En tanto en cuanto la felicidad en una
vida futura es el gran objetivo de esta religión, podemos aceptar sin sorpresa
ni escándalo que la introducción —o al menos el abuso— del Cristianismo tuvo
una cierta influencia en la decadencia y caída del Imperio romano. El clero
predicó con éxito doctrinas que ensalzaban la paciencia y la pusilanimidad; las
antiguas virtudes activas [virtudes republicanas de los romanos] de la sociedad
fueron desalentadas; los últimos restos del espíritu militar fueron enterrados
en los claustros: una gran proporción de los caudales públicos y privados se
consagraron a las engañosas demandas de caridad y devoción; y la soldada de los
ejércitos era malgastada en una inútil multitud de ambos sexos [frailes y
monjas, esta opinión sobre ellos era habitual en el público inglés del s.
XVIII] capaz sólo de alabar los méritos de la abstinencia y la castidad.
La fe, el celo, la curiosidad, y pasiones
más terrenales como la malicia y la ambición, encendieron la llama de la
discordia teológica. La Iglesia —e incluso el estado— fueron distraídas por
facciones religiosas cuyos conflictos eran muchas veces sangrientos, y siempre
implacables; la atención de los emperadores fue desviada de los campos de
batalla a los sínodos. El mundo romano comenzó, pues, a ser oprimido por una
nueva especie de tiranía, y las sectas perseguidas se convirtieron en enemigos
secretos del estado.
Y sin embargo, un espíritu partidista, no
importa cuán absurdo o pernicioso, puede ser tanto un principio de unión como
de desunión. Los obispos, desde ochocientos púlpitos, inculcaban al pueblo los
deberes de la obediencia pasiva buscada por el legítimo y ortodoxo emperador;
sus frecuentes asambleas y su perpetua correspondencia los mantenían en
comunión con las más distantes iglesias; y el temperamento benevolente de los
Evangelios fue endurecido, aunque confirmado, por la alianza espiritual de los
católicos.
La
sagrada indolencia de los monjes era con frecuencia abrazada en unos tiempos a
la vez serviles y afeminados; pero si la superstición no había supuesto el fin
de los principios de la República, estos mismos vicios [la servilidad y el
afeminamiento] habrían llevado a los indignos romanos a desertar de ellos.
Los preceptos religiosos son fácilmente
obedecidos por aquellos cuyas inclinaciones naturales les llevan a la
indulgencia y la santidad; pero la pura y genuina influencia del Cristianismo
puede hallarse, si bien de forma imperfecta, en los efectos que el proselitismo
cristiano tuvo sobre los bárbaros del norte. Si la decadencia del Imperio
romano se había acelerado con la conversión de Constantino, al menos su
religión victoriosa redujo en algo el estrépito de la caída, y rebajó el feroz
temperamento de los conquistadores.
( EDWARD GIBBON )
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