sábado, 6 de junio de 2015

DURAS Y CRUELES MEDIDAS DE CAYO JULIO CÉSAR PARA PACIFICAR LA GALIA, TRAS LA DERROTA DE LOS GALOS EN EXELLODUNUM




A la mañana siguiente, César convocó un consejo formado por todos los legados, prefectos, tribunos militares y centuriones presentes; el motivo era que pudiesen participar en el último estertor de la Galia. Incluido Aulo Hircio, que había viajado con las dos legiones que Quinto Fufio Caleno llevó después de que hubo empezado el ataque al manantial.

-Seré breve -comenzó a decir sentado en su silla curul, vestido con el traje completo de militar y con la vara de su imperium apoyada en el antebrazo derecho.


Quizá fuera la luz del salón de reuniones de la ciudadela, que entraba por una gran abertura sin postigos situada detrás de los quinientos hombres allí reunidos y caía directamente sobre el rostro de César, lo que le dio ese aspecto. Aún no había cumplido cincuenta años, pero tenía el largo cuello profundamente surcado de arrugas, aunque ninguna flaccidez de la piel le estropeaba la fortaleza de la mandíbula. Las arrugas cruzaban su frente, se desplegaban como abanicos en los lados externos de los ojos, tallaban fisuras a ambos lados de la nariz y enfatizaban los altos pómulos agudamente definidos al surcar la piel del rostro debajo de ellos. Cuando estaba de campaña no se molestaba lo más mínimo por el cada vez más escaso cabello, pero aquel día llevaba puesta la corona cívica de hojas de roble porque quería dar la impresión de autoridad indiscutible; cuando entraba en una sala con ella puesta todas las personas tenían que levantarse y aplaudirle, incluso Bíbulo y Catón. A causa de aquella corona, César entró en el Senado a la edad de veinte años; a causa de ella todos los soldados que sirvieron bajo su mando sabían que César luchó en primera línea con espada y escudo, aunque los hombres de sus legiones galas le vieron en primera línea luchando junto a ellos en muchas ocasiones y no hacía falta que se lo recordasen.


Tenía un aspecto desesperadamente cansado, pero ninguno de los presentes confundió esos signos con el cansancio físico; estaba en una forma soberbia y era un hombre extremadamente fuerte. No, estaba sufriendo un agotamiento mental y emocional. Todos se daban cuenta de ello. Y les extrañaba.


-Estamos a finales de septiembre. Es verano -dijo con un acento terso y sucinto que despojaba a las cadencias de su latín exquisitamente elegido de cualquier intención poética-, y si hubiera sido hace dos o tres años, uno diría que la guerra de la Galia había acabado por fin. Pero todos los que estamos hoy sentados aquí sabemos que no es así. ¿Cuándo admitirá la Galia Comata su derrota? ¿Cuándo decidirán instalarse bajo la ligera mano de la supervisión romana y admitirán que están más seguros, más protegidos, más unidos de lo que nunca habían estado antes? La Galia es un toro al que le han sacado los ojos, pero no le han quitado la ira. Y embiste ciegamente una y otra vez, destrozándose a sí mismo contra muros, rocas, árboles. Y cada vez queda más débil, pero nunca más tranquilo. Hasta que al final tiene que morir, sin dejar de embestir, y se hace pedazos a sí mismo.

La habitación estaba en completo silencio; nadie se movía, nadie se atrevía a carraspear. Fuese lo que fuese lo que se avecinaba, iba a ser algo importante.


-¿Cómo podemos calmar a ese toro? ¿Cómo podemos convencerle de que se esté quieto, de que nos deje aplicarle ungüentos para curarlo? -Cambió el tono de voz, que se hizo más sombrío-. Ninguno de vosotros, incluido el centurión de más baja graduación, no deja de percatarse de las terribles dificultades que afronta Roma. El Senado está pidiendo mi sangre, mis huesos, mi espíritu... y mi dignitas, mi parte personal de valor y posición públicos. Y ello significa también vuestra dignitas, porque vosotros sois mi gente. Los tendones de mi amado ejército. Si yo caigo, vosotros caéis. Si a mí se me deshonra, se os deshonra a vosotros. Ésa es una amenaza omnipresente, pero no estoy hablando por esto, pues es sólo una consecuencia. Lo menciono para reforzar lo que estoy a punto de decir. -Respiró profundamente-. No me prolongarán el mandato. En las calendas de marzo del año siguiente al año que viene, terminará. Puede ser que acabe en las calendas de marzo del año que viene, aunque yo pondré hasta el último gramo de mi persona para impedirlo. Necesito el año que viene para hacer el trabajo administrativo necesario para transformar la Galia Comata en una provincia romana como es debido. Por eso, al acabar este año debe acabar también esta guerra inútil, sin sentido, que es un desperdicio, de una vez por todas. No me produce ningún placer ver los campos de batalla después de la lucha, porque en esos campos de batalla también yacen cadáveres romanos. Y muchos, muchos, galos, belgas y también celtas, muertos por ningún otro motivo que no sea un sueño que no pueden hacer realidad porque no poseen ni la educación ni la previsión que hacen falta. Y eso lo habría averiguado Vercingetórix de haber sido él el vencedor.


Se puso en pie y se quedó parado con las manos a la espalda y el ceño fruncido.

