1.- Marco Craso, cuyo padre había sido censor y
merecido los honores del triunfo, se crió, sin embargo, en una casa reducida,
con otros dos hermanos. Estaban éstos casados cuando vivían aún los padres, y
todos comían a una misma mesa, lo que parece pudo contribuir no poco a que
fuese frugal y moderado en el comer y beber. Muerto uno de los dos hermanos,
tomó en matrimonio a su mujer, y de ella tuvo hijos, habiendo sido en esta
materia tan arreglado como el que más de los Romanos; con todo, cuando ya se
hallaba adelantado en edad, fue acusado de haber tratado inhonestamente con
Licinia, una de las vírgenes Vestales. Licinia fue absuelta de aquel cargo,
habiendo sido su acusador un tal Plotino. Tenía ésta una quinta deliciosa, y
deseaba Craso adquirirla por un corto precio, para lo cual la visitaba y
obsequiaba con grandísima frecuencia; de aquí tuvo origen la indicada sospecha,
que en cierta manera desvaneció con su codicia, habiendo sido también absuelto
por los jueces; pero de la intimidad con Licinia no se retiró hasta haberse
hecho dueño de la posesión.
2.- Dicen los romanos que a las muchas virtudes de
Craso sólo un vicio hacía sombra, que era la codicia; pero, a lo que parece, no
era solo, sino que, siendo muy dominante, hacía que no apareciesen los demás.
Las pruebas más evidentes de su codicia son el modo con que se hizo rico y lo
excesivo de su caudal; porque, no teniendo al principio sobre trescientos
talentos, después, cuando ya fue admitido al gobierno, ofreció a Hércules el
diezmo, dio banquetes al pueblo, y a cada uno de los Romanos le acudió de su
dinero con trigo para tres meses; y, sin embargo, habiendo hecho para su conocimiento
el recuento de su hacienda antes de partir a la expedición contra los Partos,
halló que ascendía a la suma de siete mil y cien talentos; y si, aunque sea en
oprobio suyo, hemos de decir la verdad, la mayor parte la adquirió del fuego y
de la guerra, siendo para él las miserias públicas de grandísimo producto.
Porque cuando Sila, después de haber tomado la ciudad, puso en venta las
haciendas de los que había proscrito, reputándolas y llamándolas sus despojos,
y quiso que la nota de esta rapacidad se extendiese a los más que fuese posible
y a los más poderosos, no se vio que Craso rehusase ninguna donación ni ninguna
subasta. Además de esto, teniéndose por continuas y connaturales pestes de Roma
los incendios y hundimientos por el peso y el apiñamiento de los edificios,
compró esclavos arquitectos y maestros de obras, y luego que los tuvo, habiendo
llegado a ser hasta quinientos, procuró hacerse con los edificios quemados y
los contiguos a ellos, dándoselos los dueños, por el miedo y la incertidumbre
de las cosas, en muy poco dinero, por cuyo medio la mayor parte de Roma vino a
ser suya. A pesar de poseer tantos artistas, nada edificó para sí, sino la casa
de su habitación, porque decía que los amigos de obras se arruinaban a sí
mismos sin necesidad de otros enemigos. Eran muchas las minas de plata que
tenía, posesiones de gran precio en sí y por las muchas manos que las
cultivaban; a pesar de eso, todo era nada en comparación del valor de sus
esclavos: ¡tantos y tales eran los que tenía!. Lectores, amanuenses, plateros,
administradores y mayordomos, y él era como el ayo de los que algo aprendían,
cuidando de ellos y enseñándoles, porque llevaba la regla de que al amo era a
quien le estaba mejor la vigilancia sobre los esclavos, como órganos animados del
gobierno de la casa. Excelente pensamiento, si Craso juzgaba, como lo decía,
que las demás cosas debían administrarse por los esclavos, y él gobernar a
éstos; porque vemos que la economía en las cosas inanimadas no pasa de lucrosa
y en los hombres tiene que participar de la política. En lo que no tuvo razón
fue en decir que no debía ser tenido por rico el que no pudiera mantener a sus
expensas un ejército: por que la guerra no se mantiene con lo tasado, según
Arquídamo, sino que la riqueza, respecto de la guerra y los guerreros, tiene
que ser indefinida; muy distante de la sentencia de Mario, el cual, como
habiendo distribuido catorce yugadas de tierra a cada soldado le hubiesen
informado que todavía codiciaban más, “No quiera Dios- dijo que ningún Romano tenga
por poca la tierra que basta a mantenerlo”.
3.- Picábase, sin embargo, Craso de acoger bien a
los forasteros, estando abierta su casa a todos ellos; prestaba a los amigos
sin interés; pero, vencido el plazo, exigía con tanto rigor el pago, que la
primera gracia venía a hacerse más inaguantable que habrían sido las usuras.
Para franquear su mesa era bastante generoso y popular, y aunque ésta no era
espléndida, el aseo y la amabilidad la hacían más apetecible que hubiera podido
hacerla el ser más exquisita y costosa. En cuanto a instrucción, se ejercitó en
la elocuencia, especialmente en la parte oratoria, que es de mayor y más
extensa utilidad; y habiendo llegado a sobresalir en esta arte entre los más
aventajados de Roma, en el trabajo y en el celo excedió aun a los más facundos;
porque ninguna causa tuvo por tan pequeña y despreciable que no fuese preparado
para hablar en ella, y muchas veces, rehusando Pompeyo y César, y aun el mismo
Cicerón, levantarse y tomar la palabra, él concluía la defensa; con lo que se
ganó el afecto, como patrono solícito y diligente. Ganóselo también con su
humanidad y popularidad para con las gentes, pues nunca Craso, saludado de un
ciudadano romano, por miserable y oscuro que fuese, dejó de corresponderle por
su nombre. Dícese que fue muy instruido en la historia y aun algo dado a la
filosofía, adoptando las opiniones de Aristóteles, en las que tuvo por maestro
a Alejandro, varón dulce y apacible, como se ve en el modo en que permaneció al
lado de Craso; pues que no es fácil demostrar si era más pobre antes de ir a su
compañía o después de estar en ella; y siendo el único entre sus amigos que le
acompañaba en los viajes, para el camino se le daba una capa, la que se le
recogía a la vuelta. ¡Ésta sí que es paciencia!. Y se ve que este infeliz no
sólo no tenía por mala, mas ni aun por indiferente la pobreza. Pero de esto
hablaremos más adelante.
4.- Desde que Cinna y Mario quedaron vencedores se
echó de ver que iban a entrar en la ciudad, no para bien de la patria, sino, al
contrario, para destrucción y ruina de los buenos ciudadanos; y, por
descontado, cuantos pudieron haber a las manos, todos perecieron, de cuyo
número fueron el padre de Craso y su hermano. El mismo Craso, que todavía era
muy joven, evitó el primer peligro; pero habiendo entendido que por todas
partes lo perseguían y andaban solícitos para cazarle los tiranos, acompañado
de dos amigos y de diez criados huyó con extraordinaria celeridad a España,
donde en otro tiempo había estado, con su padre, en ocasión de ser éste pretor,
y había granjeado amigos; pero, habiendo observado que todos estaban llenos de
recelos, temblando de la crueldad de Mario, como si lo tuvieran ya encima, no
se atrevió a presentarle a ninguno, y dirigiéndose a unos campos que en la
inmediación del mar tenía Vibio Paciano, donde había una gran cueva, allí se
ocultó. Envió a Vibio uno de sus esclavos para que le tanteara; y más que ya
empezaban a faltarle las provisiones. Alegróse Vibio de saber por la relación
de éste que se había salvado, e informado de cuántos eran los que tenía consigo
y del sitio, aunque no pasó a verle, llamó al punto al administrador de aquella
ciudad y le dio orden de que haciendo todos los días aderezar una comida la
llevara y pusiera delante de la piedra, retirándose calladamente, sin meterse a
examinar ni inquirir lo que había, y anunciándole que el ser curioso le
costaría la vida y el desempeñar fielmente lo que se le mandaba le valdría la
libertad. La cueva está no lejos del mar, y las rocas que la circundan envían
un aura delgada y apacible a los que se hallan dentro; si se quiere pasar
adelante, aparece una elevación maravillosa, y en el fondo tiene diferentes
senos de gran capacidad, que se comunican unos con otros. No carece de agua ni
de luz, sino que al lado de las rocas mana una fuente de abundante y delicioso
caudal, y unas hendiduras naturales de las peñas, por donde entre sí se juntan,
reciben de afuera la luz; de manera que el sitio está alumbrado por el día. El
que se halla dentro se conserva limpio y enjuto, porque el grande espesor de la
piedra no da paso a la humedad y a los vapores, haciéndolos dirigirse hacia la
fuente.
