El
Imperio Romano de Occidente, que correspondió al niño Honorio, era un
Imperio que ya Teodosio había considerado como satélite del de Oriente,
que un obispo había sometido a la tutela espiritual de la Iglesia y que, para
defenderse, había debido aceptar dentro de sus fronteras a poblaciones
bárbaras, paganas aún y absolutamente ayunas de Estado y de Derecho.
Pero
también en el interior se disgregaba. No tuteladas ya por un ejército que las
guerras exteriores reclamaban en los confines, las pequeñas comunidades de
aldea y de provincia confiaban cada vez más, para su defensa, en los señorones
que podían disponer de milicias propias. Éstos se llamaban Potentes, y
van adquiriendo una mayor independencia de la autoridad central a medida que
ésta se va debilitando.
Tienen también una legislación que les favorece y que
desde Diocleciano en adelante ha petrificado más la sociedad, ligando
irrevocablemente el campesino a la tierra y a su amo, es decir, convirtiéndolo
en siervo dé la gleba, y el artesano, a su oficio. Ya uno nace con el propio
destino, que es imposible cambiar.
Quien abandona la granja o el taller, aunque
logre eludir a los evocati que en seguida le buscan, está condenado a morir de
hambre porque no encuentra otro empleo. Y el rico tiene que seguir pagando
impuestos, aunque enajene o pierda la riqueza. De lo contrario, va a la cárcel.
Esas
leyes, por absurdas que puedan parecer, estaban impuestas por las
circunstancias. Los esqueletos que se rompen hay que escayolarlos. La escayola
no impide la descomposición, pero la hace más lenta. Todo eso, empero, es el
fin de Roma, de su civilización, de su ordenamiento jurídico, que hacía de cada
hombre arbitro de su suerte, le equiparaba a los demás ante la Ley, y con la
ciudadanía hacía de él no sólo un súbdito sino un protagonista. Había dado paso
a las maneras de la siguiente era: la Edad Media.
El potente toma el puesto del Estado, al que se opone con mayor éxito cada vez, hasta romperlo en una miríada de feudos, cada uno con su propio señor al frente, armado hasta los dientes, dominando una masa amorfa, mezquina e inerme, entregada a sus caprichos y sin ningún derecho ya; ni siquiera el de cambiar de profesión y residencia.
El potente toma el puesto del Estado, al que se opone con mayor éxito cada vez, hasta romperlo en una miríada de feudos, cada uno con su propio señor al frente, armado hasta los dientes, dominando una masa amorfa, mezquina e inerme, entregada a sus caprichos y sin ningún derecho ya; ni siquiera el de cambiar de profesión y residencia.
Al
lado de Honorio, con sus once años, a quien correspondía por herencia aquel
tambaleante edificio, pusieron el general Estilicón. Era un vándalo, o
sea un bárbaro de raza germánica, y su elección nos dice hasta qué punto ya se
habían licuado los romanos. Tan sólo él, entre los oficiales del Ejército,
ofrecía garantías de lealtad, valor y perspicacia. Y, en efecto, pronto tuvo
ocasión de dar pruebas de ello en la situación que, una vez Teodosio enterrado,
se encrespó inmediatamente entre Milán y Constantinopla.
El difunto emperador
había dividido el Imperio, pero no dijo qué provincias pertenecían a uno y a
otro muñón. Arcadio, subido al trono de Oriente, y aconsejado por el
propio Estilicón, que se llamaba Rufino, consideró cosa suya también la Dacia y
Macedonia. Surgió una riña entre las dos capitales.
Alarico, a quien
pese a lo prometido, nadie recompensó por la contribución prestada a Teodosio
en la guerra contra Argobasto, marchó sobre Constantinopla. Y
seguramente hubiera entrado a saco en ella si Rufino no hubiera logrado
persuadirlo de que Grecia era un bocado más exquisito. El Imperio, incapaz de
defenderse, salvaba la capital a expensas de las provincias.
El
único que se indignó fue Estilicón, el bárbaro, que mandó a Constantinopla un
destacamento de tropas que le había pedido Arcadio, con orden a su comandante Gainas,
bárbaro también, de matar a Rufino.
La orden fue cumplida escrupulosamente, y
en lugar del difunto fue nombrado un adversario suyo, el chambelán de corte Eutropio,
con el que hubo posibilidad de restablecer una entente entre los dos hermanos.
