Ella se volvió y casi se quedó sin respiración. Su nuevo esposo estaba desnudo, y su piel era más blanca que la nieve, con el vello rizado del pecho y el bajo vientre del mismo color que su melena; un hombre sin bolsas en el diafragma, sin las arrugas de la senectud, un hombre duro y musculoso. Escauro, su anterior esposo, había estado horas manoseándola por debajo de la túnica, pellizcándole los pezones y hurgándole la entrepierna para conseguir una reacción del pene, el único miembro viril que ella había conocido, aunque realmente no lo hubiera visto. Escauro era un romano a la antigua, de los que realizan el coito con el mismo recato que se espera de la esposa; no sabia Dalmática que cuando coyuntaba con una mujer menos recatada que ella, su actuación sexual era muy distinta. Sila, por el contrario, tan noble y aristocrático como su difunto esposo, se exhibía sin ningún pudor ante ella, con el pene tan grande y erecto como el del Príapo de bronce del despacho de Escauro. No es que ella desconociera la anatomía íntima del hombre y de la mujer, dado que estaba bien representada en todas las casas: los genitales masculinos en las termas, los pedestales de las mesas y hasta en los murales; pero nunca se le había ocurrido ni remotamente relacionarlos con la vida conyugal. Eran simples adornos de los muebles. Para ella, la vida conyugal había sido un esposo que nunca se mostraba desnudo ante ella y que, a pesar de haber engendrado dos hijos, por la experiencia de ella era bien distinto a los príapos de los muebles y los objetos ornamentales. Cuando, tantos años atrás, había conocido a Sila en aquella cena, se había quedado deslumbrada. Nunca había visto a un hombre tan hermoso, tan duro y tan fuerte y, sin embargo, tan... tan... ¿afeminado? Lo que había sentido por él entonces (y durante las veces que le había estado mirando a escondidas cuando él andaba preparando en Roma su candidatura a las elecciones de pretor) no era algo conscientemente carnal, pues ella era una mujer casada, con experiencia carnal, y eso lo relegaba como el factor menos importante y atractivo del amor. Su pasión por Sila era un capricho de quinceañera, algo intangible e inexplicable. Detrás de columnas y persianas le había acariciado con la vista, soñando con sus besos más que con su pene, suspirando por él del modo más romántico. Lo que ella quería era conquistarle, hacerle su esclavo, ganárselo haciendo que se echara a sus pies a solicitarle llorando su amor.
Pasión por los romanos. Un blog de divulgación creado por Xavier Valderas que es un largo paseo por el vasto Imperio Romano y la Antigüedad, en especial el mundo greco-romano.
miércoles, 3 de junio de 2015
PRIMERA NOCHE DE BODAS ENTRE EL CÓNSUL LUCIO CORNELIO SILA (52 AÑOS) Y METELA DALMÁTICA (30 AÑOS).
Ella se volvió y casi se quedó sin respiración. Su nuevo esposo estaba desnudo, y su piel era más blanca que la nieve, con el vello rizado del pecho y el bajo vientre del mismo color que su melena; un hombre sin bolsas en el diafragma, sin las arrugas de la senectud, un hombre duro y musculoso. Escauro, su anterior esposo, había estado horas manoseándola por debajo de la túnica, pellizcándole los pezones y hurgándole la entrepierna para conseguir una reacción del pene, el único miembro viril que ella había conocido, aunque realmente no lo hubiera visto. Escauro era un romano a la antigua, de los que realizan el coito con el mismo recato que se espera de la esposa; no sabia Dalmática que cuando coyuntaba con una mujer menos recatada que ella, su actuación sexual era muy distinta. Sila, por el contrario, tan noble y aristocrático como su difunto esposo, se exhibía sin ningún pudor ante ella, con el pene tan grande y erecto como el del Príapo de bronce del despacho de Escauro. No es que ella desconociera la anatomía íntima del hombre y de la mujer, dado que estaba bien representada en todas las casas: los genitales masculinos en las termas, los pedestales de las mesas y hasta en los murales; pero nunca se le había ocurrido ni remotamente relacionarlos con la vida conyugal. Eran simples adornos de los muebles. Para ella, la vida conyugal había sido un esposo que nunca se mostraba desnudo ante ella y que, a pesar de haber engendrado dos hijos, por la experiencia de ella era bien distinto a los príapos de los muebles y los objetos ornamentales. Cuando, tantos años atrás, había conocido a Sila en aquella cena, se había quedado deslumbrada. Nunca había visto a un hombre tan hermoso, tan duro y tan fuerte y, sin embargo, tan... tan... ¿afeminado? Lo que había sentido por él entonces (y durante las veces que le había estado mirando a escondidas cuando él andaba preparando en Roma su candidatura a las elecciones de pretor) no era algo conscientemente carnal, pues ella era una mujer casada, con experiencia carnal, y eso lo relegaba como el factor menos importante y atractivo del amor. Su pasión por Sila era un capricho de quinceañera, algo intangible e inexplicable. Detrás de columnas y persianas le había acariciado con la vista, soñando con sus besos más que con su pene, suspirando por él del modo más romántico. Lo que ella quería era conquistarle, hacerle su esclavo, ganárselo haciendo que se echara a sus pies a solicitarle llorando su amor.
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