5.- Mientras allí se mantenía Craso, el
administrador les llevaba todos los días el alimento, sin que los viese ni
conociese; mas ellos le veían, sabedores de todo, y esperando que mudaran los
tiempos; la comida con que se les asistía no se limitaba a lo preciso, sino que
era abundante y regalada. Porque Vibio sabía agasajar a Craso con toda
delicadeza; tanto, que hasta considerando sus pocos años, y viendo que era muy
joven, quiso obsequiarle con los placeres que pide tal edad, pues ceñirse a lo
puramente necesario más es de quien sólo tira a cumplir que de quien sirve con
voluntad. Encaminándose, pues, a la ribera con dos esclavas bien parecidas,
luego que llegó cerca del sitio, mostrando a éstas la puerta de la cueva, les
dio orden de que entrasen en ella sin recelo. Craso y los que con él estaban,
al ver que allá se dirigían, empezaron a temer no fuese que se hubiera
descubierto o que se hubiera denunciado su retiro; preguntáronles, pues, qué
querían y quiénes eran; mas luego que respondieron, como se les había
prevenido, que buscaban a su amo que se hallaba allí refugiado, comprendiendo
Craso la finura y esmero de Vibio para con él, dio entrada a las esclavas, las
cuales permanecieron en su compañía por todo el tiempo restante, dando parte a
Vibio de lo que les hacía falta. Dícese que Fenestela alcanzó a ver a una de
ellas ya muy anciana y que muchas veces la oyó referir y traer a la memoria
estas cosas con sumo placer.
6.- Pasó allí Craso escondido ocho meses, y
dejándose ver desde el punto en que se supo la muerte de Cinna, como acudiesen a
él muchos de los naturales, reclutando unos dos mil y quinientos recorrió con
ellos las ciudades, de las cuales sólo saqueó a Málaga, según opinión de
muchos, aunque se dice que él lo negaba y que impugnó a aquellos escritores.
Recogió después de esto algunas embarcaciones, y pasando al África se dirigió a
Metelo Pío, varón de grande autoridad y que había juntado un ejército
respetable; pero, con todo, no permaneció largo tiempo a su lado, sino que,
habiéndose indispuesto con él, partió en busca de Sila, que le admitió y trató
con la mayor distinción. Regresó Sila a Italia de allí a poco, y queriendo
tener en actividad a todos los jóvenes que con él servían les fue dando
diferentes encargos, y como enviase a Craso al país de los Marsos a reclutar
gente, éste le pidió escolta, porque tenía que pasar entre los enemigos; pero
diciéndole Sila con cólera: “¡Y tanto!. Pues te doy en escolta a tu padre, tu
hermano, tus amigos y tus parientes, de cuyos injustos matadores voy a tomar
venganza”, corrido e inflamado por semejante expresión partió sin detenerse,
atravesó resueltamente por entre los enemigos, reunió considerables fuerzas, y
en los combates dio pruebas a Sila de su valor. Desde este tiempo y estos
sucesos se dice que comenzó su emulación y contienda de gloria con Pompeyo;
porque con ser éste de menor edad, e hijo de un padre infamado en Roma, y
aborrecido con el más implacable odio de sus conciudadanos, brilló
extraordinariamente y compareció grande en estos reencuentros; tanto, que Sila,
cuando entraba Pompeyo, se levantaba, se descubría la cabeza y le saludaba con
el dictado de emperador; distinciones de que no solía usar ni con varones más
ancianos que él ni con sus colegas. Quemábase e irritábase Craso con estas cosas,
sin embargo de que era justamente postergado, porque le faltaba pericia, y
quitaban el valor a sus hazañas las ingénitas pestes que le acompañaban
siempre, a saber: su ansia de adquirir y su sórdida codicia; así es que,
habiendo tomado en la Umbría la ciudad de Tudercia, fue acusado ante Sila de
que se había apropiado la mayor parte del botín. Luego, en la batalla de Roma,
que fue la más encarnizada y decisiva, Sila fue vencido, habiendo sido
rechazado y deshechos no pocos de lo que estaban a su lado; mas Craso, que
mandaba el ala derecha, venció a los enemigos, y habiéndolos perseguido hasta
entrada la noche envió a pedir a Sila cena para sus soldados y le anunció la
victoria; pero en las proscripciones y subastas volvió a desacreditarse
comprando grandes rentas a precio muy bajo y pidiendo dádivas. En la Calabria
se dice que proscribió a uno, no de orden de Sila, sino por codicia, por lo
que, reprobando éste su conducta, no volvió a valerse de él para ningún negocio
público. Tenía la partida de ser tan diestro para ganarse la gente con la
adulación como sujeto a que con la adulación se lo llevaran de calles. Era otra
de sus propiedades, según se dice, el que, siendo el más codicioso de los
hombres, aborrecía y censuraba a los que adolecían del mismo vicio.
7.- Mortificábale la felicidad y buena suerte de
Pompeyo en sus empresas, el que hubiese triunfado antes de ser senador y el que
los ciudadanos le apellidaran Magno, que quiere decir grande; y como en una
ocasión dijese uno: “Ahí viene Pompeyo el Grande”, sonriéndose le preguntó:
“¿Como cuánto es de grande?”. Desconfiando, pues, de poder igualarle por la
malicia, recurrió a las artes del gobierno, llegando a conseguir con su celo,
sus defensas, sus empréstitos, y con dar pareceres y auxiliar en cuanto le
pedían a los que tenían negocios públicos, un poder y una gloria que competían
con los que habían granjeado a Pompeyo sus muchas y grandes victorias.
Sucedíales una cosa singular: y era que el nombre y la autoridad de Pompeyo en
la ciudad eran mayores cuando estaba ausente, a causa de sus prósperos sucesos
en la guerra; y presente, quedaba muchas veces inferior a Craso por su
entonamiento y por su método de vida, que le hacían huir de la muchedumbre,
retirarse de la plaza pública y no tomar bajo su amparo, y aun esto no con gran
empeño, sino a pocos de los que a él acudían, a fin de conservar más vigente su
autoridad cuando para sí mismo la hubiera menester. Mas Craso, que conocía la
importancia de ser útil a los demás, y que no se hacía desear ni escaseaba su
trato, sino que siempre estaba pronto para toda suerte de negocios, con hacerse
popular y humano triunfaba de aquel ceño y majestad. Por lo que hace a la
nobleza de la persona, a la facundia en el decir y a la gracia en el semblante,
es fama que uno y otro tenían bastante atractivo. Ni aquella emulación de que
hemos hablado producía en Craso enemistad o malquerencia, sino que, sintiendo
ver que Pompeyo y César le eran antepuestos en los honores, no por eso
acompañaban a este ajamiento de su amor propio ni mal humor ni enemiga; y sin
embargo de esto, César, cuando en el Asia fue cautivado y puesto en custodia
por los piratas, “¡Con cuánto gozo- exclamó- recibirás, oh, Craso, la noticia
de mi cautividad!”. Ello es que más adelante contrajeron entre sí cierta
amistad, y teniendo en una ocasión César que pasar de pretor a España, como le
faltasen fondos y los banqueros le incomodasen, habiendo llegado hasta
embargarle las prevenciones de la expedición, Craso no se hizo el desentendido,
sino que le sacó del apuro, constituyéndose su fiador por ochocientos y treinta
talentos. Finalmente, dividida Roma en tres partidos, el de Pompeyo, el de
César y el de Craso- porque en Catón era más la gloria que la autoridad, y más
bien era admirado que tenido por poderoso-, la parte juiciosa y sensata de la
república cultivaba la amistad de Pompeyo, y la gente inquieta y fácil de mover
se iba tras las esperanzas de César. Craso, puesto entre ambos, ya sacaba
ventajas de una parte y ya de otra; siguiendo las vicisitudes del gobierno, que
se sucedían con frecuencia, ni era amigo seguro ni enemigo irreconciliable,
sino que con facilidad cedía en la gracia y en el odio, según la utilidad lo
exigía, siendo muchas veces, en poco tiempo, defensor e impugnador de los
mismos hombres y de las mismas leyes. Contribuían a darle poder el favor y el
miedo, pero éste más todavía; así es que Sicinio, que tanto dio en qué entender
a todos los magistrados y hombres públicos de su tiempo, preguntándole uno por
qué causa con sólo Craso no se metía, sino que le dejaba en paz, “Éste- le
respondió- tiene heno en el cuerno”, aludiendo a la costumbre que tenían los
Romanos, cuando había un buey bravo, de ponerle un poco de heno en el cuerno
para que se guardasen los que le vieran.