Estilicón la aprovechó inmediatamente para parar los pies a los godos, que
saqueaban el Peloponeso.
Les había acorralado ya en el istmo de Corinto, cuando
Constantinopla, celosa de un éxito occidental, estipuló una alianza con ellos y
ordenó al general que les dejase en paz, Estilicón se mordió los puños, pero
obedeció, un poco también porque precisamente en aquel momento se había
rebelado África, ayudada bajo mano por Arcadio y por Eutropio, mientras oleadas
de bárbaros invadían los Balcanes, y Alarico, el aliado de Constantinopla, tras
haber remontado Albania y Dalmacia, entraba resueltamente en la llanura padana.
El pobre general vándalo, el único que seguía creyendo en el Imperio y
sirviéndole con fidelidad, obligado a pasar la vida sobre la silla de un
caballo lanzado a galope para taponar los agujeros que se abrían en todas
partes, volvió a Italia, batió a Alarico, pero sin destruir sus fuerzas, porque
pensaba aliárselas para luchar contra las enemigas cada vez más numerosas.
Y,
no contando ya con Milán, que, sin defensas naturales, podía ser fácilmente
conquistada, trasladó la capital a Rávena, un villorrio de poca monta, pero
rodeado de pantanos palúdicos que hacían imposible un asedio. Corría el año 403
después de Jesucristo.
La
transferencia se hizo justo a tiempo para eludir una invasión de otros godos,
que se llamaban ostrogodos para distinguirles de los visigodos de Alarico y
que, al mando de Radagaiso, pasaron los Alpes y se abatieron sobre la
península, invadiéndola hasta la Toscana.
Era la primera vez, desde los tiempos de Aníbal, que Italia sufría semejante afrenta. Estilicón necesitó un año para reunir tropas. Sólo en 406 contó con las suficientes para sorprenderlas de Radagaiso en Fiésole y exterminarlas.
Pero en el mismo momento vándalos, alanos y suevos rompían las defensas romanas de Maguncia y entraban en la Galia, donde desembarcaba también de Britania un usurpador llamado Constantino, que puso en fuga a los bárbaros, los cuales, empero, en vez de retirarse, irrumpieron en España. Las más bellas provincias de Occidente estaban prácticamente perdidas, e Italia a merced de sí misma.
Era la primera vez, desde los tiempos de Aníbal, que Italia sufría semejante afrenta. Estilicón necesitó un año para reunir tropas. Sólo en 406 contó con las suficientes para sorprenderlas de Radagaiso en Fiésole y exterminarlas.
Pero en el mismo momento vándalos, alanos y suevos rompían las defensas romanas de Maguncia y entraban en la Galia, donde desembarcaba también de Britania un usurpador llamado Constantino, que puso en fuga a los bárbaros, los cuales, empero, en vez de retirarse, irrumpieron en España. Las más bellas provincias de Occidente estaban prácticamente perdidas, e Italia a merced de sí misma.
En
aquel marasmo, donde cualquiera hubiese perdido la cabeza, Estilicón era el
único que la conservaba clara. Mientras trataba con Alarico para obtener su
ayuda, decretó una leva entre los italianos. Éstos rehusaron alistarse, pero le
acusaron de capitulación ante el bárbaro. Con qué soldados podía el general
defenderles, en vista de que ellos rechazaban dárselos, sólo Dios lo sabe.
Honorio, espantado, olvidó de repente los servicios que durante diez años le
había prestado aquel fiel capitán, y ordenó su detención.
Estilicón hubiera podido fácilmente sublevarse, pues las pocas tropas de que disponía el Imperio sólo le eran fieles a él. Pero tenía demasiado respeto a la autoridad para rebelarse. Le despedazaron en una iglesia de Rávena. Y fue tal vez el más estúpido, innoble y catastrófico de los delitos que se hayan cometido en nombre de Roma. Que no sólo privó de su mejor servidor al Imperio, sino que hizo comprender a todos los bárbaros que aún le eran fieles, en qué se había convertido. Ellos eran los mejores funcionarios y soldados que todavía sostenían el tinglado. Creían en el prestigio de Roma. Y Roma, al matar a Estilicón, lo destruyó con sus propias manos.
