Servilia
le estaba esperando, aunque era demasiado sensata como para reprocharle a César
la tardanza y demasiado pragmática para esperar que se disculpase. Si el mundo
pertenecía a los hombres -y así era-, resultaba indudable que pertenecía a
César más que a ningún otro.
Durante
un rato no intercambiaron palabra alguna. Primero vinieron algunos besos lujuriosos
y lánguidos; luego una escena en la cama entre suspiros, el uno en los brazos
del otro, liberados de la ropa y de todo cuidado. Servilia era tan deliciosa,
tan inteligente e ilimitada en sus atenciones, tan inventiva. Y él era tan
perfecto, tan receptivo, tan certero y tan poderoso en sus caricias. Así,
absolutamente satisfechos el uno con el otro y fascinados por el hecho de que
la familiaridad no había dado origen al tedio sino a un placer adicional, César
y Servilia se olvidaron de sus respectivos mundos hasta que el nivel del agua
del cronómetro bajó, lo que significaba que había transcurrido mucho tiempo.
( C.
McC. )
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