FUE EL MEJOR DE LOS ORADORES DE ROMA Y UN POLÍTICO NATO.
La biografía de Julio César tuvo todos los ingredientes para convertirlo en una figura mítica. César fue un hábil estratega y un militar valeroso, cuyas victorias permitieron extender el territorio romano; fue un político sagaz, cuyas medidas populistas le granjearon el afecto de grandes estratos de la población. De la misma manera, destacó como un literato excepcional, cuyos escritos, como La guerra de las Galias, se cuentan entre los más logrados del latín clásico. Las conquistas de César permitieron que gran parte de Europa adoptase costumbres y modelos latinos. Igualmente, las medidas que adoptó como jefe del Estado romano (entre las que se incluían reformas en la legislación agraria y en el calendario) impulsaron cambios irreversibles en Europa.
Sila había columbrado el temible porvenir del muchacho cuando afirmó, según Suetonio, que Caesari multos Marios inesse (en César hay muchos Marios), queriendo significar con esa frase el peligro que entrañaba su resuelta personalidad. César, no obstante, no se abrevió a regresar a Roma y pasó al servicio del propretor Termes, el cual, por ser César hijo de un miembro del Senado, le confirió el grado de oficial. Participó así en la toma de Mitilene de Lesbos, ciudad aliada con Mitrídates, y su comportamiento militar le valió una condecoración.
El ascenso al poder
Muerto Sila, César regresó a Roma en el 78. En su corta vida había ya adquirido bastante experiencia en los negocios públicos y había ejercitado su capacidad de mando. Sin duda César pensó que la muerte de Sila le permitiría un rápido progreso entre los populares, pero se equivocaba. Sila había dejado todo bien atado, y el poder de los conservadores optimates ("hombres excelentes"), que dominaban el Senado, detenía al partido popular.
El paso a la condición máxima de cónsul lo dio en el año 59. Consciente de las fuerzas del Senado (dominado siempre por los conservadores), en el que César se había librado inteligentemente de sus desafortunadas vinculaciones con el rebelde Catilina, comprendió que sólo una alianza entre poderosos podía neutralizar a los équites. Propuso entonces a su viejo amigo y valedor, Craso, constituir, juntamente con Pompeyo, una sociedad de defensa mutua que los obligara a actuar siempre por unanimidad (institución luego conocida como «triunvirato»). La alianza fue efectiva y César, en compañía de Calpurnio Bíbulo (un candidato de los équites), fue designado cónsul.
El triunvirato se fortaleció, además, con el matrimonio de Pompeyo con Julia, la hija de César. César, a su vez, se casó con Calpurnia. Había repudiado por infidelidad a Pompeya, su segunda esposa, en el 62, después de un escandaloso episodio: durante los misterios de la Bona Dea, una fiesta nocturna exclusiva para mujeres que tenía lugar en casa del propio Julio César, una de las sirvientas descubrió la presencia de un intruso disfrazado de mujer, Publio Clodio, lo que provocó la indignación de las asistentes. Se acusó a Pompeya de ser amante de Clodio, extremo éste que nunca pudo probarse. César no quiso dar crédito a la denuncia y absolvió a ambos del delito de adulterio en el que se habían visto inculpados. Todo el mundo se asombró de que aun así repudiara a su esposa, pero él contestó con una frase que se ha hecho famosa: "la mujer de César no sólo debe ser casta, sino parecerlo".
Craso, mientras tanto, seguía destinado en Siria, donde dirigió la guerra contra los partos y en la que murió en el 53, y Pompeyo continuaba en el proconsulado de Hispania. Estas condiciones permitieron que César se hiciera con todo el poder. Para ello todo medio podía ser útil: como pontifex maximus autorizó a Clodio, antiguo amante de su esposa Pompeya, a que fuese adoptado por un plebeyo, para poder así, a pesar de su condición original de patricio, acceder al cargo de tribuno de la plebe. Y así fue como el agradecido Clodio se ocupó de limpiar de enemigos el camino de César.
Ya en su provincia de la Galia, César parecía decidido a no intervenir en problemas bélicos, pero lo hizo cuando así lo pidieron sus habitantes. Los eduos comenzaban a sentir la amenaza de los helvecios, los cuales a su vez buscaban nuevos territorios, empujados por la invasión de los germanos acaudillados por Ariovisto. Las legiones de César acudieron en ayuda de los eduos, y vencieron a helvecios y suevos. Esto marcó el comienzo de la ocupación sistemática de la Galia por las fuerzas de César, ayudado por sus lugartenientes Labieno y Craso.
Fue una lucha prolongada en la que el país fue literalmente saqueado, un tercio de su población murió luchando y otro tercio probablemente fue vendido como esclavo. Sucesivamente, en acciones en las que César conoció también la derrota, fueron sometidos todos los pueblos galos. En medio de esta lucha, entre los años 55 y 54, César desembarcó en Inglaterra y peleó hasta más allá del Támesis, pero finalmente tuvo que retirarse. Al año siguiente (invierno del 54-53), volvió a agitarse la Galia. Se sublevaron eburones y trevinos, y finalmente todos los pueblos galos, bajo el caudillaje de Vercingetórix. Los romanos conocieron el desastre en la batalla de Gergovia, pero las fuerzas de Vercingetórix fueron sitiadas largo tiempo y finalmente vencidas en Alesia. La rendición de los belovacos (belgas) en Uxellodunum (51) puso punto final a la dominación de las Galias, aunque el sometimiento total sólo se logró en el invierno de diciembre del 51 a febrero del 52, tras reducir pertinaces focos de resistencia.