Estilicón hubiera podido fácilmente sublevarse, pues las pocas tropas de que disponía el Imperio sólo le eran fieles a él. Pero tenía demasiado respeto a la autoridad para rebelarse. Le despedazaron en una iglesia de Rávena. Y fue tal vez el más estúpido, innoble y catastrófico de los delitos que se hayan cometido en nombre de Roma. Que no sólo privó de su mejor servidor al Imperio, sino que hizo comprender a todos los bárbaros que aún le eran fieles, en qué se había convertido. Ellos eran los mejores funcionarios y soldados que todavía sostenían el tinglado. Creían en el prestigio de Roma. Y Roma, al matar a Estilicón, lo destruyó con sus propias manos.
Desde
entonces, todo se precipitó. Alarico, en vez de venir a Italia como aliado, lo
hizo como conquistador. Propuso un acuerdo a Honorio que lo rechazó con una
altanería que hubiese sido noble de ir acompañada por algún gesto de valor,
pero que se volvía insolente y ridicula en boca de un hombre que se encerraba
en Rávena haciéndose defender sólo por los mosquitos y abandonando el resto de
Italia al adversario. Éste marchó directamente sobre Roma y la sitió. El mundo
contuvo la respiración. ¿Cómo? ¿Se atrevían de tal modo a poner sitio a Roma?
El
propio Alarico pareció presa de gran temor cuando la ciudad se rindió sin
combatir, por lo que prohibió a sus soldados que entrasen en ella. Fue, solo y
desarmado, a pedir al Senado que depusiera a Honorio. Y el Senado, que ya sólo
existía simbólicamente, asintió al instante. Pero al año siguiente, dado que
Honorio no se apeaba del trono, volvió y esa vez se instaló en la Urbe con todo
su ejército, pero impidiéndole, o tratando de impedirle, el saqueo. Los
bárbaros recorrieron la ciudad aturdidos y asustados de su propia audacia. En
las selvas germánicas de donde descendieron sus antepasados, siempre se había
hablado de Roma como de un espejismo inasequible. Más que despojar, fueron
despojados por una población que ya había olvidado combatir, pero que había
aprendido a robar. Y el mismo Alarico se convirtió de conquistador en
prisionero cuando se encontró ante Gala Placidia, la bellísima hija de
Teodosio, hermana de Honorio y de Arcadio.
A partir de aquel momento, el rey a quien obedecían los godos tuvo una reina a la que obedecer. Se la llevó consigo, rodeándola de todos los honores en su última aventura: la expedición a África. Pero mientras la preparaba en las costas calabresas, le sobrevino la muerte en Cosenza. Sus soldados le hicieron construir una inmensa y fastuosa tumba subterránea. Y después, para que nadie conociera el secreto y la violase, mataron a todos los esclavos que la excavaron. Le sucedió, por aclamación, el hermano de su mujer, Ataúlfo, un guapísimo mozo, de quien Gala Placidia hacía ya tiempo que era la amante.
A partir de aquel momento, el rey a quien obedecían los godos tuvo una reina a la que obedecer. Se la llevó consigo, rodeándola de todos los honores en su última aventura: la expedición a África. Pero mientras la preparaba en las costas calabresas, le sobrevino la muerte en Cosenza. Sus soldados le hicieron construir una inmensa y fastuosa tumba subterránea. Y después, para que nadie conociera el secreto y la violase, mataron a todos los esclavos que la excavaron. Le sucedió, por aclamación, el hermano de su mujer, Ataúlfo, un guapísimo mozo, de quien Gala Placidia hacía ya tiempo que era la amante.
La
violación de Roma en 410 y la voluntaria elección de una princesa de sangre
real, que había preferido al sofisticado palacio imperial la desguarnecida
tienda de un caudillo bárbaro, sumieron en el pasmo al Mundo entero. Los
paganos dijeron que era una venganza de los dioses por la traición de los
hombres. Y los cristianos, que durante cuatro siglos habían luchado contra
Roma, ahora, ante su caída, sintiéronse de pronto huérfanos y vieron en ella el
signo del advenimiento del Anticristo. «La fuente de nuestras lágrimas se ha
secado», sollozó san Jerónimo.
Sólo
a Honorio parecía que le importase un bledo. Encerrado entre los pantanos de su
Rávena, negó su consentimiento al matrimonio de Gala con Ataúlfo, e insensible
a la ruina en que precipitaba a la misma Italia, vegetó hasta morir, en 423.