-Quiero ver cómo esta guerra acaba este año. No me refiero a un simple cese de las hostilidades, sino a una paz auténtica. Una paz que durará más tiempo del que viviremos los hombres que estamos en esta sala, y nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos. Si eso no ocurre, los germanos la conquistarán, y la historia de la Galia será una historia diferente. Y también lo será la historia de nuestra amada Italia, porque los germanos no descansarán con la conquista de la Galia. La última vez que vinieron, Roma les lanzó a Cayo Mario. Yo creo que Roma me ha puesto a mi en este momento y en este lugar para asegurarse de que los germanos no regresen nunca más. La Galia Comata es la frontera natural, no los Alpes. Debemos mantener a los germanos al otro lado del Rin si nuestro mundo, incluido el mundo de la Galia, ha de prosperar.


Paseó un poco, volvió a ponerse en el centro y los miró desde debajo de aquellas cejas rubias suyas. Una mirada larga, mesurada, inmensamente seria.

-La mayoría de vosotros ha servido conmigo el tiempo suficiente para saber qué clase de hombre soy. No soy cruel por naturaleza. No me produce placer ver cómo se inflige daño o tener que ordenar que se inflija. Pero he llegado a la conclusión de que la Galia de los cabelleras largas necesita una lección tan horrible, tan severa y tan espantosa que el recuerdo perdure a través de las generaciones y sirva para desanimar futuros levantamientos. Por ese motivo os he convocado aquí hoy, para daros mi solución. No para pediros permiso. Yo soy el comandante en jefe y la decisión me corresponde tomarla a mi solamente. Y la he tomado. El asunto no está en vuestras manos. Los griegos creen que sólo el hombre que comete el hecho es culpable del crimen si el hecho es un crimen. Por ello la culpa descansa enteramente sobre mis hombros. Ninguno de vosotros tiene parte en ello, ninguno de vosotros sufrirá por ello. Yo soy el que lleva la carga. A menudo me habéis oído decir que el recuerdo de la crueldad es un pobre consuelo en la vejez, pero hay motivos por los cuales yo no temo ese destino como lo temía hasta que hablé con el druida Cathbad.


Caminó hasta la silla curul y se sentó en ella en posición formal.

-Mañana veré a los hombres que han defendido Uxellodunum. Creo que hay unos cuatro mil. Sí, hay más, pero con cuatro mil bastará. Y a aquellos que nos pongan peor cara, que nos miren con más odio, les amputaré ambas manos -dijo con calma.

Un débil suspiró resonó por la habitación. ¡Qué bien que ni Décimo Bruto ni Cayo Trebonio estuvieran allí! Pero Hircio lo estaba mirando con los ojos llenos de lágrimas, y a César eso se le hizo dificil. Se vio obligado a tragar, y confió en que no se le hubiera notado mucho. Luego continuó hablando.

-No le pediré a ningún romano que lo haga, pues algunos ciudadanos de Uxellodunum pueden hacerlo, los voluntarios. Ochenta hombres, cada uno de los cuales cercenará las manos a cincuenta hombres. Les ofreceré salvar las manos a todos aquellos que se ofrezcan voluntarios. Saldrán bastantes. Los artificieros están ahora trabajando en una herramienta especial que yo he ideado, un poco parecida a un escoplo afilado de quince centímetros de ancho en el filo. Se colocará a lo ancho del dorso de la mano, justo por debajo de los huesos de la muñeca, y se le golpeará una vez con un martillo. El flujo de la sangre será cortado por una correa que se les pondrá alrededor del antebrazo. En el momento en que se haga la amputación, la muñeca se sumergirá en brea. Puede que algunos mueran desangrados pero la mayoría vivirá.


César ya hablaba con fluidez, con facilidad, pues estaba fuera del reino de las ideas y había entrado en el terreno de lo práctico.

-A esos cuatro mil mancos se les mandará luego al exilio para que vagabundeen y pidan limosna por todo este vasto país. Y cualquiera que vea a un hombre sin manos pensará en la lección aprendida después del asedio de Uxellodunum. Cuando las legiones se dispersen, cosa que harán en breve, cada una se llevará a algunos de estos hombres adondequiera que vaya a pasar el invierno. Así nos aseguraremos de que los mancos estén bien repartidos. Porque la lección no servirá para nada a menos que se tenga prueba de ello en todas partes.

Para terminar os daré alguna información que ha sido recogida y compilada por mis héroes oficinistas, galantes pero poco ensalzados. Los ocho años de guerra en la Galia Comata han costado a los galos un millón de guerreros muertos, un millón de personas se han vendido como esclavos, cuatrocientas mil mujeres y niños han muerto, y un cuarto de millón de familias galas han quedado sin hogar. La suma de todo ello es igual a toda la población de Italia. Lo que es una espantosa indicación de la ceguera y la ira del toro. ¡Y eso tiene que acabar! Y tiene que acabar ahora. Tiene que acabar aqui, en Uxellodunum. Cuando yo deje el mando de los galos, la Galia Comata estará en paz.

Hizo un gesto de despedida con la cabeza y todos los hombres salieron en silencio, todos sin mirar a César. Sólo Hircio se quedó.

-¡No digas ni una palabra! -le pidió bruscamente César.

-No tengo intención de decirla -repuso Hircio.

( C. McC. )



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