Clodio
se había enamorado hasta tal punto de Amisus que decidió quedarse en el Ponto con
los legados Sornacio y Fabio Adriano; ir de campaña hábía perdido todo atractivo
para Clodio en el momento en que Lúculo planeó una marcha de mil millas.
Pero
debía ser así. Las órdenes que tenía eran que acompañase a Lúculo formando
parte de su séquito personal. ¡Oh bueno, pensó Clodio, por lo menos viviré con
relativo lujo! Luego descubrió la idea que tenía Lúculo acerca de lo que eran
las comodidades en campaña. A saber, que no existía ninguna. El epicúreo
sibarita que Clodio había conocido en Roma y Amisus había desaparecido por
completo; durante la marcha al frente de los fimbrianos Lúculo no disfrutaba de
mayores ventajas que cualquier soldado raso, y si no las disfrutaba él tampoco
iba a hacerlo ningún miembro de su personal privado. Iban caminando, no a
caballo; los fimbrianos caminaban, no iban a caballo.
Comían gachas y pan duro; los fimbrianos comían gachas y pan duro. Dormían en
el suelo con una laena para cubrirse y un poco de tierra amontonada a
modo de almohada; los fimbrianos dormían en el suelo con una laena para
cubrirse y tierra amontonada a modo de almohada. Se bañaban en arroyos
bordeados de hielo o, si lo preferían, apestaban; los fimbrianos se bañaban en arroyos
bordeados de hielo o, si lo preferían, apestaban. Lo que era bueno para los
fimbrianos era bueno para Lúculo.
Pero
no para Publio Clodio, quien a no muchos días de distancia de Amisus se aprovechó
de su parentesco con Lúculo y presentó una amarga queja.
Los
ojos de color gris pálido del general lo miraron inexpresivos de arriba abajo,
unos ojos tan fríos como el paisaje en deshielo que el ejército atravesaba en
aquellos momentos.
-Si
quieres comodidades, Clodio, vete a casa -le recomendó. -¡No quiero irme a
casa, sólo deseo algunas comodidades! -dijo Clodio.
-Una
cosa o la otra. Conmigo nunca tendrás las dos a la vez -le dijo su cuñado; y le
volvió la espalda con desprecio.
Aquélla
fue la última conversación que Clodio mantuvo con él. Ni tampoco la austera y pequeña
banda de legados y tribunos militares que rodeaban al general alentaron aquella
clase de compañía de la que ahora Clodio no podía prescindir. La amistad, el
vino, las mujeres y las travesuras; eran las cosas por las que Clodio suspiraba
mientras los días pasaban para él tan lentos como si fueran años y el paisaje
continuaba tan inhóspito y árido como Lúculo.
Se
detuvieron brevemente en Eusebia Mazaca, donde Ariobarzanes Filoromaios, el
rey, dotó al convoy de las provisiones que pudo y le deseó a Lúculo buena
suerte. Luego continuaron y se adentraron en un paisaje roto por abismos y
desfiladeros de todos los colores del arco iris, sobre todo del extremo más
cálido del espectro, una masa caída de torres de toba y pedruscos en precario equilibrio
sobre frágiles cuellos de roca. Rodear aquellos desfiladeros hizo que la
longitud de la marcha casi se duplicase, pero Lúculo continuó avanzando lenta y
trabajosamente, pues insistía en que su ejército cubriese un mínimo de treinta
millas al día. Aquello significaba que tenían que marchar de sol a sol, que
montaban el campamento cuando ya estaba cayendo la noche y lo levantaban cuando
aún no había aparecido el día. Y cada noche había que montar un campamento como
es debido, excavado y fortificado contra... ¿quién? ¿QUIÉN? Clodio tenía ganas
de hacerle la pregunta a gritos al pálido cielo que flotaba por encima de ellos
a una altura mayor que aquella a la que cualquier cielo tiene derecho. Y esa
pregunta iba seguida de un ¿POR QUÉ? formulado a gritos más fuertes que los
truenos de aquellas interminables tormentas primaverales.
Por
fin llegaron al Éufrates, en Tomisa, y al acercarse a él se encontraron con que
sus misteriosas aguas, de un azul lechoso, estaban convertidas en una furiosa
masa de nieves derretidas. Clodio dejó escapar un suspiro de alivio. ¡Ahora no
había elección! El general tendría que descansar mientras esperaba que el río
descendiese de nivel. Pero, ¿lo hizo así? No. En el mismo momento en que el
ejército se detenía, el Éufrates empezó a calmarse y a correr con más lentitud,
empezó a convertirse en una vía de agua manejable y navegable. Lúculo y los
fimbrianos lo cruzaron en barca hasta Sophene, y en cuanto que hubo pasado el
último hombre, el río volvió a convertirse en un torrente espumoso.
-Tengo
suerte -dijo Lúculo complacido-. Es un buen augurio. Ahora la ruta atravesaba
un paisaje ligeramente más amable, en el que las montañas eran algo más bajas,
había buenos pastos, los espárragos silvestres cubrían las laderas y los
árboles crecían en pequeños bosquecillos donde bolsas de humedad proporcionaban
subsistencia a sus raíces. Pero, ¿qué significaba todo aquello para Lúculo? ¡La
orden de que en un terreno fácil como aquél y con espárragos para poder mascar el
ejército debía avanzar más de prisa! Clodio, acostumbrado a ir andando a todas
partes, siempre se había considerado en tan buena forma y tan ágil como
cualquier romano. Pero ahí estaba Lúculo, con casi cincuenta años, que era
capaz de caminar hasta dejar agotado al Publio Clodio de veintidós.
Cruzaron
el Tigris, empresa que pareció de poca importancia después de haber cruzado el Éufrates,
porque no era tan ancho ni tan veloz como éste; luego, después de haber marchado
y haber recorrido más de mil millas en dos meses, el ejército de Lúculo divisó
Tigranocerta.
( C. McC. )
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