Demasiado pronto para sus pocos años.
Demasiado tarde, por el modo que los
había llenado. También Ataúlfo había muerto algún tiempo antes bajo el puñal de
un bárbaro, y Gala había vuelto, viuda, a casa. Honorio la casó a la fuerza con
un general chocho, Constancio, y como no tenía herederos, designó para
sucederle al hijo nacido de este matrimonio; Valentiniano III.
También
Arcadio, en Constantinopla, había muerto hacía tiempo, dejando su trono
a un chiquillo: Teodosio II. Y fue tragicómico ver en aquel momento los
dos pedazos del Imperio, abocados a la misma catástrofe, volverse a poner en
contacto para litigar la delimitación de sus confines.
El Imperio estaba ya totalmente en manos de los bárbaros, y los emperadores romanos, que además eran prunos hermanos, se disputaban una teórica soberanía sobre provincias ya prácticamente perdidas.
La romanidad daba un postrer destello de orgullo y de valor
solamente en África, donde el general Bonifacio, ex condenado por alta
traición, y el obispo Agustín, asediados en Hipona, resistían a los
vándalos de Genserico. Fue en pleno furor de la batalla, donde cayó,
cuando el présulo escribió su obra capital: La Ciudad de Dios.
El Imperio estaba ya totalmente en manos de los bárbaros, y los emperadores romanos, que además eran prunos hermanos, se disputaban una teórica soberanía sobre provincias ya prácticamente perdidas.
El
acosador prevalecimiento del elemento germánico sobre el romano encontraba su
símbolo y compendio en los asuntos de la familia imperial. En Rávena ocupaba el
trono Valentiniano III, pero la verdadera reina era Placidia, que
como instrumento de su poder había escogido a otro bárbaro, Aecio, digno
sucesor de Estilicón.
Placidia había demostrado no creer en los romanos ni siquiera como maridos. Imaginémonos, pues, si había de fiarse de ellos como generales y hombres de Estado. Cuando en el horizonte asomó Atila a la cabeza de sus terribles hunos, mandó hacer a su hija, Honoria, lo que ella hizo antes con Ataúlfo: se la propuso por esposa. Comprendía que, en adelante, Roma sólo podía vencer a los bárbaros en un campo de batalla: la cama.
Placidia había demostrado no creer en los romanos ni siquiera como maridos. Imaginémonos, pues, si había de fiarse de ellos como generales y hombres de Estado. Cuando en el horizonte asomó Atila a la cabeza de sus terribles hunos, mandó hacer a su hija, Honoria, lo que ella hizo antes con Ataúlfo: se la propuso por esposa. Comprendía que, en adelante, Roma sólo podía vencer a los bárbaros en un campo de batalla: la cama.
Pero
Atila no era Alarico. No sólo no mostró gran entusiasmo por
Honoria, sino que, además, reclamó una dote exorbitante: la Galia. Era la más
hermosa provincia del Imperio y si bien la soberanía imperial era tan sólo
teórica, la corte de Rávena no podía renunciar a ella. Atila la desbordó lo
mismo y Aecio tuvo que salir a guerrear con él.
Mas, para procurarse un ejército adecuado, se vio obligado, con un milagro de diplomacia, a asociar a la empresa al rey de los visigodos, Teodorico. La gigantesca batalla se desarrolló en los Campos Cataláunicos, cerca de Troves. Y los romanos vencieron, aunque de romanos sólo tenían la etiqueta.
Bárbaros eran los que
derrotaban a otros bárbaros, y un bárbaro romanizado era su propio comandante
en jefe. Éste quedóse dueño del campo, pero no persiguió al enemigo que se
retiraba ordenadamente. ¿No contaba con suficientes fuerzas o esperaba hacer de
él un aliado, como hiciera Estilicón con. los godos?
Mas, para procurarse un ejército adecuado, se vio obligado, con un milagro de diplomacia, a asociar a la empresa al rey de los visigodos, Teodorico. La gigantesca batalla se desarrolló en los Campos Cataláunicos, cerca de Troves. Y los romanos vencieron, aunque de romanos sólo tenían la etiqueta.
