encuentra sin casa, porque una parte de la ciudad se esté reconstruyendo. ¿Acaso el bienestar de nuestro pueblo no es nuestro supremo objetivo?

—Pues poco bienestar va a tener nuestro pueblo si vamos a la bancarrota —repuso Cicerón, ceñudo—. Sólo podremos ser de nuevo solventes y fuertes, si aceptamos privaciones y gastamos lo menos posible hasta que la deuda esté pagada y el Tesoro vuelto a llenar.

 —Pero ninguna persona que tenga corazón puede privar al pueblo de lo que ha estado recibiendo del gobierno durante muchas décadas, y que espera que le vuelvan a dar. Si no, sufriría terribles dificultades.

 —Es preferible que tengamos que apretarnos los cinturones que no que Roma caiga —replicó Cicerón.

 

Antonio se sintió aún más inquieto. Para él estaba claro que el pueblo debía tener todo lo que deseaba, porque ¿acaso no eran los romanos los ciudadanos de la nación más poderosa y rica de la Tierra, envidia de los otros pueblos? Por otro lado, los números y datos de Cicerón eran inexorables. Entonces a Antonio se le ocurrió la genial idea de aumentar los impuestos, para poder llenar así el Tesoro y poder continuar con el despilfarro de los gastos públicos.

 

—A mí no me importaría pagar más impuestos —declaró con tal sinceridad, que Cicerón lanzó un suspiro.

—Pero hay centenares de millares de honestos ciudadanos de Roma, que trabajan y encuentran ya insoportable el peso de los impuestos —replicó Cicerón—. Un poco más de carga en el lomo el caballo y éste se desplomará. Entonces, ¿quién va a llevar a Roma a cuestas?

 

 La mente de Antonio, o al menos aquella parte de Antonio que no estaba tan totalmente sofocada por aquella buena voluntad ciega y sorda, se daba cuenta de lo razonable de estos argumentos. A él le gustaba la vida agradable y no podía comprender por qué no todos los hombres habían de disfrutarla asimismo. Los libros de contabilidad le hacían fruncir el ceño y no cesaba de suspirar.

 

—¿Cómo hemos llegado a esta situación? —preguntaba.

—Por las extravagancias. Por la compra de votos a los mendigos y vagabundos. Por adular a la plebe. Por nuestras tentativas de elevar naciones perezosas al mismo nivel de vida que Roma, derramando sobre ellas nuestra riqueza. Por aventuras exteriores. Por las excesivas concesiones a los generales, de modo que éstos pudieran aumentar sus legiones y sus honores. Por las guerras. Por creer que nuestros recursos eran infinitos.

 

 Antonio hizo observar entonces que tenía una cita concertada en su librería favorita, donde se iba a poner a la venta un manuscrito que se decía original de Aristóteles, y colocándose su blanquísima toga, se apresuró a marcharse, dejando a Cicerón ocupado en resolver lo irresoluble. Cicerón comprendía que su colega había quedado en segundo lugar en las votaciones debido a su afabilidad y a su preocupación y amor por el pueblo de Roma. Pero Antonio, que jamás se había encarado con los hechos, tenía que encararse con ellos ahora y los hechos eran para los idealistas como encararse con terribles Gorgonas y siempre esperaban que se convirtieran en piedras o que ocurriera otro milagro.

 

—Dos y dos son cuatro —decía Cicerón en voz alta—, y eso es irrefutable; pero los hombres como mi querido Antonio creen que por alguna taumaturgia misteriosa y oculta, dos y dos pueden llegar a ser veinte.




2 comentarios:

  1. Cesar, al enterarse de las decisiones que estaban tomando Cicerón y Antonio explotó en un grito de rabia. Él y sus legiones, formadas por hombres de la plebe, gracias a Mario, habían estado luchando durante años más allá de Italia, para mayor Gloria de Roma. Las riquezas obtenidas debían ser para el pueblo. Sin embargo, el senado romano lo había estado dilapidando en fiestas, en crear leyes que anulaban arbitrariamente las deudas adquiridas por los senadores y sus amigos, en la corrupción de las elecciones a cónsul y tribunos y en guerras civiles por el poder, cuando las únicas guerras que generaban recursos eran las que se hacían más alla de las fronteras de la República. Además, muchos de aquellos senadores habian estado enriqueciéndose haciendo negocios, cuando ellos lo tenian prohibido en las tablas. Era hora de enseñar a aquella clase arrogante que el pilar de Roma eran los ciudadanos de Roma, empezando por el censo por cabezas, con el que César había crecido. Y se decidió a cambiar un sistema anticuado, que había sido útil desde la caida del último rey Tarquinio, pero que ya no respondía a las necesidades de una ciudad con casi un millón de habitantes y un Estado que abarca casi todo el Mediterraneo, con una gran cantidad de pueblos diferentes, muchos, aún en tensión con Roma. La corrupción debía terminar. El pueblo de Roma necesitaba paz y un gobierno que reestableciese su bienestar. Y el pueblo lo quiso.

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