Tener
a Marco Porcio Catón a su servicio, aunque sus obligaciones técnicamente se redujeran
a las legiones de los cónsules, era un sufrimiento que el gobernador de
Macedonia nunca se hubiese imaginado hasta que le sucedió. Si aquel joven
hubiera sido un nombramiento personal, habría ido de vuelta a casa por mucho
que su padrino hubiera sido el mismísimo Júpiter óptimo Máximo; pero como el
pueblo lo había nombrado por mediación de la Asamblea Popular, no había nada
que el gobernador Marco Rubrio pudiera hacer salvo sufrir la continua presencia
de Catón.
Pero,
¿cómo podía vérselas con un joven que no dejaba de hurgar y fisgonear, que
hacía preguntas incesantemente, que quería saber por qué esto iba allí, por qué
aquello valía más en los libros que en el mercado, por qué Fulanito reclamaba
una exención de impuestos? Catón nunca paraba de preguntar por qué. Si se le
recordaba con tacto que sus preguntas e inquietudes no tenían nada que ver con
las legiones de los cónsules, Catón respondía simplemente que todo lo de Macedonia
pertenecía a Roma, y Roma, tal como la había personificado Rómulo, lo había
elegido a él como uno de sus magistrados. Ergo, todo lo de Macedonia era asunto
suyo tanto desde el punto de vista legal como desde el punto de vista moral y
ético.
El
gobernador Marco Rubrio no era el único que tenía esta opinión. Sus legados y tribunos
militares -electos o no-, sus escribas, sus guardianes, alguaciles y publicani,
sus amantes y esclavos, todos detestaban a Marco Porcio Catón. Éste era un
maníaco del trabajo, y ni siquiera podían librarse de él enviándolo a algún
puesto avanzado de la provincia, porque al cabo de dos o tres días, a lo sumo,
regresaba, y con el trabajo bien hecho.
Gran
parte de la conversación de Catón -si es que una arenga a voz en grito podía llamarse conversación- giraba en torno a su bisabuelo, Catón el Censor, cuya frugalidad
y anticuadas maneras él estimaba inmensamente. Y puesto que Catón era Catón, él
se esforzaba por emular al Censor en todos los aspectos salvo en uno. Iba
caminando a todas partes en lugar de ir a caballo, comía sobriamente y no bebía
otra cosa que no fuese agua, su forma de vivir no era mejor que la de un
soldado raso y sólo tenía un esclavo para atender a sus necesidades.
Entonces,
¿cuál era esa única transgresión de los principios de su bisabuelo? Catón el Censor
aborrecía Grecia, a los griegos y a las cosas griegas, mientras que el joven
Catón los admiraba, y no guardaba en secreto esa admiración. Eso le causó
considerables burlas por parte de aquellos que tenían que soportar su presencia
en la Macedonia griega, todos los cuales se morían de ganas de perforarle aquella
piel increíblemente gruesa.
Pero ninguna de esas burlas hicieron mella en el
integumento de Catón; cuando alguien le tomaba el pelo diciéndole que había
traicionado los preceptos de su bisabuelo al asumir la forma de pensar de los
griegos, esa persona se encontraba con que se le ignoraba y se le consideraba
poco importante. Ah, y lo que Catón sí consideraba importante era lo que más
sacaba de quicio a sus superiores, iguales e inferiores: la vida regalada, lo llamaba
él, y tan fácil era que criticara la evidencia de una vida regalada en el
gobernador como en un centurión. Como él moraba en una casa de ladrillos de
adobe de dos habitaciones en las afueras de Tesalónica y la compartía con su
querido amigo Tito Munacio Rufo, un colega tribuno de los soldados, nadie podía
decir que el propio Catón llevase una vida regalada.
Había
llegado a Tesalónica en el mes de marzo, y a finales de mayo el gobernador ya había
llegado a la conclusión de que si no se desembarazaba de Catón de alguna
manera, allí se cometería un asesinato. Las quejas, procedentes de publicani,
de cobradores de impuestos, de mercaderes de grano, de contables, de centuriones,
de legionarios, de legados y de diversas mujeres a las que Catón había acusado
de impudicia, no dejaban de apilarse encima del escritorio del gobernador.
«¡Hasta
tuvo el descaro de decirme que él se había mantenido casto hasta que se
casó! le dijo muy sofocada una señora a
Rubrio; se trataba de una amiga íntima-. ¡Marco, se enfrentó a mí en el ágora
delante de mil griegos que sonreían con ironía y me puso como un trapo
hablándome de cuál era la conducta apropiada de las mujeres romanas que viven
en una provincia! ¡Líbrate de él, o te juro que pagaré a alguien para que lo
asesine!»
( C. McC. )
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