César
había cruzado el Helesponto para llegar a la provincia de Asia hacía tres nundinae
con el objetivo de descender por el litoral egeo e inspeccionar los estragos
causados por los republicanos en su desesperado esfuerzo por reunir flotas y
dinero. Se había despojado a los templos de sus tesoros más preciosos. Se habían
saqueado las cámaras acorazadas de los bancos, se había llevado a la bancarrota
a los plutócratas y los publicani; gobernador de Siria más que de la provincia
de Asia, Metelo Escipión había permanecido allí en su viaje desde Siria para
reunirse con Pompeyo en Tesalia e ilegalmente había impuesto tributos sobre
todo aquello que se le había ocurrido: las ventanas, las columnas, las puertas,
los esclavos, el censo por cabezas, el grano, el ganado, las armas, la artillería
y la compraventa de tierras. Al ver que el rendimiento no era suficiente, instituyó
y recaudó impuestos provisionales para los diez años venideros, y ante las
protestas de algunos lugareños, los ejecutó.
Aunque
los informes que llevaron a Roma trataban más sobre la evidencia de la
divinidad de César que sobre tales asuntos, de hecho el avance de César era a la
vez una misión para recabar información y el inicio de la ayuda económica a una
provincia incapacitada para prosperar. Así que habló con las autoridades municipales
y comerciales, despidió a los publicani, condonó los tributos de toda clase
por cinco años, dictó órdenes para que los tesoros encontrados en diversos almacenes
de Farsalia fueran devueltos a los templos de donde habían salido, y prometió
que tan pronto como se hubiera establecido un buen gobierno en Roma, adoptaría
medidas más específicas para auxiliar a la pobre provincia de Asia.
Razón
por la cual, pensó Cneo Domitio Calvino observando a César mientras leía los papeles
dispersos sobre su mesa allí en Rodas, la provincia de Asia tiende a verlo como
a un dios. El último hombre que había comprendido el funcionamiento de la
economía y a la vez había tenido trato con Asia había sido Sila, cuyo justo
sistema impositivo fue abolido quince años después ni más ni menos que por Pompeyo
Magno. Quizá, reflexionó Calvino, sea necesario un anciano patricio para
apreciar las obligaciones de Roma con sus provincias. Los demás no tenemos los
pies tan firmemente anclados en el pasado, así que tendemos a vivir en el
presente más que a pensar en el futuro.
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