Tengo malas noticias para ti,
aunque sean buenas para mí. Tu esposa Porcia ha muerto. Como te dije en mi
correspondencia anterior, desde que te fuiste no ha estado bien. Imagino que
otros ya te lo habrán contado.
Al principio comenzó a
descuidar su aspecto, después se negó a comer. Cuando la amenacé con atarla y
alimentarla por la fuerza si fuera necesario, cedió y accedió a comer apenas lo
suficiente para sobrevivir, aunque acabó en los huesos. Más tarde empezó a
sufrir ataques en los que hablaba sola. Deambulaba por la casa parloteando y
farfullando, aunque nadie podía entender qué decía. Palabras absurdas, sin el
menor sentido.
Aunque la vigilaba de cerca,
debo confesar que ella era demasiado astuta para mí. ¿Cómo habría podido
adivinar yo para qué había pedido un brasero?. Habían transcurrido tres días
desde los idus de junio y el tiempo era más bien fresco. Simplemente creí que
tenía frío debido a lo poco que comía. Desde luego temblaba y le castañeteaban
los dientes.
Su criada Silvia la encontró muerta
alrededor de una hora después de que le hubieran instalado el trípode con el
brasero encendido en su cuarto de estar. Se había comido los carbones al rojo
vivo y, cuando la encontraron, aún tenía uno en la mano. Al parecer ésa era la
comida que deseaba, ¿no?.
Tengo sus cenizas, pero no sé
qué querrás hacer con ellas; quizá desees mezclarlas con las de Catón, ahora
que han traído las de él desde Itaca, o bien prefieras guardarlas para
mezclarlas con las tuyas. ¿O quieres construir una tumba para ella sola?.
Puedes pagarla, si ése es tu deseo.
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