Los ludi
megalenses eran los primeros juegos del año y los más solemnes desde el
punto de vista religioso, quizás porque anunciaban la llegada de la primavera
-en aquellos años en que el calendario coincidía con las estaciones- y tenían
su origen en la segunda guerra que Roma había librado contra Cartago, cuando
Aníbal recorrió Italia de arriba abajo. Fue entonces cuando el culto de Magna
Mater, la gran Madre Tierra asiática, se introdujo en Roma, y se erigió en
el Palatino un templo orientado directamente hacia el Vallis Murcia, en el cual
se extendía el Circo Máximo.
En muchos aspectos era un culto inapropiado para
la conservadora Roma; los romanos aborrecían a los eunucos, los ritos
flagelatorios, y todo lo que se consideraba un barbarismo religioso. No
obstante, el hecho se había llevado a cabo en el momento en que Claudia, la
virgen vestal, tiró milagrosamente
de la barcaza que transportaba la piedra del ombligo de Magna Mater y
consiguió llevarla río Tíber arriba, y ahora Roma tenía que sufrir las
consecuencias y contemplar cómo unos sacerdotes castrados que sangraban por las
heridas que ellos mismos se habían infligido recorrían, el cuarto día de abril,
todo aquel camino sin dejar de gritar y de pregonar su paso por las calles al son
de trompetas, mientras remolcaban la efigie de la Gran Madre y suplicaban
limosnas a todos aquellos que acudían a mirar aquella presentación de los
juegos.
Los
juegos propiamente dichos eran más típicamente romanos, y duraban seis días, desde
el cuarto hasta el décimo día de abril. El primer día se hacía la procesión,
luego se celebraba una ceremonia en el templo de Magna Mater y,
finalmente, algunos actos en el Circo Máximo. Los cuatro días siguientes se
dedicaban a representaciones teatrales en distintas construcciones provisionales
de madera que se instalaban con ese fin, mientras que el último día tenía lugar
la procesión de los dioses desde el Capitolio hasta el circo, y muchas horas de
carreras de carros en el circo.
Como
edil curul senior, era César quien oficiaba en los actos del primer día
y quien le ofrecía a la Gran Madre un sacrificio extrañamente incruento,
considerando que Kubaba Cibeles era una señora sedienta de sangre; la ofrenda
era un plato de hierbas.
Algunos
los llamaban los juegos patricios, porque la primera noche las familias
patricias se agasajaban unas a otras y en sus listas de invitados figuraban
patricios exclusivamente. Siempre se consideraba un buen augurio para el
patriciado que el edil curul que hacía el sacrificio fuera patricio, como lo
era César. Bíbulo, desde luego, era plebeyo, y el día de la inauguración se
sintió completamente ignorado; César había llenado de patricios los asientos
especiales en las enormes y anchas gradas del templo, haciendo honor en
particular a los Claudios Pulcher, tan íntimamente conectados con la presencia
de Magna Mater en Roma.
Aunque
aquel primer día los ediles celebrantes y la comitiva oficial no descendían al Circo
Máximo, sino que más bien miraban desde los escalones del templo de Magna
Mater, César había preferido poner un espectáculo brillante en el circo en
lugar de tratar de entretener a la multitud que había seguido la sangrienta
procesión de la diosa con la acostumbrada ración de peleas de boxeo y carreras
pedestres. El tiempo de que se disponía no hacía imposibles las carreras de
carros. César había instalado un sistema de conducción del agua desde el Tíber
y había canalizado el agua, que atravesaba el Forum Boarium y creaba así un río
dentro del circo, con la spina haciendo el papel de isla del Tíber y separando
esta astuta corriente de agua. Mientras la extensa multitud lanzaba
exclamaciones
de admiración, César representó la proeza de fuerza de la vestal Claudia.
Ésta
llevó a rastras la barcaza desde el extremo del Forum Boarium, donde el último
día instalarían las puertas de salida para las carreras de carros, dio una
vuelta completa a la spina y luego la dejó descansando en el extremo de la
puerta de Capena del estadio. La barcaza relucía engalanada con adornos dorados
y tenía velas ondeantes bordadas de color púrpura; todos los sacerdotes eunucos
iban reunidos en la cubierta alrededor de una bola negra y lustrosa que
representaba la piedra ombligo, mientras en lo alto de la popa se alzaba la
estatua de Magna Mater en una carroza tirada por un par de leones de
apariencia absolutamente realista. César no utilizó un forzudo vestido de
vestal para representar a Claudia, sino que usó una esbelta y hermosa mujer del
tipo de Claudia, y disimuló la presencia de los hombres que tiraban de la
barcaza sumergiéndolos en el agua hasta la cintura, con los hombros agachados y
metidos bajo un falso casco de nave dorado que los ocultaba a la vista.