La guerra civil
La otra obra conservada de Julio César, De bello civili, literariamente inferior a la primera, tal vez porque no tuvo siquiera tiempo de revisar sus manuscritos, se refiere a los hechos que cubren la guerra civil entre los años 49 y 45. El inmenso poder acumulado por César provocó el pánico del partido senatorial, sus enemigos de siempre. Por otra parte, muchos republicanos vieron en este poder el más grave peligro para la república. Y además, circunstancias internas tenían convulsionada a la ciudad. El Senado designó en el 52 a Pompeyo como cónsul único, y cuando el bando senatorial volvió a sentirse fuerte, entre el 51 y el 50, Pompeyo (ahora enemigo de César) le pidió que licenciara a sus legiones y regresara a Roma.
César cruza el Rubicón
La batalla definitiva tendría lugar en Farsalia, epopeya cantada por Lucano en versos inmortales. El poeta describe a Pompeyo "en el declinar de sus años hacia la vejez", como "sombra de un gran nombre", y a César como "fogoso e indomable", un hombre que acudía a actuar "dondequiera que le llamara la esperanza o la cólera". Allá se encontraron "enseñas leonadas frente a enseñas iguales y hostiles, idénticas águilas frente a frente y picas amenazando idénticas picas". César venció y Pompeyo huyó a Alejandría, donde murió el 28 de septiembre del año 48 a.C. a manos de soldados de Ptolomeo, quien mantenía un contencioso con su hermana y esposa, Cleopatra, sobre el trono de Egipto. César llegó a Egipto y al enterarse del trágico final de Pompeyo lloró su muerte.
César llegó a Egipto acompañado por dos legiones, la décima y la duodécima; en total, unos seis mil hombres. Tras acomodar a sus hombres en el palacio real, se dispuso a poner orden en la difícil situación interna del país del Nilo, dividido por el enfrentamiento entre los dos hermanos y esposos reinantes, Ptolomeo XIII y Cleopatra VII. César y Cleopatra mantuvieron una intensa y famosa relación amorosa que daría como fruto un hijo: Cesarión. César dio el trono a Cleopatra (47 a.C.), lo que, unido a la presencia de las tropas romanas en el palacio de los faraones y a la deposición de Ptolomeo XIII, hizo que el pueblo, dirigido por los consejeros fieles al rey, se amotinase y tratase de tomar el palacio.
Durante cuatro meses, César resistió atrincherado en el palacio frente a los sesenta mil hombres del egipcio Aquiles. Finalmente, cuando llegaron los refuerzos dirigidos por Mitridates de Pérgamo, César protagonizó una de sus geniales acciones militares y logró atravesar el cerco egipcio para reunirse con Mitridates, tras lo cual las fuerzas combinadas de ambos destrozaron a las tropas egipcias en una sangrienta batalla en la que falleció Ptolomeo XIII. Cleopatra se trasladó después a Roma, donde vivió hasta la muerte del dictador.
El asesinato
César fue, pues, dueño absoluto de la república romana y del mundo mediterráneo. Se había cumplido el sueño de su juventud: la totalidad del poder, dentro del marco legal de la república. César era imperator y dictador. Como tal, volvió a ejercer su típica clemencia con sus enemigos; no olvidó su política agraria y de asentamiento de colonos; aumentó el número de fiestas populares, aunque cuidándose de no incurrir en gastos ruinosos para el Estado; dispuso normativas económicas y financieras que protegían a los menos fuertes, trató de morigerar el lujo de los poderosos y limitó los gastos en banquetes; diseñó profundas transformaciones políticas, dictó leyes que ampliaban la ciudadanía romana a capas más vastas de la población, y comenzó a pensar en un mundo distinto al hasta entonces conocido dentro de los límites de la ciudad romana.
De hecho, algunos comentaristas ponen en su boca estas jactanciosas y desafiantes palabras: "La República no es nada, es sólo un nombre sin cuerpo ni figura". Pero para muchos de ellos fue sin duda un pretexto que disimulaba sórdidos resentimientos y apetitos. Dirigían la conjura Casio, Bruto y Casca. Bruto era hijo de Servilia, la más famosa de las amantes de César, y el propio Julio César lo había acogido como hijo adoptivo y colmado de honores. Casio había luchado junto a César siempre en busca de botín, por lo que no fue difícil comprarlo. Casca, por último, era un tradicional enemigo de Julio César. Probablemente, otros conjurados no tenían otro objetivo que el de eliminar al dictador y se comprometieron, como impuso Bruto, a respetar a su lugarteniente Marco Antonio.
Había recibido 23 puñaladas; posiblemente una sola de ellas había sido mortal. Mientras los aterrorizados senadores huían (hecho que no entraba en el plan de los conjurados), César, envuelto en su toga, caía al pie de la estatua de Pompeyo. La sanguinaria escena, augurada por los adivinos y que desataría una nueva guerra fratricida, acredita, siguiendo la descripción de Suetonio, la postrera elegancia del héroe: "Entonces, al darse cuenta de que era el blanco de innumerables puñales que contra él se blandían de todas partes, se cubrió la cabeza con la toga, y con la mano izquierda hizo descender sus pliegues hasta la extremidad de las piernas para caer con más dignidad." El hombre que había ganado un mundo y había contribuido a modificar irreversiblemente el destino de Occidente y de buena parte de Oriente era ya nada más que un despojo sangrante.
Al no tener César herederos varones, en su testamento quedó establecido que su sobrino nieto, Octavio, se convirtiera en su sucesor. Octavio llevaría a cabo las reformas de César y se convertiría en el primer emperador de Roma, con el nombre de Augusto.
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