8.- La sedición de los gladiadores y la
devastación de la Italia, a la que muchos dan el nombre de guerra de Espártaco,
tuvo entonces origen con el motivo siguiente: un cierto Léntulo Batiato
mantenía en Capua gladiadores, de los cuales muchos eran galos y tracios; y
como para el objeto de combatir, no porque hubiesen hecho nada malo, sino por
pura injusticia de su dueño, se les tuviese en un encierro, se confabularon
hasta unos doscientos para fugarse; hubo quien los denunciara, mas, con todo,
los que llegaron a adivinarlo y pudieron anticiparse, que eran hasta setenta y
ocho, tomando en una cocina cuchillos y asadores, lograron escaparse.
Casualmente en el camino encontraron unos carros que conduelan a otra ciudad
armas de las que son propias de los gladiadores; robándolas, y ya mejor armados
tomaron un sitio naturalmente fuerte y eligieron tres caudillos, de los cuales
era el primero Espartaco, natural de un pueblo nómada de Tracia, pero no sólo
de gran talento y extraordinarias fuerzas, sino aun en el juicio y en la
dulzura muy superior a su suerte, y más propiamente griego que de semejante
nación. Se cuenta que cuando fue la primera vez traído a Roma para ponerle en
venta, estando en una ocasión dormido se halló que un dragón se le había
enroscado en el rostro, y su mujer, que era de su misma gente, dada a los
agüeros e iniciada en los misterios órgicos de Baco, manifestó que aquello era
señal para él de un poder grande y terrible que había de venir a un término
feliz. Hallábase también entonces en su compañía y huyó con él.
9.-La primera ventaja que alcanzaron fue rechazar
a los que contra ellos salieron de Capua; y tomándoles gran copia de armas de
guerra, hicieron cambio con extraordinario placer, arrojando las otras armas
bárbaras y afrentosas de los gladiadores. Vino después de Roma en su
persecución el pretor Cayo Clodio Glaber con tres mil hombres, y cercándolos en un monte
que no tenía sino una sola subida muy agria y difícil, estableció en ella las
convenientes defensas. Por todas las demás partes, el sitio no tenía más que
rocas cortadas y grandes despeñaderos; pero como en la cima hubiese parrales
nacidos espontáneamente, cortaron los que se hallaban cercados los sarmientos
más fuertes y robustos, y formando con ellos escalas consistentes y de grande
extensión, tanto que suspendidas por arriba de las puntas de las rocas tocaban
por el otro extremo en el suelo, bajaron por ellas todos con seguridad, a
excepción de uno sólo, que fue preciso se quedara, a causa de las armas. Mas
éste las descolgó luego que los otros bajaron, y después también él se puso en
salvo. De nada de esto tuvieron ni el menor indicio los romanos, y al hallarse
tan repentinamente envueltos, sobresaltados con este incidente, dieron a huir,
y aquellos les tomaron el campamento. Reuniéronseles allí muchos vaqueros y otros
pastores de aquella comarca, gentes de expeditas manos y de ligeros pies; así,
armaron a unos, y a otros los destinaron a comunicar avisos o a las tropas
ligeras. El segundo pretor enviado contra ellos fue Publio Varinio, y en primer
lugar derrotaron a su legado Turio, que los acometió con dos mil hombres que
mandaba. Después, habiendo Espártaco sorprendido, bañándose junto a Salenas, al
consultor y colega de aquel, Cosinio, enviado con más fuerzas, estuvo en muy
poco que no le echase mano. Huyó al fin, aunque no sin gran dificultad y
peligro; pero Espártaco le tomó el bagaje, y persiguiéndole sin reposo,
causándole gran pérdida, se hizo dueño también del campamento; cayó, por
último, en aquella refriega el mismo Cosinio. Venció igualmente al pretor en persona
en diferentes encuentros, y habiéndose apoderado de sus lictores y de su propio
caballo, adquirió gran fama y se hizo temible. Con todo, echó, como hombre
prudente, sus cuentas, y conociendo serle imposible superar todo el poder de
Roma, condujo su ejército a los Alpes, pareciéndole que debían ponerse al otro
lado y encaminarse todos a sus casas, unos a la Tracia y otros a la Galia; mas
ellos, fuertes con el número y llenos de arrogancia, no le dieron oídos, sino
que se entregaron a talar la Italia. En este estado, no fue sólo la humillación
y la vergüenza de aquella rebelión la que irritó al Senado, sino que, por temor
y por consideración al peligro, como a una de las guerras más arriesgadas y
difíciles, hizo salir a aquella a los dos cónsules. De éstos, Gelio cayó
repentinamente sobre las gentes de Germania, que por orgullo y soberbia se
habían separado de las de Espartaco, y las deshizo y desbarató del todo.
Propúsose Léntulo envolver a Espartaco con grandes divisiones; pero él se
decidió a hacerle frente, y, dándole batalla, venció a sus legados y se apoderó
de todo el bagaje. Retirado a los Alpes, fue en su busca Casio, pretor de la
Galia Cispadana, con diez mil hombres que tenía; pero trabada batalla, fue
igualmente vencido, perdiendo mucha gente, y salvándose él mismo con gran
dificultad.
10.- Cuando el Senado lo supo, mandó con enfado a
los cónsules que nada emprendiesen, y se nombró a Craso general para aquella
guerra, al cual, por amistad y por su grande opinión, acudieron muchos de los
jóvenes más principales para militar bajo sus órdenes. Entendió Craso que debía
situarse en la región Picena y esperar a Espártaco, que por allí había de
pasar; pero envió para observarlo a su legado Munio con dos legiones, dándole
orden de que, puesto a su espalda, siguiera a los enemigos, sin que de ningún
modo viniera a las manos con ellos, ni aun hiciera la guerra de avanzadas; pero
él apenas pudo concebir alguna esperanza cuando trabó combate y fue vencido,
pereciendo muchos y habiéndose otros salvado arrojando las armas en la fuga.
Craso recibió a Mumio con la mayor aspereza, y armando de nuevo a los soldados
les hizo dar fianzas de que conservarían mejor aquellas armas. A quinientos,
los primeros en huir y los más cobardes, los repartió en cincuenta décadas, de
cada una de ellas hizo quitar la vida a uno, a quien cupo por suerte,
restableciendo este castigo antiguo de los soldados, interrumpido tiempo había;
el cual, además de ir acompañada de infamia, tiene no sé qué de terrible y de
triste, por ejecutarse a la vista de todo el ejército. Después de dado este
ejemplo de severidad, guió contra los enemigos; mas, en tanto, Espártaco se
encaminaba por la Lucania hacia el mar, y encontrándose en el puerto con unos
piratas de Cilicia, intentó pasar a Sicilia e introducir dos mil hombres en
aquella isla, con lo que habría vuelto a encender en ella la guerra servil,
poco antes apagada, y que con pequeño cebo hubiera tenido bastante. Convinieron
con él los de Cilicia y recibieron algunas dádivas: pero al cabo lo engañaron,
haciéndose sin él a la vela. Movió otra vez del mar, y sentó sus reales en la
península de Regio; acudió al punto Craso, y hecho cargo de la naturaleza del
sitio, que estaba indicando lo que había de hacerse, se propuso correr una
muralla por el istmo, sacando con esto del ocio a los soldados y quitando la
subsistencia al enemigo. La obra era grande y difícil, pero, contra toda
esperanza, la acabó y completó en muy poco tiempo, abriendo de mar a mar, por
medio del estrecho, un foso que tenía de largo trescientos estadios, y de ancho
y profundo, quince pies; sobre el foso construyó un muro de maravillosa altura
y espesor. Espartaco, al principio, no hacía caso, y aun se burlaba de estos
trabajos; pero llegando a faltarle el botín y queriendo salir, echó de ver que
estaba cercado, y como de aquella estrecha península nada pudiese recoger,
aguardando a que viniera la noche de nieve y ventisca cegó una pequeña parte
del foso con tierra, con leños y con ramaje, y por allí pudo pasar el tercio de
su ejército.