La
multitud se fue a sus casas extasiada después de aquel espectáculo de tres
horas. César se quedó allí, rodeado de patricios encantados, y aceptó los
obsequiosos cumplidos que le dedicaron tanto por el buen gusto que había
demostrado como por su imaginación. Bíbulo captó la indirecta y se marchó, muy
ofendido porque nadie le había hecho caso.
Nada
menos que diez teatros de madera habían sido levantados desde el Campo de Marte
hasta la puerta de Capena, el mayor de los cuales tenía capacidad para diez mil
personas y el más pequeño para quinientas. Y en lugar de contentarse con que
parecieran lo que realmente eran, provisionales, César había insistido en que
se pintaran, se decoraran y se dorasen.
Farsas y mimos se pusieron en escena en
los teatros mayores, Terencio, Plauto y Ennio en los medianos, y Sófocles y
Esquilo en el auditorio más pequeño, que tenía un aspecto muy griego; se
tuvieron en cuenta todos y cada uno de los gustos teatrales. Desde primera hora
de la mañana hasta casi el crepúsculo, los diez teatros dieron representaciones
durante los cuatro días, todo un festín. Y fue literalmente un festín, pues
César sirvió refrigerios gratis en los entreactos.
El
último día la procesión se reunió en el Capitolio y dirigió sus pasos a través
del Foro Romano y la vía Triunfal hasta el Circo Máximo; desfilaron estatuas
doradas de algunos dioses, como Marte y Apolo... y Cástor y Pólux. Como fue
César quien había pagado para que las dorasen, a nadie le extrañó que Pólux
fuera de un tamaño mucho menor que su gemelo Cástor. ¡Qué risa!
Aunque
se suponía que los juegos eran financiados con dinero público y lo que todos los
espectadores preferían eran las carreras de carros, el hecho era que nunca
había dinero del Estado para los entretenimientos propiamente dichos. Ello no
había detenido a César, quien organizó más carreras de carros el último día de
los ludi megalenses de lo que Roma había visto nunca. Era su deber como
edil curul senior dar la salida a las carreras, en cada una de las
cuales intervenían cuatro carros: uno rojo, otro azul, otro verde y otro
blanco.
La primera era de cuadrigas, carros tirados por cuatro caballos, pero
otras carreras eran de carros tirados por dos caballos, o de dos o tres
caballos dispuestos uno detrás de otro; César organizó incluso carreras de
caballos desuncidos, que fueron montados sin ensillar por postillones.
La
longitud de cada carrera era de cinco millas, distancia que se conseguía dando
siete vueltas alrededor de la división central de la spina, un promontorio
estrecho y alto adornado con muchas estatuas que exhibía siete delfines en uno
de los extremos, y en el otro siete huevos dorados colocados en lo alto de
grandes cálices; a medida que acababa cada una de las vueltas se tiraba del morro
de un delfín y la cola se alzaba, y se quitaba un huevo dorado de un cáliz.
Si
las doce horas del día y las doce horas de la noche eran de igual longitud,
entonces cada carrera tardaba en su recorrido un cuarto de hora, lo que
significaba que el ritmo era veloz y furioso, un galope enloquecido.
Cuando se producían
vuelcos solían ocurrir al dar la vuelta a las metae, donde cada conductor,
con las riendas enrolladas con muchas vueltas a la cintura y una daga metida
entre las mismas para poder liberarse si chocaba, luchaba con destreza y valor
por mantenerse en el lado interior, de manera que así el recorrido fuera más
corto.
La
multitud quedó encantada aquel día, pues en lugar de largos descansos después
de cada carrera, César las hizo sucederse una detrás de otra sin apenas
interrupción; los corredores de apuestas se apresuraban entre los excitados
espectadores para recoger las apuestas en un continuo frenesí, pues no daban
abasto.
Ni un solo sitio en las gradas estaba vacío, y las mujeres se sentaban en
las rodillas de sus maridos para ganar espacio. No se permitía la entrada a los
niños, a los esclavos ni a los esclavos libertos, pero las mujeres se sentaban
con los hombres.
En los juegos de César más de doscientos mil romanos libres se
apretujaron en el Circo Máximo, mientras que otros cuantos miles más los
contemplaron desde puntos estratégicos en lo alto del Palatino y el Aventino.
( C.
McC. )
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