En
452 reapareció Atila. Pero esta vez no atacaba la Galia, sino la misma
Italia. Valentiniano que, muerta su madre, había asumido el poder efectivo, no
quiso repetir el indecoroso error de Honorio abandonando Roma a su destino.
Y
contra el parecer de Aecio, que le aconsejaba huir a Oriente, aunque para
desembarazarse de él, se trasladó a la Urbe para compartir su suerte. Y allí se
puso de acuerdo con el Papa, León I, para mandar una embajada de
senadores a Atila, que ya había acampado a orillas del Mincio.
La
leyenda quiere que Atila se hubiese espantado ante la amenaza de ser
excomulgado si se atrevía a atacar Roma. Pero, siendo pagano, no vemos en
verdad qué podía significar para él la excomunión. Sea como fuere, en vez de
pasar los Apeninos volvió a cruzar los Alpes, y el año siguiente murió.
Del
vasto y efímero Imperio que se había erigido desde Rusia hasta el Po, no quedó
nada, ni siquiera el pueblo que se fraccionó en numerosísimos pedazos y quedó
rápidamente fagocitado por las poblaciones eslavas y germánicas entre las
cuales se había instalado como dueño.
El
fin de aquel peligroso enemigo fue un alivio para Italia y Europa, pero un
mazazo en la cabeza para Aecio, que, encerrado en Rávena, no había
prestado la menor colaboración. Valentiniano, que siempre había soportado mal a
aquel servidor con ceño de amo, vio una buena ocasión para deshacerse de él,
como Honorio había hecho con Estilicón.
Y lo hizo con su propia mano, atravesándole con la espada, un día que se disputaron. Otro error fatal, porque, de golpe, todos los bárbaros que, acampados en las provincias del Imperio, habían aceptado un teórico vasallaje, se pusieron en ebullición y uno de ellos se cargó al propio Valentiniano en el Campo de Marte.
Genserico, el rey
de los vándalos, que ya eran dueños de África, llegó con su ejército
proclamándose como vengador del emperador. En realidad quería que ocupase el
puesto Hunerico, su propio hijo, casándole con la hija del difunto, Eudoxia.
El matrimonio se efectuó. Pero mientras los soldados lo festejaban saqueando
concienzudamente la ciudad y dando así a la palabra «vándalos» el significado
que todos sabemos, el nuevo rey de los visigodos, Teodorico II hacía
elegir en la Galia a otro emperador de su confianza, Avito.
Y lo hizo con su propia mano, atravesándole con la espada, un día que se disputaron. Otro error fatal, porque, de golpe, todos los bárbaros que, acampados en las provincias del Imperio, habían aceptado un teórico vasallaje, se pusieron en ebullición y uno de ellos se cargó al propio Valentiniano en el Campo de Marte.
Genserico volvió corriendo a
África, pero con un hermoso botín; la nuera, la consuegra viuda de Valentiniano
con la otra hija Placidia, y algunos miles de romanos bien situados,
entre ellos algunas docenas de senadores, como para decidir que, en adelante,
Roma era cosa suya. Llegado a casa, preparó una nota con la que ocupó Sicilia,
Córcega y la Italia meridional. Pero Avito tenía un gran general,
bárbaro, claro está, pero del fuste de Estilicen y de Aecio: Ricimero.
Éste derrotó al enemigo en una gran batalla naval, después depuso a Avito que
se consoló en la fe y se hizo consagrar obispo de Placencia, y no te nombró
sucesor más que cuatro años después, en 457, escogiéndole en la persona de Mayoriano.
Lo
hizo sólo con objeto de llamar al orden a los vándalos, los visigodos y todos
aquellos otros bárbaros que habían aprovechado la falta de un emperador para
proclamarse también formalmente independientes.
Pero sirvió de poco. Pues siguieron actuando a su gusto. Mayoriano intentó una expedición contra Genserico, que le destruyó a traición la nota, y Ricimero, indignado de que quisiera gobernar en serio, le hizo despedazar, para sustituirle por Libio Severo, hombre más manejable.
Pero Genserico pensaba de otro modo. Habiendo
renunciado a hacer subir al trono a su hijo Hunerico, marido de Eudoxia,
volvía a poner sus esperanzas en el senador Anicio Olibrio, a quien
habría dado por esposa a la hermana de su nuera, Pía. Y comenzó otra guerra, es
decir, que continuó con más vigor lo que hacía ya años que llevaba a cabo
contra Roma.