11.- Temió Craso no fuera que Espartaco concibiera
el designio de marchar sobre Roma; mas luego se tranquilizó habiendo sabido que
muchos le habían abandonado por discordias que con él tuvieron, y formando
ejército aparte se habían acampado junto al lago Lucano, cuéntase de éste que
por tiempos se muda, teniendo unas veces al agua dulce y otras salada, en
términos de no poderse beber. Marchando Craso contra éstos, los retiró de la
laguna, pero le impidió que los destrozase y persiguiese el haberse aparecido
de pronto Espartaco con disposiciones de retirarse precipitadamente. Tenía
escrito al Senado que era preciso hacer venir a Lúculo de la Tracia, y a
Pompeyo de la Hispania; mas arrepentido entonces, se apresuró a concluir la
guerra antes que aquellos llegasen, comprendiendo que la victoria se atribuiría
al recién venido que había dado socorros. Resolvió, por tanto, acometer primero
a los que se habían separado de Espartaco y que hacían campo aparte, siendo sus
caudillos Cayo Canicio y Casto, y para ello envió a unos seis mil hombres con
orden de que hicieran lo posible por tomar con el mayor recato cierta altura;
pero, aunque ellos procuraron evitar que los sintiesen, enramando los
morriones, al cabo fueron vistos de dos mujeres que estaban haciendo
sacrificios por la prosperidad de los enemigos, y hubieran corrido gran peligro
de no haber sobrevenido con la mayor celeridad Craso, y empeñado una de las más
recias batallas, en la que, habiendo sido muertos doce mil y trescientos
hombres, se halló que dos solos estaban heridos por la espalda, habiendo
perecido los demás en sus mismos puestos, guardándolos y peleando con los romanos. Retirabase Espartaco, después de la derrota de éstos, hacia los montes
Petilinos; Quinto y Escrofa, legado el uno y cuestor el otro de Craso, le
perseguían muy de cerca; mas volviendo contra ellos, fue grande la fuga de los romanos, que con dificultad pudieron salvar, malherido, al cuestor. Este
pequeño triunfo fue justamente el que perdió a Espartaco, porque inspiró osadía
a sus fugitivos, los cuales ya se desdeñaban de batirse en retirada y no
querían obedecer a los jefes, sino que, poniéndoles las armas al pecho cuando
ya estaban en camino, los obligaron a volver atrás y a conducirlos por la
Lucania contra los romanos, obrando en esto muy a medida de los deseos de
Craso, porque ya había noticias de que se acercaba Pompeyo, y no pocos hacían
correr en los comicios la voz de que aquella victoria le estaba reservada, pues
lo mismo sería llegar que dar una batalla y poner fin a aquella guerra.
Dándose, por tanto, prisa a combatir y a situarse para ello al lado de los
enemigos hizo abrir un foso, el que vinieron a asaltar los esclavos para pelear
con los trabajadores; y como de una y otra parte acudiesen muchos a la defensa,
viéndose Espartaco en tan preciso trance, puso en orden todo su ejército.
Habiéndole traído el caballo, lo primero que hizo fue desenvainar la espada, y
diciendo: “Si venciere, tendré muchos y hermosos caballos de los enemigos; mas
si fuere vencido, no lo habré menester”, lo pasó con ella. Dirigióse en seguida
contra el mismo Craso por entre muchas armas y heridas; y aunque no penetró
hasta él, quitó la vida a dos centuriones que se opusieron a su paso.
Finalmente, dando a huir los que consigo tenía, él permaneció inmóvil, y,
cercado de muchos, se defendió, hasta que lo hicieron pedazos. Tuvo Craso de su
parte a la Fortuna: llenó todos los deberes de un buen general y no dejó de
poner a riesgo su persona, y, sin embargo, aún sirvió esta victoria para aumentar
las glorias de Pompeyo, porque los que de aquel huían dieron en las manos de
éste y los deshizo. Así es que, escribiendo al Senado, le dijo que Craso, en
batalla campal, había vencido a los fugitivos, pero él había arrancado la raíz
de la guerra. A Pompeyo se le decretó un magnífico triunfo por la guerra de
Sertorio y de la Hispania; pero Craso, lo que es el triunfo solemne, ni siquiera
se atrevió a pedirlo; mas ni aun el menos solemne, a que llaman ovación,
parecía propio y digno por una guerra de esclavos. En qué se diferencia éste
del otro, y de dónde le venga el nombre, lo tenemos ya declarado en la vida de
Marcelo.
12.- Naturalmente parecía, después de esto, ser
llamado al consulado Pompeyo, y aunque Craso tenía alguna esperanza de ser
elegido con él, se resolvió, no obstante a pedirle su ayuda. Tomó éste con
gusto el encargo, porque deseaba ocasión de dejar obligado con algún favor a
Craso; así, trabajó con eficacia, y, por último, llegó a decir en la junta
pública que no sería menor su gratitud por el colega que por la dignidad misma.
Mas una vez alcanzada ésta no se mantuvieron en los mismos sentimientos de
unión y concordia, sino que antes oponiéndose, como quien dice, en todos los
negocios el uno al otro, y estando en continua pugna, hicieron infructuoso y
casi nulo su consulado, sin otra cosa notable que haber hecho Craso un gran
sacrificio a Hércules, dando con ocasión de él un banquete al pueblo en diez
mil mesas, y repartiendo trigo para tres meses a los ciudadanos. Estando ya en
el último término su magistratura, celebraban junta pública; y un hombre poco
visible, aunque del orden ecuestre, oscuro y retirado en su método de vida,
llamado Cayo Aurelio, subiendo a la tribuna y llamando la atención, se puso a
explicar este sueño que había tenido: “Porque Júpiter- dijose me ha aparecido,
y me ha mandado os diga en público que no deis lugar a que los cónsules dejen el
mando antes de haberse hecho amigos”. Dicho esto, clamó el pueblo que debían
reconciliarse, a lo que Pompeyo se estuvo quedo; pero Craso le alargó el
primero la mano, diciendo: “No me parece ¡oh ciudadanos! que hago nada que me
degrade o que pueda tenerse por indigno de mí si me adelanto a dar este paso de
benevolencia y amistad con Pompeyo, a quien vosotros llamasteis grande cuando
apenas tenía bozo y a quien decretasteis el triunfo antes de ser admitido en el
Senado”.
13.- Hemos dicho lo que el consulado de Craso
ofreció digno de alguna atención, pues la censura todavía fue más oscura e
inactiva: porque ni hizo investigación del Senado, ni pasó revista a los
caballeros, ni impuso nota a ninguno de los ciudadanos, sin embargo de que tuvo
por colega a Lutacio Cátulo, varón el más dulce y apacible entre los romanos.
Ha quedado memoria de que intentando Craso reducir el Egipto a la obediencia
del pueblo romano por un medio inicuo y violento, se le opuso Cátulo con el
mayor esfuerzo, y que, habiéndose ocasionado entre ambos con este motivo una
fuerte discordia, espontáneamente abdicaron aquella dignidad. En las grandes
agitaciones causadas por Catilina, que estuvo en muy poco no trastornasen del
todo la república, hubo contra Craso alguna sospecha, y aun uno de los
conjurados pronunció en público su nombre, pero nadie le dio crédito. Con todo,
Cicerón, en una oración, claramente echó la culpa de aquel atentado a Craso y a
César; bien es que este escrito no salió a luz hasta después de la muerte de
ambos. El mismo Cicerón, en la oración del consulado, dice que Craso fue a su
casa por la noche y le presentó una carta en que se hablaba de Catilina y con
la que se confirmaba la sospechada conjuración. Lo cierto es que Craso miró
siempre con odio a Cicerón con este motivo; y si manifiestamente no se vengó,
fue precisamente por su hijo Publio, que, siendo muy dado a las buenas letras y
a la filosofía, estaba siempre al lado de Cicerón: de manera que, cuando se vio
su causa, mudó con él de vestidura, e hizo que ejecutaran otro tanto los demás
jóvenes, y al cabo recabó del padre que se le hiciera amigo.
