César
también rezaba por eso mientras trataba de hacer acopio de todo su ingenio para enfrentarse
a los boni dentro de los límites de la constitución no escrita de Roma,
la mos maiorum. Los cónsules para el año siguiente eran Lucio Emilio
Lépido Paulo como senior y Cayo Claudio Marcelo como junior. Cayo Marcelo era
primo hermano del actual cónsul junior, Marco Marcelo, y también del hombre que
se predecía que sería cónsul el año después del año siguiente, otro Cayo
Marcelo. Por ese motivo a menudo se referían a él como Cayo Marcelo el Viejo, y
a su primo como Cayo Marcelo el Joven. Terco enemigo de César, de Cayo Marcelo
el Viejo no se podía esperar nada. Paulo era diferente. Exiliado por tomar
parte en la rebelión de su padre, Lépido había llegado un poco tarde a la silla
curul de cónsul, y lo había logrado reconstruyendo la basílica Emilia, que era,
con gran diferencia, el edificio más importante del Foro Romano. Luego llegó el
desastre el día en que el cuerpo de Publio Clodio ardió envuelto en llamas en
la casa del Senado; la casi acabada basílica Emilia ardió también, y Paulo se
encontró sin dinero para volver a empezar.
Paulo
era un hombre de paja, y éste era un hecho del que César estaba al corriente.
Pero así y todo lo compró. Valía la pena ser el amo del cónsul senior. Paulo
recibió mil seiscientos talentos de César durante el mes de diciembre, entró
como hombre de César en las nóminas que llevaba Balbo, y la basílica Emilia
pudo reconstruirse aún con mayor esplendor. De más importancia era Curión, que
fue comprado por sólo quinientos talentos e hizo exactamente lo que César le
había sugerido, fingir que se presentaba al tribunato de la plebe en el último
momento y, cosa que no era difícil tratándose de un Escribonio Curión, fue
elegido con el mayor número de votos.
César
también puso en marcha otros proyectos. Todas las ciudades importantes de la
Galia Cisalpina recibieron enormes cantidades de dinero para erigir edificios
públicos o para reconstruir sus plazas de mercado, como hicieron los pueblos y
ciudades de Provenza y de la propia Italia. Pero todas esas poblaciones tenían
una cosa en común: le habían manifestado su apoyo a César. Durante algún tiempo
pensó en donar edificios a las Hispanias, a la provincia de Asia y a Grecia,
pero luego decidió que tal inversión no sería apoyo suficiente para él si
Pompeyo, un patrón mucho mayor en aquellos lugares, elegía no permitir que sus
protegidos apoyaran a César. Nada de todo aquello se hizo para ganar los
favores en el caso de que estallase una guerra civil, sino para atraer a los influyentes
plutócratas locales al terreno de César y para animarlos a que sugirieran a los
boni que ellos no verían con agrado que a César se le tratase mal. La
guerra civil era la última alternativa, y César creía realmente que era una
alternativa tan abominable, incluso para los boni, que nunca se llegaría
a tal extremo. Y el modo de ganar era hacer imposible a los boni ir en
contra de los deseos de la mayoría de Roma, Italia, Galia Cisalpina, Iliria y
la provincia gala romana.
César
comprendía la mayoría de las idioteces, pero no podía, ni siquiera cuando se
hallaba en estados de ánimo muy pesimistas, creer que un pequeño grupo de
senadores romanos prefirieran precipitarse a una guerra civil antes que
enfrentarse a lo inevitable y darle a César lo que, al fin y al cabo, no era
más que lo que se le debía. Ser legalmente cónsul por segunda vez, libre de procesamientos,
el primer hombre de Roma y el primer nombre en los libros de historia. Estas cosas
se las debía él a su familia, a su dignitas, a la posteridad. No dejaría
ningún hijo, pero un hijo no era necesario a menos que éste tuviera la
habilidad de subir aún más alto. Eso no solía ocurrir, todo el mundo lo sabía. Los
hijos de los grandes hombres nunca eran grandes. Como ejemplos estaban el Joven
Mario y Fausto Sila...
Mientras
tanto había qúe pensar en la nueva provincia romana de la Galia Comata. Forjar,
cribar a los mejores hombres locales. Y unos cuantos problemas que resolver de
naturaleza más prudente, incluido el de deshacerse de dos mil galos que César
no creía se inclinaran ante Roma durante más tiempo que el que durase su
mandato en la nueva provincia. Mil de ellos eran esclavos que César no se había
atrevido a vender por temor a represalias sangrientas, bien fuera contra sus nuevos
dueños o en insurrecciones parecidas a la de Espartaco. El segundo millar
estaba compuesto por galos libres, en su mayoría jefes de tribu, que no se
habían acobardado ni siquiera después de producirse la amputación de manos en
las víctimas de Uxellodunum.
Acabó
mandándolos a pie a Masilia y cargándolos a bordo de transportes bajo una fuerte
vigilancia. Los mil esclavos fueron enviados al rey Deiotaro de Galacia, que
era galo él también y siempre estaba necesitado de buenos hombres de
caballería; sin duda, cuando llegaran, Deiotaro los haría libres y les
presionaría para que prestaran servicio de armas. Los mil galos libres los
envió al rey Ariobárzanes de Capadocia. Ambos lotes de hombres eran regalos,
una pequeña ofrenda en el altar de la diosa Fortuna. La suerte era señal de que
se gozaba del favor de los dioses, pero nunca estaba de más forjarse la suerte
por sí mismo. Atribuir el éxito a la suerte era una manera de pensar muy
vulgar, y nadie sabia mejor que César que detrás de la suerte había mares de
trabajo duro y pensamiento profundo.
Sus tropas podían alardear de la
suerte que tenía César; eso a él no le importaba lo más mínimo. Mientras
pensasen que él tenía suerte, no tenían miedo, con tal de que él estuviera allí
para lanzar sobre ellos el manto de su protección. Fue una suerte vencer al
pobre Marco Craso, que tuvo los días contados desde el momento en que sus
tropas decidieron que era gafe. Ningún hombre estaba libre de cierta clase de
superstición, pero los hombres de humilde cuna y educación escasa eran
supersticiosos en grado sumo. César jugaba con eso conscientemente. Porque si
la suerte provenía de los dioses y se pensaba que un gran hombre la tenía,
lógicamente ese hombre adquiría una especie de reflejo de la divinidad, y no
hacía daño que los soldados pensasen que su general se hallaba sólo un poco más
abajo que los dioses.
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