A
César no le preocupaba lo más mínimo estar ahora firme y legalmente a la cabeza
de una institución llena en su mayor parte de hombres que lo detestaban.
Concluida la ceremonia de su investidura en el templo de Júpiter óptimo Máximo,
convocó a los sacerdotes del colegio a una reunión que celebró allí y en aquel
mismo momento. La presidió con tal eficiencia y objetividad que sacerdotes como
Sexto Sulpicio Galba y Publio Mucio Escévola soltaron suspiros de encantado alivio
y se preguntaron si quizás la religión del Estado se beneficiaría de la
elevación de César a pontífice máximo, con todo y ser odioso políticamente. El
tío Mamerco, que se estaba haciendo viejo y dificil, se limitó a sonreír; nadie
sabía mejor que él lo bueno que era César para lograr que se
hicieran las cosas.
Se
suponía que cada dos años había que insertar veinte días extras en el
calendario para mantenerlo al ritmo de las estaciones, pero una serie de
pontífices máximos, como Ahenobarbo y Metelo Pío, habían descuidado esa obligación
dentro del ámbito del colegio. César anunció con firmeza que en el futuro esos
veinte días extras se intercalarían sin fallar. No se tolerarían excusas ni evasivas religiosas. Luego continuó diciendo que promulgaría una ley en los Comicios
para intercalar cien días extras con intención de que al final el calendario y
las estaciones fueran al unísono. En aquel momento estaba comenzando la
estación estival, y el calendario decía que el otoño no había hecho más que
terminar. Aquellos planes provocaron algunos ultrajados murmullos, pero no una
oposición violenta; todos los presentes -incluido César- sabían que éste
tendría que esperar hasta ser cónsul para tener alguna oportunidad de hacer que
aquella ley se aprobase.
Durante
una tregua en los procedimientos, César se quedó contemplando el interior del templo
de Júpiter óptimo Máximo y frunció el entrecejo. Catulo seguía esforzándose por
completar la reconstrucción, y las obras se habían retrasado mucho, según lo
previsto una vez que se hubo levantado el revestimiento exterior. El templo era
habitable, aunque nada inspirador, y carecía por completo del esplendor del
antiguo edificio. Muchas de las paredes estaban enlucidas y pintadas, pero no
adornadas con frescos ni con molduras apropiadas, y estaba claro que Catulo no
tenía el propósito -o quizás la disposición de ánimo- de acosar a estados y
príncipes extranjeros para que donasen objetos maravillosos de arte a Júpiter
óptimo Máximo como parte de su homenaje a Roma. No había estatuas macizas, ni
siquiera recubiertas de oro, ni gloriosas Victorias que llevaran cuadrigas, ni
pinturas de Zeuxis; ni siquiera estaba todavía
la imagen del Gran Dios que sustituyese a la antigua y gigantesca figura de
terracota esculpida por Vulca antes de que Roma fuera más que un niño que
gateaba para subirse al escenario del mundo. Pero de momento César guardó
silencio. El trabajo de pontífice máximo era vitalicio, y él aún no había
cumplido treinta y siete años.
César
concluyó la reunión con el anuncio de que la fiesta inaugural en el templo de
la domus publica se celebraría al cabo de ocho días, y después emprendió
a pie la breve bajada que llevaba desde el templo de Júpiter óptimo Máximo
hasta la domus publica. Acostumbrado a la inevitable multitud de
clientes que lo habían acompañado a todas partes durante tanto tiempo, y por lo
tanto acostumbrado a aislarse de los parloteos, César avanzó con mayor lentitud
de lo que era habitual en él sumido en sus pensamientos. Que él en verdad
pertenecía al Gran Dios era indiscutible, lo que significaba que había ganado
aquella elección por orden del Gran Dios. Sí, tendría que darle una pública
patada en el culo a Catulo, y ocupar la mente en el urgente problema de cómo
llenar el templo de Júpiter óptimo Máximo de belleza y tesoros en unos tiempos
en los que lo mejor de todo iba a parar a las casas privadas y a los jardines
peristilos en lugar de a los templos de Roma, y en los que los mejores artistas
y artesanos obtenían ingresos mucho mayores trabajando para particulares que
para el Estado, que sólo estaba dispuesto a pagarles una miseria por ocuparse
de los edificios públicos.
Había
dejado la entrevista más importante para el final, pues estimaba que era mejor establecer
su autoridad dentro del Colegio de los Pontífices antes de ir a ver a las vírgenes
vestales. Todos los colegios sacerdotales y augurales formaban parte de su
responsabilidad como titular y cabeza de la religión romana, pero el Colegio de
las Vírgenes vestales disfrutaba de una relación única con el pontífice máximo.
No sólo era su paterfamilias, sino que además compartía una casa con
ellas.
( C. McC. )
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