14.- César, luego que regresó de la provincia, se
disponía para pedir el consulado; pero viendo otra vez a Craso y a Pompeyo
indispuestos entre sí, ni quería, valiéndose del favor del uno, ganarse por
enemigo al otro, ni tampoco esperaba salir con su intento sin el auxilio de uno
de los dos. Trató, pues, de reconciliarlos, no dejándolos de la mano y
haciéndoles ver que con sus discordias fomentaban a los Cicerones, Cátulos y
Catones, de quienes nadie haría cuenta si teniendo ellos a unos mismos por
amigos y por enemigos gobernaban la república con una sola fuerza y un solo
espíritu. Convenciendoles, y logró unirlos, con lo que formando y constituyendo de
los tres un poder irresistible, que fue la ruina del Senado y la disolución del
pueblo, no tanto hizo mayores a los otros cuanto por medio de ellos mismos
consiguió quedarles superior; pues que a virtud de los esfuerzos de ambos fue
al punto elegido cónsul con el mayor aplauso. Durante su gobierno, en el que se
conducía perfectamente, hicieron que se le decretase el mando de los ejércitos,
y poniendo en sus manos la Galia, lo colocaron como en un alcázar, creídos de
que todo lo demás se lo repartirían a su gusto entre sí con mantenerle a aquel
firme y estable la provincia que le había cabido en suerte. Prestábase a todo
esto Pompeyo por su ilimitada ambición; pero en Craso su enfermedad antigua, la
avaricia, excitó un nuevo deseo y una nueva emulación con motivo de los trofeos
y triunfos de César, en los que no llevaba a bien ser inferior cuando
sobresalía en todo lo demás; de manera que no paró ni sosegó hasta causar a la
patria las mayores calamidades y precipitarse él mismo en una afrentosa
perdición. Habiendo, pues, bajado César de la Galia hasta la ciudad de Luca,
acudieron allá muchos desde Roma, y pasando también reservadamente Pompeyo y
Craso, acordaron apoderarse de lleno de todos los negocios y hacerse
exclusivamente dueños de todo mando, manteniéndose con esta mira César sobre
las armas, y repartiéndose Pompeyo y Craso otras provincias y ejércitos. Para
esto no había más que un camino, que era otra petición del consulado; y
presentándose éstos por candidatos, debía prestarles ayuda César, escribiendo a
sus amigos y enviando a muchos de sus soldados para asistir a los comicios.
15.- Vueltos a Roma Pompeyo y Craso después de este
tratado, al punto se levantó contra ellos la sospecha y corrió de boca en boca
la voz de que su entrevista no había sido para cosa buena. En el mismo Senado
preguntaron Marcelino y Domicio a Pompeyo si pediría el consulado, a lo que
respondió que quizá lo pediría y quizá no; y preguntado de nuevo, contestó que
lo pediría por causa de ciudadanos hombres de bien, mas no de ciudadanos
injustos. Pareciendo nacidas de arrogancia y de soberbia estas respuestas,
Craso contestó con más moderación, diciendo que si había de ser para bien de la República pediría el consulado, y si no, se abstendría, por lo cual algunos se
resolvieron a presentarse también candidatos, y entre ellos Domicio. Mas como
al tiempo de las súplicas se mostrasen ya descubiertamente, todos los demás
desistieron de la pretensión; no obstante, Catón sostuvo a Domicio, que era su
deudo, y lo alentó a que tuviera esperanza y entrara en contienda por las
libertades públicas: porque no era al consulado a lo que aspiraban Pompeyo y
Craso, sino a la tiranía; ni aquello era petición de una magistratura, sino
rapiña de las provincias y de los ejércitos. Como de este modo se explicase y
pensase Catón, casi no le faltó más que llevar a empujones a Domicio hasta la
plaza, siendo, por otra parte, muchos los que se pusieron a su lado.
Preguntábanse unos a otros, con no pequeña admiración, para qué querrían éstos
un segundo consulado, por qué otra vez juntos: y por qué no con otros; “pues
tenemos- decían- mucho, hombres que pueden muy bien ser colegas de Craso y de
Pompeyo”. Cobraron miedo los del partido de éste con tales voces, y no hubo
vileza ni violencia a que no se propasasen; armaron asechanzas, sobre todo
Domicio, que todavía de noche bajaba a la plaza con otros; dieron muerte al
criado que le precedía con el hacha, e hirieron a varios, entre ellos a Catón.
Ahuyentando, pues, a éstos y encerrándolos en casa, se hicieron declarar
cónsules; y de allí a poco tiempo, rodeado de armas el Senado, echando a Catón
de la plaza y dando muerte a algunos que les hicieron oposición, prorrogaron a
César su mando por otros cinco años, y para sí mismos se decretaron la Siria y
una y otra España; después, echadas suertes, tocó a Craso la Siria, y las Hispanias a Pompeyo.
16.- Había salido la suerte puede decirse que a
gusto de todos, porque había muchos que no querían que Pompeyo se alejase a
gran distancia de la ciudad, y éste, que amaba con exceso a su mujer, se veía
que se detendría cuanto pudiese. A Craso, desde el punto en que cayó la suerte,
se le conoció la gran satisfacción que le produjo, y que lo tuvo por la mayor
dicha que pudiera sobrevenirle: de manera que apenas podía contenerse aun ante
los extraños y la muchedumbre; con sus amigos no hablaba de otra cosa,
profiriendo expresiones pueriles y vacías de sentido, contra lo que pedían su
edad y su carácter, que nunca había sido hueco y jactancioso; mas entonces,
acalorado y fuera de tino, no ponía por término a su ventura la Siria o los partos, sino que mirando como niñería los sucesos de Lúculo con Tigranes y los
de Pompeyo con Mitridates, pasaba con sus esperanzas hasta la Bactriana, la
India y el Mar Océano. Nada en verdad se decía de Guerra Pártica en el decreto
que se sancionó, pero todo el mundo sabía que esto era lo único que ansiaba
Craso; César le escribió desde las Galias celebrando su designio y dándole
prisa para partir a la guerra. Mas luego se vio que el tribuno de la plebe,
Ateyo, iba a oponérsele al tiempo de la salida, teniendo de su parte a muchos
que no encontraban bien en que se fuese a hacer la guerra a unos hombres que en
nada habían faltado y con quienes intercedían tratados de paz, de miedo de lo
cual rogó a Pompeyo que se pusiera a su lado y le acompañara. Era ciertamente
grande la autoridad de Pompeyo para con el pueblo, y aunque había muchos que
estaban dispuestos a impedir la marcha y levantar alboroto, los contuvo verle
al lado de aquel con semblante risueño; de manera que, sin el menor obstáculo,
los dejaron pasar. Ateyo, con todo, se les puso delante, y primero le dio en
voz, tomando testigos, la orden de que no partiese, y después mandó al ministro
que le echara mano y lo detuviera. Impidiéronlo los otros tribunos: así el
ministro no llegó a asir a Craso; pero Ateyo corrió a la puerta y puso en ella
una escalfeta con lumbre, y cuando llegó Craso, echando aromas y haciendo
libaciones, prorrumpió en las imprecaciones más horrendas y espantosas,
invocando y llamando por sus nombres a unos dioses terribles también y
extraños. Dicen los romanos que estas imprecaciones detestables, y antiguas
tienen tal poder, que no puede evitarlas ninguno de los comprendidos en ellas,
y que alcanzan para mal aun al mismo que las emplea, por lo que ni son muchos
los que las profieren, ni por ligeros motivos. Así, entonces, reconvenían a
Ateyo de que hubiese atraído sobre la República, por cuya causa se había
manifestado contrario a Craso, semejantes maldiciones y semejante ira de los
dioses.
17.- Marchó, pues, Craso, y llegó a Brindisi; y sin
embargo de que el mar estaba todavía agitado de tormenta, no se detuvo, sino
que se hizo a la vela, perdiendo muchos buques. Recogió las fuerzas que le
habían quedado, y por tierra siguió su viaje, atravesando la Galacia. Allí vio
al rey Deyótaro, que, siendo ya edad avanzada, estaba fundando una ciudad
nueva; sobre lo que se chanceó con él, diciéndole: “¿Cómo es esto, oh rey?. ¿Después de las doce del día empiezas a edificar?” y el gálata, sonriéndose:
“¡Hola!- le repuso-. Pues tú tampoco ¡oh general! has madrugado mucho para
invadir a los Partos”. Porque Craso había ya pasado de los sesenta años, y a la
vista aun parecía más viejo de lo que era. Al principio, los negocios se le
presentaron muy según sus esperanzas, porque pasó con mucha facilidad el
Eufrates, condujo sin tropiezo el ejército y entró en muchas ciudades de la
Mesopotamia, que voluntariamente se le entregaron. En una de ellas, de que era
tirano uno llamado Apolonio, le mataron cien soldados, y marchando contra ella
con su ejército la rindió, la entregó al saqueo y vendió los habitantes; los griegos llamaban a esta ciudad Zenodocia. De resultas de haberla tomado,
admitió el que el ejército le saludase emperador, incurriendo en gran vergüenza
y apareciendo muy pequeño y de pecho muy angosto, pues que de tan
insignificante triunfo se pagaba. Puso de guarnición en las ciudades rendidas
hasta siete mil hombres de infantería y mil caballos, y se retiró a la Siria a
tomar cuarteles de invierno. Estando allí, llegó el hijo que venía de la Galia
de parte de César, mostrándose engalanado con premios y llevándole mil soldados
de a caballo escogidos. De los grandes yerros cometidos por Craso en esta
expedición, fuera de la expedición misma, parece que éste fue el primero, a
saber: el que cuando era menester obrar con celeridad y apoderarse de Babilonia
y Seleucia, ciudades mal avenidas siempre con los partos, hubiese dado tiempo a
los enemigos para prepararse. Reprendíanle asimismo de que su detención en la
Siria hubiese sido más bien pecuniaria que militar, pues ni investigó el número
de las armas ni reunió las tropas para ejercitarlas, y sólo se entretuvo en
hacer el cálculo de las rentas, habiendo gastado muchos días en poner en pesos
y balanzas la riqueza de la diosa que se veneraba en Hierápolis. Escribía a los
pueblos y a las autoridades señalándoles el número de soldados que habían de
presentar, y como luego los relevase por dinero, incurrió en descrédito y en desprecio.
