Severino
(Roma, c. 410 - Nórico, 482) fue predicador y abad, considerado santo de la
Iglesia católica caracterizado por su importante labor evangelizadora y
civilizadora en la región del Danubio, durante la época de las invasiones bárbaras.
Gran
parte de la vida de Severino la conocemos gracias a lo escrito por su discípulo
Eugipio y llega con el filtro de la
hagiografía. En su intento de buscar la perfección cristiana, Severino se
retiró a la vida eremítica en un desierto de Oriente. Aunque a mediados del
siglo V, a raíz de la muerte de Atila, abandonó su retiro para estar junto a los que habían quedado abatidos
por los ataques de los hunos. Severino llegó hasta la provincia romana del
Nórico -entre las actuales Baviera y Hungría- cuando aquella región inhóspita
se conmovía trágicamente contra las embestidas en aluvión de los pueblos
bárbaros en las últimas resistencias imperiales.
El
primer campo de su acción fue la ciudad de Asturis, en una de las orillas del
Danubio. Allí vivió una existencia retirada hasta que se le vio llamando a
penitencia a sacerdotes y pueblo. Les habló de la necesidad de cambiar de vida
antes de que sufrieran una invasión, la cual vaticinó en vano como inminente.
La insistencia del santo romano fue inútil, por lo que, después de señalar a un
buen anciano que le hospedó el día y la hora en que se cumplirían sus
predicciones, partió para Comagenis, plaza fuerte cercana a Asturis. Comagenis
ya había caído en manos bárbaras, pero otros pueblos amenazaban con nuevo sitio
y matanza. Por ello también les conminó al cambio de vida. Cuando empezaban los
oyentes a discutir las razones del santo, un hombre huido de la destrucción de
la vencida Asturis les dio testimonio del cumplimiento de las palabras de
Severino. "Nada de esto hubiera sucedido de haber dado oídos al santo
varón que nos lo anunciaba". Y señaló al monje predicador: "Este es
el que quiso librarnos". Finalmente, los habitantes de Comagenis
resolvieron dedicar tres días a la oración, tras los cuales un terremoto hizo
huir a los bárbaros y libró a la ciudad del saqueo. La fama de Severino corrió
rápidamente y de nuevo encontró motivo en los prodigios que obró en Favianis
que, bloqueada por los hielos la navegación fluvial, perecía de hambre. También
con la oración y penitencia logró Severino que se fundieran los ríos helados y,
así, desde Retia llegaron los navíos salvadores.
En
Kuntzing, donde el Danubio hacía tremendos destrozos con sus riadas y su
iglesia, edificada extramuros de la ciudad, sufría aún mayores daños, Severino
ordenó que se hiciese la señal de la cruz sobre el pavimento del templo y habló
así al río: No te deja mi Señor Jesucristo traspasar este signo. Y el Danubio
dejó de desbordarse.
Severino
cristianizó las orillas del Danubio desde Viena a Passau, fortaleciendo la fe
de los indígenas, amansando sorprendentemente a los feroces guerreros que
cruzan aquellas tierras en busca del sur. Odoacro, jefe de la tribu germánica de los hérulos, que pronto sería
dueño y señor de toda Italia, sentía por él un gran respeto, además Gibuldo,
rey de los alamanes le tenía "suma reverencia y afecto" y lo
escuchaba con mucho respeto. San Severino se
negó a ser nombrado obispo, fundó monasterios, rescató cautivos, sustentó a los
pobres e incluso se mostró experto en cuestiones militares, organizando
retiradas estratégicas.
Sintiéndose
próximo a la muerte, San Severino llamo al rey Fleteo y a su hermano Federico de Nórica, que acudieron a Favianis para
recoger el testamento del monje, pidiéndoles que respetasen la hacienda de sus
súbditos y proveyeran los monasterios faltos de ayuda. Nórico había sido una de
las últimas dependencias del Imperio romano en el siglo V, todavía controlada
desde Italia en el momento de la caída de Rómulo Augústulo en 476. El año 482 en la fiesta de Epifanía, anunció
su muerte, aconsejó a cristianos y religiosos su fidelidad al Evangelio entre
las invasiones y, después de recibir el viático, murió santamente cuando sus
acompañantes leían la última frase del último salmo de Biblia, el 150: Todo ser
que tiene vida, alabe al Señor.
Un
barrio de Viena, Sievering, le debe su nombre, y Austria le reconoce como su
primer apóstol. Seis años más tarde, ante la irrupción de los bárbaros, sus
cristianos descubren el cuerpo de San Severino, está incorrupto y, en una
carreta, lo llevan hasta el Castrum Lucullanum en Nápoles; de allí pasaría en
el 902 al monasterio napolitano de los santos Severino y Sossio. Después de la
supresión de los monasterios de 1806, el arzobispo Michele Arcangelo Lupoli
hizo trasladar los cuerpos de San Severino y San Sossio a la ciudad de
Frattamaggiore (Nápoles). Actualmente, los restos mortales del
santo se veneran junto a los de San Sossio en una capilla de la iglesia matriz
de esta ciudad. Reliquias del santo también se veneran en la iglesia a él
dedicada en San Severo (Foggia) y en la iglesia matriz de Striano (Nápoles).
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