Pero sirvió de poco. Pues siguieron actuando a su gusto. Mayoriano intentó una expedición contra Genserico, que le destruyó a traición la nota, y Ricimero, indignado de que quisiera gobernar en serio, le hizo despedazar, para sustituirle por Libio Severo, hombre más manejable.
Para
defenderla, Ricimero tuvo una buena idea: la de ofrecer, a la muerte de
Severo, el trono a un hombre de confianza de Constantinopla y asegurarse así su
ayuda. Se llamaba Procopio Antemio.
Llegó a Italia en 467, se coronó,
armó una escuadra de mil naves con cien mil hombres a las órdenes del general
Basilisco y la envió hacia las costas tunecinas. Apenas hubo desembarcado,
Basilisco no supo hacer nada mejor que conceder una tregua de cinco días a Genserico,
quien atacó por sorpresa a los bajeles y los incendió.
Se habló de traición del general. En realidad, la traición la había hecho la corte de Constantinopla, que, subrepticiamente, concluyó un pacto de alianza con el rey de los vándalos. El cual reanudó la ofensiva, desembarcó en Italia y entró a saco en Roma por tercera vez. Ricimero aceptó a Olibrio como nuevo emperador, pero ambos murieron en aquel mismo año de 472.
Se habló de traición del general. En realidad, la traición la había hecho la corte de Constantinopla, que, subrepticiamente, concluyó un pacto de alianza con el rey de los vándalos. El cual reanudó la ofensiva, desembarcó en Italia y entró a saco en Roma por tercera vez. Ricimero aceptó a Olibrio como nuevo emperador, pero ambos murieron en aquel mismo año de 472.
Los
vándalos trataron de imponer en el trono a Glicerio. Pero Constantinopla
no lo reconoció, y nombró en su lugar a Julio Nepote y, para ponerle a
seguro de Genserico, compró a éste una paz desastrosa, reconociéndole el
señorío no sólo de toda África, sino también de Sicilia, Cerdeña, Córcega y las
Baleares.
Al año siguiente, el rey de los visigodos, Eurico, a cambio de la neutralidad, obtuvo España. Burgundios, alamanes y rugios se repartieron el resto de las Galias.
Nepote dio al general Orestes la orden de licenciar el Ejército que ya no podía mantener. Los bárbaros que lo componían se amotinaron. Orestes tomó su mando y Nepote huyó para unirse en Dalmacia con aquel Glicerio que él mismo había confinado allí tras haberle usurpado el trono.
Al año siguiente, el rey de los visigodos, Eurico, a cambio de la neutralidad, obtuvo España. Burgundios, alamanes y rugios se repartieron el resto de las Galias.
Nepote dio al general Orestes la orden de licenciar el Ejército que ya no podía mantener. Los bárbaros que lo componían se amotinaron. Orestes tomó su mando y Nepote huyó para unirse en Dalmacia con aquel Glicerio que él mismo había confinado allí tras haberle usurpado el trono.
Orestes proclamó soberano a su
hijo, Rómulo Augusto. Un hado irónico quiso dar a aquel chico, destinado
a ser el último emperador de Roma, el nombre del primero. Mas los soldados
bárbaros, embriagados por la victoria, reclamaron ahora tierras en el mismo
corazón de la península, y unos querían la llanura del Po, otros, la Emilia y
otros, la Toscana.
Uno de sus oficiales, Odoacro, encabezó la revuelta,
atacó a Orestes en Pavía, le derrotó y le mató. Rómulo Augusto, al que
después la historia ha llamado «Augústulo», o sea «Augusto el pequeño» para
distinguirle del grande, fue depuesto y confinado en el Castel dell'Uovo, en
Nápoles, con una pingüe pensión.
Odacro devolvió al emperador de Oriente, Zenón,
las insignias del Imperio y declaró que en adelante gobernaría Italia como
lugarteniente suyo.
El texto es copia literal de la Historia de Roma de Indro Montanelli, versión española de Plaza y Janés, segunda edición,mayo de 1963. Esta obra es traducción de la Storia di Roma. El traductor es Domingo Pruna.
ResponderEliminarLas fotos, más o menos felices, pertenecen casi todas a Wikipedia