La primera mala señal que tuvo fue de parte de aquella diosa, la cual piensan
unos que fue Afrodita, otros Hera y otros la Naturaleza, que de lo húmedo sacó
los principios y semillas de todas las cosas y mostró a los hombres el origen
de todos los bienes: pues saliendo del templo, primero tropezó y cayó en la
puerta Craso el joven, y después el padre cayó en pos de él.
18.- Cuando ya estaba para mover las tropas de los
cuarteles de invierno le llegaron embajadores del rey Arsaces, trayéndole un
mensaje muy breve, porque le dijeron que si aquel ejército era enviado por los romanos la guerra sería perpetua e irreconciliable; pero que si Craso había
llevado contra ellos las armas y ocupado sus ciudades sin el permiso de la
patria y arrastrado sólo por la codicia, que era lo que les había informado,
Arsaces estaba dispuesto a usar de moderación, compadeciéndose de la ancianidad
de Craso, y a restituirle los soldados, que más bien se hallaban en custodia
que en guarnición. Díjoles Craso con altanería que en Seleucia les daría la
respuesta, y el más anciano de los embajadores, llamado Vagises, echándose a
reír y mostrando la palma de la mano: “Aquí ¡oh Craso!- le dijo- nacerá pelo
antes que tú veas a Seleucia”. Retiráronse, pues, cerca de su rey Herodes,
anunciándole ser inevitable la guerra. De las ciudades de Mesopotamia que
guarnecían los romanos pudieron escapar algunos, contra toda esperanza, y
trajeron nuevas, propias para inspirar cuidado, habiendo sido testigos oculares
del gran número de los enemigos y de los combates que habían sostenido en las
ciudades, y, como suele suceder, todo lo pintaban del modo más terrible: que
eran hombres de quienes, si perseguían, no había cómo librarse, y si huían, no
había cómo alcanzarlos; que sus saetas eran voladoras y más prontas que la
vista, y el que las lanzaba, antes de ser observado había penetrado por
doquiera, y, finalmente, que de las armas de los coraceros, las ofensivas
estaban fabricadas de manera que todo lo pasaban, y las defensivas a todo
resistían sin abollarse. Los soldados, al oír esta relación, cayeron de ánimo,
pues cuando creían que los partos serían como los armenios y capadocios, a los
que Lúculo llevó como quiso hasta cansarse, y que lo más difícil de aquella
guerra sería lo mucho que habría que andar en persecución de unos hombres que
nunca venían a las manos, se encontraban, contra lo que se habían prometido, con
que los esperaban grandes combates y peligros; así es que aún algunos de los
primeros del ejército creyeron que Craso debía contenerse y deliberar de nuevo
sobre el partido que convendría tomar, de cuyo número era el cuestor Casio.
Anunciábanle también reservadamente los agoreros que las víctimas le daban
siempre funestas y repugnantes señales; mas ni a éstos quiso dar oídos, ni a
ninguno que no le hablase de seguir adelante.
19.- Vino en esto a confirmarle maravillosamente en
su propósito Artabaces, rey de Armenia, porque pasó a su campo con seis mil
soldados de a caballo, que dijo constituían su guardia y su defensa,
prometiendo otros diez mil armados de corazas y treinta mil infantes que
mantendría a su costa. Aconsejaba a Craso que se dirigiera por Armenia a la
Partia, pues no sólo tendría su ejército abundantemente, provisto por su
cuidado, sino que caminaría con toda seguridad, haciendo la marcha por montes y
collados continuos, y por sitios ásperos, inaccesibles a la caballería, que era
toda la fuerza de los partos. Apreció mucho su buena voluntad y sus cuantiosos
socorros, mas díjole que le era preciso marchar por la Mesopotamia, donde había
dejado muchos y buenos soldados romanos; el armenio a esto cedió y se retiró.
Cuando Craso conducía su ejército cerca de Zeugma, se desgajaron frecuentes y
terribles truenos, y se fulminaron muchos rayos enfrente del ejército, y un
huracán violento, con nubes y torbellino, hiriendo en el pontón que preparaba,
derribó y destrozó la mayor parte. Fue también dos veces tocado del rayo el
lugar adonde iba a establecer su campamento. El caballo de uno de los jefes,
vistosamente enjaezado, derribó al jinete, y arrojándose al río se sumergió y
desapareció. Dícese que levantada para marchar la primera águila, por sí misma
se volvió lo de adelante atrás. Quiso también la casualidad que al repartir a
los soldados sus raciones después de haber pasado el río, lo primero que se les
dio fueron lentejas y sal, cosas que son entre los romanos de luto y se ponen a
los muertos. Habló Craso a las tropas, y en el discurso dejó escapar una
expresión que en gran manera disgustó al ejército, porque dijo que rompería el
puente para que ninguno pudiese volver, y cuando convenía- luego que conoció el
mal efecto que había producido- recogerla y alentar a los tímidos, se desdeñó
de hacerlo por orgullo. Finalmente, haciendo la acostumbrada expiación del
ejército, y presentándole el agorero las entrañas de la víctima, se le cayeron
de las manos, con lo que se mostraron inquietos los que se hallaban presentes;
mas él, sonriéndose, “Estas son cosas de la vejez- les dijo-; pero a bien que
las armas no se me caerán de la mano”.
20.- Movió de allí por la orilla del río, llevando
siete legiones de infantería, cerca de cuatro mil caballos e igual número de
tropas ligeras. En esto vinieron a darle parte algunos de los exploradores de
que el país estaba desierto de hombres, pero se advertían huellas de gran
número de caballos, y que, mudando de dirección, se habían vuelto atrás; con
esto se encendieron más las esperanzas en Craso, y los soldados empezaron
también a mirar con desprecio a los partos, como que no eran hombres para venir
con ellos a las manos; pero Casio volvió, sin embargo, a representar a Craso
que sería bueno recoger las tropas y darles descanso en una ciudad fortificada
hasta tener noticias más ciertas de los enemigos; o cuando no, marchar a
Seleucia constantemente por la margen del río, pues con esto los transportes,
que no se apartarían nunca de la vista del campamento, los surtirían abundantemente
de provisiones, y sirviéndoles el río mismo de defensa para no ser cortados,
podrían pelear siempre con igual ventaja contra los enemigos.
