( Extracto
de una parte del famoso discurso )
"Disfrutamos de un régimen político que no imita las leyes de los vecinos; más que imitadores de otros, en efecto, nosotros mismos servimos de modelo para algunos. En cuanto al nombre, puesto que la administración se ejerce en favor de la mayoría, y no de unos pocos, a este régimen se lo ha llamado democracia; respecto a las leyes, todos gozan de iguales derechos en la defensa de sus intereses particulares; en lo relativo a los honores, cualquiera que se distinga en algún aspecto puede acceder a los cargos públicos, pues se lo elige más por sus méritos que por su categoría social; y tampoco al que es pobre, por su parte, su oscura posición le impide prestar sus servicios a la patria, si es que tiene la posibilidad de hacerlo.
Tenemos por norma respetar la libertad, tanto en los asuntos públicos como en las rivalidades diarias de unos con otros, sin enojarnos con nuestro vecino cuando él actúa espontáneamente, ni exteriorizar nuestra molestia, pues ésta, aunque innocua, es ingrata de presenciar. Si bien en los asuntos privados somos indulgentes, en los públicos, en cambio, ante todo por un respetuoso temor, jamás obramos ilegalmente, sino que obedecemos a quienes les toca el turno de mandar, y acatamos las leyes, en particular las dictadas en favor de los que son víctimas de una injusticia, y las que, aunque no estén escritas, todos consideran vergonzoso infringir.
Por otra parte, como descanso de nuestros trabajos, le hemos procurado a nuestro espíritu una serie de recreaciones. No sólo tenemos, en efecto, certámenes públicos y celebraciones religiosas repartidos a lo largo de todo el año, sino que también gozamos individualmente de un digno y satisfactorio bienestar material, cuyo continuo disfrute ahuyenta a la melancolía.
Y gracias al elevado número de sus habitantes, nuestra ciudad importa desde todo el mundo toda clase de bienes, de manera que los que ella produce para nuestro provecho no son, en rigor, más nuestros que los foráneos.
A nuestros enemigos les llevamos ventaja también en cuanto al adiestramiento en las artes de la guerra, ya que mantenemos siempre abiertas las puertas de nuestra ciudad y jamás recurrimos a la expulsión de los extranjeros para impedir que se conozca o se presencie algo que, por no hallarse oculto, bien podría a un enemigo resultarle de provecho observarlo.
Y es que, más que en los armamentos y estratagemas, confiamos en la fortaleza de alma con que naturalmente acometemos nuestras empresas. Y en cuanto a la educación, mientras ellos procuran adquirir coraje realizando desde muy jóvenes una ardua ejercitación, nosotros, aunque vivimos más regaladamente, podemos afrontar peligros no menores que ellos.
En efecto, amamos el arte y la belleza sin desmedirnos, y cultivamos el saber sin ablandarnos. La riqueza representa para nosotros la oportunidad de realizar algo, y no un motivo para hablar con soberbia; y en cuanto a la pobreza, para nadie constituye una vergüenza el reconocerla, sino el no esforzarse por evitarla. Los individuos pueden ellos mismos ocuparse simultáneamente de sus asuntos privados y de los públicos; no por el hecho de que cada uno esté entregado a lo suyo, su conocimiento de las materias políticas es insuficiente. Somos los únicos que tenemos más por inútil que por tranquila a la persona que no participa en las tareas de la comunidad.
Somos nosotros mismos los que deliberamos y decidimos conforme a derecho sobre la cosa pública, pues no creemos que lo que perjudica a la acción sea el debate, sino precisamente el no dejarse instruir por la discusión antes de llevar a cabo lo que hay que hacer. Y esto porque también nos diferenciamos de los demás en que podemos ser muy osados y, al mismo tiempo, examinar cuidadosamente las acciones que estamos por emprender; en este aspecto, en cambio, para los otros la audacia es producto de su ignorancia, y la reflexión los vuelve temerosos. Con justicia pueden ser reputados como los de mayor fortaleza espiritual aquellos que, conociendo tanto los padecimientos como los placeres, no por ello retroceden ante los peligros.
También por nuestra liberalidad somos muy distintos de la mayoría de los hombres, ya que no es recibiendo beneficios, sino prestándolos, que nos granjeamos amigos. El que hace un beneficio establece lazos de amistad más sólidos, puesto que con sus servicios al beneficiado alimenta la deuda de gratitud de éste. El que debe favores, en cambio, es más desafecto, pues sabe que al retribuir la generosidad de que ha sido objeto, no se hará merecedor de la gratitud, sino que tan sólo estará pagando una deuda. Somos los únicos que, movidos, no por un cálculo de conveniencia, sino por nuestra fe en la liberalidad, no vacilamos en prestar nuestra ayuda a cualquiera.
Entonces, cuando la ciudad se os manifieste en todo su esplendor, parad mientes en que éste es el logro de hombres bizarros, conscientes de su deber y pundonorosos en su obrar; de hombres que, si alguna vez fracasaron al intentar algo, jamás pensaron en privar a la ciudad del coraje que los animaba, sino que se lo ofrendaron como el más hermoso de sus tributos. Al entregar cada uno de ellos la vida por su comunidad, se hicieron merecedores de un elogio imperecedero y de la sepultura más ilustre.
Esta, más que el lugar en que yacen sus cuerpos, es donde su fama reposa, para ser una y otra vez recordada, de palabra y de obra, en cada ocasión que se presente.
La tumba de los grandes hombres es la tierra entera: de ellos nos habla no sólo una inscripción sobre sus lápidas sepulcrales; también en suelo extranjero pervive su recuerdo, grabado no en un monumento, sino, sin palabras, en el espíritu de cada hombre.
Imitad a éstos ahora vosotros, cifrando la felicidad en la libertad, y la libertad en la valentía, sin inquietaros por los peligros de la guerra. Quienes con más razón pueden ofrendar su vida no son aquellos infortunados que ya nada bueno esperan, sino, por el contrario, quienes corren el riesgo de sufrir un revés de fortuna en lo que les queda por vivir, y para los que, en caso de experimentar una derrota, el cambio sería particularmente grande.
Para un hombre que se precia a sí mismo, en efecto, padecer cobardemente la dominación es más penoso que, casi sin darse cuenta, morir animosamente y compartiendo una esperanza".
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