El
Senado y el pueblo de Roma, que juntos constituyen la República de Roma, no
hacen concesiones
para el castigo de ciudadanos de pleno derecho sin un juicio. Quince personas
acaban de abogar por la pena de muerte, pero ninguna de ellas ha mencionado un
proceso judicial. Está claro que los miembros de este cuerpo han decidido
revocar la República para retroceder en la historia de Roma en busca de un
veredicto sobre el destino de veintiún ciudadanos de la República, incluido un
hombre que ha sido cónsul en una ocasión y pretor en dos, y que en este momento
sigue siendo pretor legalmente elegido. Por ello, no malgastaré el tiempo de
esta Cámara alabando a la República ni a los procesos judiciales y de apelación
a los que todo ciudadano de la República tiene derecho antes de que sus iguales
puedan aplicarle una sentencia de ninguna clase. En cambio, puesto que mis
antepasados los Julios fueron padres durante el reinado de Tulo Hostilio,
limitaré mis comentarios a la situación tal como era durante el reinado de los
monarcas. Con confesión o sin ella, una sentencia de muerte no es el estilo
romano. No fue el estilo romano bajo el gobierno de los reyes, aunque éstos
dieron muerte a muchos hombres igual que nosotros hacemos hoy: mediante el
asesinato durante actos de violencia pública. El rey Tulo Hostilio, a pesar de
ser un guerrero como era, dudó en aprobar una sentencia formal de muerte. No
parecía bien, eso pudo comprenderlo con tacita claridad que fue él quien le
aconsejó a Horacio que apelase cuando el duumviri lo condenó por el asesinato
de su hermana Horacia. Los cien padres, los antepasados de nuestro Senado
republicano, no eran propensos a la misericordia, pero cogieron la indirecta
del rey y desde entonces establecieron el precedente de que el Senado de Roma
no tenía derecho a condenar a los romanos a muerte. Cuando los romanos son
condenados a muerte por hombres que están en el gobierno, ¿quién no recuerda a Mario
y a Sila?, ello significa que el buen gobierno ha perecido, que el Estado ha
degenerado.
Padres
conscriptos, dispongo de poco tiempo, así que sólo diré esto: ¡No volvamos a la
época de los reyes si eso significa ejecución! La ejecución no es un castigo
adecuado. La ejecución es muerte, y la muerte no es más que el sueño eterno.
¡Cualquier hombre sufrirá más si se le condena a vivir en el exilio que si
muere! Cada día ha de pensar en que se ha visto reducido a la no ciudadanía, a
la pobreza, al desprecio, a la oscuridad. Se derriban sus estatuas públicas; su
imago no puede llevarse en ninguna procesión funeral de la familia, ni
exhibirse en ninguna parte. Es un paria, un desgraciado y vil. Sus hijos y
nietos deben bajar siempre la cabeza con vergüenza, su esposa y sus hijas
lloran. Y todo esto él lo sabe porque continúa vivo, sigue siendo un hombre,
con todos los sentimientos, las debilidades y las energías de un hombre, que en
estos casos no le sirven más que para atormentarse. La muerte en vida es
infinitamente peor que la muerte auténtica. Yo no le temo a la muerte con tal
de que sea súbita. A lo que yo le temo es a alguna situación política que pudiera
tener como resultado el exilio permanente, la pérdida de mi dignitas. Y si no
soy otra cosa, soy romano hasta el más minúsculo de los huesos, hasta la más
diminuta tira de tejido. Venus me hizo, y Venus hizo a Roma.
Aprecio
lo que el instruido cónsul senior Marco Tulio Cicerón ha dicho acerca de lo que
insiste en llamar el senatus consultum ultimum: que bajo su amparo todas las
leyes y procedimientos quedan en suspenso. Comprendo que la principal preocupación
del instruido cónsul senior sea el presente bienestar de Roma, y que considere
que la estancia continuada de esos traidores confesos dentro de los muros de
nuestra ciudad sea un peligro. Quiere acabar con el asunto tan rápidamente como
sea posible. ¡Bueno, yo también! Pero no con una sentencia de muerte, si para
ello debemos volver a los tiempos de los reyes. No me preocupa nuestro
instruido cónsul, ni ninguno de los catorce brillantes hombres que se
encuentran sentados aquí y ya han sido cónsules. No me preocupan los cónsules
del año que viene, ni los pretores de este año, ni los pretores del año que
viene, ni todos aquellos hombres que están aquí sentados y que ya han sido
pretores y quizás esperen ser cónsules algún día.
Lo
que me preocupa es algún cónsul del futuro, alguno dentro de diez o veinte
años. ¿Qué clase de precedente verá ese cónsul en lo que nosotros hagamos hoy aquí?
Verdaderamente, ¿a qué clase de precedente está acudiendo nuestro instruido
cónsul senior cuando cita a Saturnino? El día en que todos nosotros realmente
sepamos quién ejecutó ilegalmente a ciudadanos romanos sin celebrar un juicio,
esos ejecutores nombrados a sí mismos habrán profanado un templo inaugurado
debidamente. ¡Porque eso es lo que es la Curia Hostilia! La propia Roma fue
profanada. ¡Menudo ejemplo! ¡Pero no es nuestro instruido cónsul quien me
preocupa! Es algún otro cónsul, menos escrupuloso y menos instruido, del
futuro.
Conservemos
la cabeza fría y miremos este asunto con los ojos bien abiertos y nuestra capacidad
de pensar de modo objetivo. Hay otros castigos aparte de la muerte y de un
exilio en un lujoso lugar como Atenas o Masilia. ¿Qué os parece Corfinium, o
Sulmona, o alguna otra formidable ciudad fortificada en alguna montaña
italiana? Ahí es donde hemos colocado durante siglos a nuestros reyes y príncipes
capturados. Así que, ¿por qué no hacer lo mismo con enemigos romanos del
Estado? Confiscarles sus propiedades para pagar bien a esas ciudades por la
molestia, y a la vez asegurarnos de que no escapen. ¡Hacerles sufrir, sí! ¡Pero
no matarlos!
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