21.- Cuando Craso estaba reflexionando y
consultando acerca de estas cosas, sobrevino un príncipe árabe llamado
Ariamnes, hombre doloso y astuto, y que entonces fue para ellos el mayor y más
consumado mal de cuantos para su perdición amontonó la Fortuna. Acordábanse
algunos de los que habían servido con Pompeyo de que había disfrutado de su
favor y tenía concepto de ser amante de los Romanos. Arrimóse entonces a Craso
por dictamen de los generales del rey, para que viera si acompañándolo podría
llevarlo lejos del río y de los barrancos, introduciéndolo en una vasta
llanura, donde pudiera ser envuelto; porque a todo se determinaban, menos a
combatir de frente con los romanos. Venido, pues, Ariamnes a la presencia de
Craso, como elocuente que también era, empezó a celebrar a Pompeyo, que había
sido su bienhechor; y dando a Craso el parabién de mandar tales fuerzas culpó
su detención en examinar y tomar disposiciones, como si le faltaran armas y
manos y no tuviera más bien necesidad de pies ligeros contra unos hombres que
lo que buscaban hacía tiempo era robar lo más precioso que pudieran en riquezas
y en personas y retirarse a la Escitia o la Hircania; “y si vuestro ánimo-
decía- es pelear, lo que conviene es usar de celeridad y prontitud, antes que
el rey cobre aliento y reúna en un punto todas sus fuerzas; cuando ahora no
tenemos contra nosotros más que a Surenas y Silaces, que han tomado a su cargo
el resistirnos, y aquel no se sabe dónde para”. Todo esto era falso, porque
Herodes había hecho, desde luego, dos divisiones de sus tropas; y talando él la
Armenia, para vengarse de Artabaces, había opuesto a Surenas contra los romanos, no por desprecio, como han querido decir algunos, pues no podía
desdeñarse de tener por antagonista a Craso, varón muy principal entre los romanos, e irse a pelear con Artabaces, haciendo correrías por el país de los
Armenios, sino que lo que se conjetura es que, temeroso del peligro, se propuso
estar en celada y esperar el éxito, y que Surenas se adelantara a tentar la
batalla y detener a los enemigos. Porque tampoco Surenas era un hombre plebeyo,
sino en riqueza, en linaje y en opinión el segundo después del rey; en valor y
en pericia el primero entre los partos de su edad, y, además, en la talla y
belleza de cuerpo no había nadie que le igualara. Marchaba siempre solo,
llevando su equipaje en mil camellos, y en doscientos carros conducía sus
concubinas, acompañándole mil soldados de a caballo armados, y de los no
armados mucho mayor número, como que entre dependientes y esclavos suyos podría
reunir hasta unos diez mil. Tocábale por derecho de familia ser quien pusiese
la diádema al que era nombrado rey de los partos; y él mismo había vuelto a
colocar en el trono a Herodes, arrojado de él, y le había reconquistado a
Seleucia, siendo el primero que escaló el muro y quien rechazó con su propia
mano a los que se le opusieron. No tenía entonces todavía treinta años, y con
todo, gozaba de una grande opinión de juicio y de prudencia, dotes que no
fueron las que contribuyeron menos a la ruina de Craso, más expuesto a engaños
que otro alguno, primero por su confianza y orgullo, y después, por el terror y
por los mismos infortunios que sobre él cargaron.
22.- Luego que Ariamnes le hubo seducido,
apartándole del río, le llevó por medio de la llanura, al principio por un
camino abierto y cómodo, pero molesto después a causa de los montones de arena
y por ser el terreno escueto, falto de agua y tal, que no ofrecía término
ninguno donde los sentidos reposasen; de manera que no sólo se fatigaban con la
sed y la dificultad de la marcha, sino que lo desconsolado de aquel aspecto
causaba aflicción a unos hombres que no veían ni una planta, ni un arroyuelo,
ni la falda de un monte, ni hierba que empezase a brotar, sino una vasta
planicie que, a manera de la del mar, envolvía al ejército entre arena, con lo
que ya empezaron a sospechar del engaño. Presentáronse a este tiempo mensajeros
de Artabaces, rey de Armenia, avisando que se veía oprimido de una violenta
guerra por haber caído sobre él Herodes, lo que le imposibilitaba de enviarles
auxilios; pero aconsejaba a Craso que retrocediera, pues trasladándose a la
Armenia combatirían juntos contra Herodes; más que, si no se determinaba a
esto, caminara con cuidado y procurara acamparse, retirándose de todo terreno a
propósito para obrar la caballería y buscando siempre las montañas. Craso nada
le contestó por escrito; pero de palabra respondió que por entonces no estaba
para pensar en los armenios, pero que luego volvería a tomar venganza de la
traición de Artabaces. Casio, aunque de nuevo se incomodaba con estas cosas,
nada proponía o advertía ya a Craso por verle irritado; pero fuera de su vista
llenaba de improperios a Arianmes, a quien decía: “¿Qué mal Genio, oh el más
malvado de todos los hombres, es el que te ha traído entre nosotros?. ¿Con qué
hierbas o con qué hechizos pudiste mover a Craso a que arrojara el ejército en
una soledad vasta y profunda, haciéndoles andar un camino más propio de un
nómada, capitán de bandoleros, que de un general romano?”. El bárbaro, que sabía
plegarse a todo, con éste usaba de blandura, animándole y exhortándole a que
tuviera todavía un poco de paciencia; pero a los soldados con quienes se
juntaba como para darles algún alivio los insultaba, diciéndoles, con risa y
escarnio: “¿Pues qué, creéis que esto es caminar por la Campania, y echáis
menos sus fuertes, sus arroyos, sus deliciosos sombríos, sus baños y sus
posadas?. ¿No os acordáis de que nuestra marcha es por los linderos de los árabes y los asirios?”. De esta manera se burlaba de los romanos aquel bárbaro,
el cual, antes que más a las claras se conociera el engaño, se ausentó, no sin
noticia de Craso, a quien todavía hizo creer que iba a introducir la confusión
y el desorden en el ejército enemigo.
23.- Dícese que Craso no se vistió de púrpura aquel
día, como es costumbre entre los generales romanos, sino de una ropa negra, la
que mudó luego que se lo advirtieron. Corre asimismo que algunas de las enseñas
no pudieron ser movidas sino con gran dificultad por los que las llevaban, como
si estuvieran clavadas, de lo que se rió Craso y avivó la marcha, haciendo que
los infantes siguieran el paso de la caballería, hasta que vinieron algunos de
los enviados en descubierta anunciando que todos los demás habían perecido a
manos de los enemigos y ellos solos habían podido huir, no sin trabajo; y que
aquellos, en gran número y con más decidido arrojo, venían en disposición de
dar batalla. Turbáronse todos; y Craso, que también se sobrecogió enteramente,
a toda priesa y sin detenerse puso en orden el ejército; primero, como lo
deseaba Casio, que era formando muy clara la infantería para evitar,
extendiéndola lo posible por el llano, el ser envueltos, y distribuyendo la
caballería en ambos flancos; pero después mudó de propósito, y, apiñando las
tropas, formó un cuadro de igual fondo por todas partes, componiéndose cada
lado de doce cohortes, agregando a cada cohorte una partida proporcional de
caballería, para que no hubiera parte que careciese de este auxilio, sino que
por todos lados se presentara igualmente defendido. De las alas dio una a
mandar a Casio y la otra a Craso el joven, reservando para sí el centro.
Caminando en este orden llegaron a un arroyo llamado Baliso, no muy caudaloso y
abundante, cuya vista causó el mayor placer a los soldados, fatigados y
abrasados de calor en una marcha tan trabajosa y tan falta de refrigerio. Los
más de los jefes eran de opinión que debían allí hacer alto y pasar la noche,
informándose en tanto del número, calidad y orden de los enemigos, y al día
siguiente, al amanecer, marchar contra ellos; mas Craso, envalentonado con que
su hijo y los de caballería que tenía cerca de sí se inclinaban a seguir
adelante y trabar combate, dio orden de que los que quisiesen comieran y
bebieran, manteniéndose en formación y aun antes que esto pudiera tener
cumplidamente efecto volvió a ponerse en marcha, no poco a poco ni con la pausa
que conviene cuando se va a dar batalla, sino con un paso seguido y acelerado,
hasta que impensadamente se descubrieron los enemigos a la vista, no en gran
número ni en disposición de inspirar terror; y es que Surenas había cubierto la
muchedumbre de ellos con la vanguardia, y había ocultado el resplandor de las
armas, haciendo que los soldados se pusieran sobrerropas y zamarras; mas luego
que estuvieron cerca y el general dio la señal, al punto se llenó aquel vasto
campo de un gran ruido y de una espantosa vocería. Porque los partos no se
incitan a la pelea con trompas o clarines, sino que sobre unos bastones huecos
de pieles ponen piezas sonoras de bronce con las que mueven ruido, y el que
causan tiene no sé qué de ronco y terrible, como si fuera una mezcla del rugido
de las fieras y del estampido del trueno: sabiendo bien que de todos los sentidos
el oído ese que influye más en el terror del ánimo y que sus sensaciones son
las que más pronto conmueven y perturban la razón.
24.- Cuando los romanos estaban aterrados con
aquella algazara, quitando repentinamente las sobrerropas que cubrían las armas
aparecieron brillantes los enemigos con yelmos y corazas de hierro margiano, de
un extraordinario resplandor, y guarnecidos los caballos armados con jaeces de
bronce y de acero. Apareció asimismo Surenas, alto y hermoso sobre todos,
aunque no correspondía lo femenil de su belleza a la opinión que tenía de
valor, por usar, a estilo de los medos, de afeites para el rostro y llevar
arreglado el cabello, mientras que los demás partos, para hacerse más
terribles, dejan que éste crezca a lo Eseita, desordenadamente. Su primera
intención era acometer con las lanzas y poner en desorden las primeras filas;
pero cuando vieron el fondo de la formación y la firmeza e inmovilidad de los
soldados romanos, retrocedieron; y pareciendo que aquello era desbandarse y
perder el orden, no se echó de ver que de lo que trataban era de envolver el
cuadro. Así, Craso mandó a las tropas ligeras que corriesen en pos de ellos;
pero éstas no fue mucho lo que se retiraron, sino que, acosadas y molestadas
por las saetas, volvieron a ponerse bajo la protección de la infantería de
línea; siendo las primeras que causaron alguna conmoción y miedo en los que ya
habían visto el temple y fuerza de unas saetas que destrozaban las armas y que
pasaban todas las defensas, por más resistencia que tuviesen. Los partos,
separándose algún tanto, empezaron a tirarles por todas partes sin cuidadosa
puntería, porque la unión y apiñamiento de los romanos no les dejaban errar,
aun cuando quisiesen, causando heridas graves y profundas, como que aquellos
tiros partían de arcos grandes y fuertes, que por lo vuelto de su curvatura
despedían la saeta con terrible fuerza. Era, por tanto, pésima la suerte de los romanos, pues si permanecían en aquella formación recibían crueles heridas, y
si intentaban moverse unidos perdían el poder hacer lo que hacían en su defensa
y padecían lo mismo: por cuanto los partos se retiraban delante de ellos,
tirando siempre; lo que después de los eseitas ejecutan con suma destreza. y en
esto obran con la mayor sabiduría, pues que con defender su vida huyendo quitan
a la fuga lo que tiene de vergonzosa.
25.- Mientras esperaron que agotadas las saetas
desistirían de aquel modo de pelear, o vendrían a las manos, tuvieron
constancia; pero cuando supieron que había infinidad de camellos cargados de
ellas, a los que corrían los que estaban más cerca, y las tomaban para
repartir, entonces Craso, no viendo el término de aquel triste estado, llegó a
acobardarse, y enviando emisarios a su hijo le dio orden de que viera cómo
precisar a los enemigos a entrar en combate antes de ser envuelto, porque una
de las partidas enemigas principalmente cargaba sobre éste, y le andaba
alrededor, como para ponérsele a la espalda. Tomando, pues, aquel joven mil y
trescientos caballos, de los cuales mil eran los de César, quinientos arqueros
y ocho cohortes de infantería de las que tenía más a la mano, acometió
impetuosamente con estas fuerzas. Los partos que más se habían adelantado, o
porque los hubiesen alcanzado estas tropas como dicen algunos, o porque
quisiesen llevar con maña al joven Craso lejos del padre, volvieron grupa y
dieron a huir. Entonces, alzando aquel el grito, exclamó: “Los enemigos huyen”
y aceleró el paso y con él Censorino y Megabaco, sobresaliente éste en grandeza
de ánimo y en fuerzas corporales y adornado aquel con la dignidad senatoria y
con el dote de la elocuencia, amigos ambos de Craso, y de su misma edad. Como
hubiesen, pues, movido en la forma dicha los de a caballo, resplandeció también
en la infantería la decisión y gozo de la esperanza, porque creían haber
vencido y que iban en persecución de los enemigos; hasta que a pocos pasos
salieron de su engaño, por haber dado la vuelta los que pareció antes que
huían, y con ellos mucho mayor número que se les había reunido. Entonces se
pararon creyendo que los enemigos les acometerían al ver que eran tan pocos;
pero éstos lo que hicieron fue formar al frente de los romanos a los coraceros,
y corriendo con la demás caballería alrededor de ellos, moviendo grande
alboroto, revolvieron los montones de arena y levantaron una densa polvareda,
de manera que los Romanos no podían verse ni articular palabra; encerrados en
estrecho recinto, apiñados unos sobre otros, recibían crudas heridas, y una
muerte no suave y pronta, sino entre convulsiones y acerbos dolores,
revolcándose con las saetas y encrudeciendo las heridas o despedazándose y
destruyéndose a sí mismos, si querían sacar las puntas con anzuelo, que habían
dilacerado las venas y los nervios. Recibiendo muchos de esta manera la muerte,
aun los que quedaban con vida estaban sin acción para nada; así es que,
animándolos Publio para que acometiesen a los coraceros, le mostraron las manos
pegadas a los escudos y los pies clavados en tierra, en términos que estaban
del todo imposibilitados, tanto para huir como para defenderse. Entonces,
dirigiéndose a los de caballería, acometió con vigor y trabó pelea con los
enemigos; mas ésta era desigual en el herir y en el protegerse, hiriendo con
azconas cortas y débiles en corazas de piel y de hierro, y siendo heridos con
lanzas robustas los cuerpos ligeros y desnudos de los galos. Porque en éstos
confiaba principalmente y con ellos obró maravillas, pues agarraban con las
manos los astiles de las lanzas, y trabando de los jinetes, los arrojaban de
los caballos, dejándolos, por lo pesado de la armadura, sin poder moverse.
Muchos, saltando de sus caballos, se metían debajo de los caballos enemigos y
los atravesaban por los ijares; tiraban éstos botes en fuerza del dolor, y
pisoteando a un tiempo a los jinetes y a sus contrarios, unos y otros morían
juntos, cubiertos de tierra y de basura. Lo que principalmente quebrantó a los galos fue el calor y la sed, a que no estaban acostumbrados, y, además, el
haber perdido la mayor parte de los caballos, a causa de que ellos mismos se
metían por las lanzas enemigas. Viéronse, por tanto, en la precisión de haber
de acogerse a la infantería, teniendo ya a Publio, por sus muchas heridas, en
el más deplorable estado; y como advirtiesen cerca un alto montón de arena,
corrieron a él, colocaron en medio los caballos, y cubriéndose con los escudos
como en una trinchera, creyeron que podrían así defenderse mejor de los
bárbaros, mas sucedióles lo contrario. Porque en el terreno llano, los primeros
protegen a los que están a la espalda; pero allí, por la desigualdad del sitio,
los unos estaban más altos que los otros, y quedando todos al descubierto no
podían evitar los tiros, sino que a todos se dirigían del mismo modo,
lamentándose de una muerte sin gloria y sin desquite alguno. Hallábanse con
Publio dos griegos establecidos en aquel país en la ciudad de Carras, llamados
Jerónimo y Nicómaco; persuadíanle que se retirara con ellos y huyera a Icnas,
ciudad que seguía el partido de los romanos y estaba de allí a corta distancia;
mas respondiéndoles que ninguna muerte por más cruel que fuese podría hacer que
Publio abandonara a los que morían por él, les rogó que se salvaran, y
alargándoles la diestra los despidió. Entonces, no pudiendo valerse de su
propia mano, porque la tenía atravesada con una flecha, mandó a su escudero que
lo pasara con la espada, presentándole el costado. Dícese que Censorino murió
de la misma manera; pero Megabaco se dio a sí mismo la muerte, y otro tanto
ejecutaron los más principales y esforzados A los demás que quedaron, subiendo
los partos al terreno, los pasaron en pelea con las lanzas, no habiendo tomado
vivos, según se dice, arriba de quinientos. Cortáronle a Publio la cabeza y
marcharon al punto en busca de Craso.
26.- El estado de éste era el siguiente. Luego que
dio al hijo la orden de acometer a los partos, como alguno le anunciase que
éstos iban en derrota y que se les perseguía con tesón, y viese que los que
contra sí tenía no obraban como antes, porque la mayor parte había marchado con
los que huyeron, se alentó algún tanto, y reuniendo sus tropas las situó en
puestos ventajosos, esperando allí que el hijo volviese de la persecución.
Publio, luego que se vio en peligro, envió quien avisase al padre; pero los
primeros mensajeros perecieron. De los últimos, algunos que con dificultad
escaparon le trajeron la nueva de que Publio era perdido si no se le daba
pronto y grande socorro. Combatieron a un tiempo muchos afectos el corazón de
Craso; así, ya no obró en él la razón; e impelido, ora del miedo, ora del deseo
del hijo para darle el socorro que pedía, se resolvió por fin a mover el
ejército. En esto aparecieron los enemigos, mucho más terribles en su gritería
y en sus cantos, aturdiendo otra vez con el ruido de sus tímpanos a los romanos, que esperaron con esto el principio de otra batalla. Los que traían la
cabeza de Publio clavada en la punta de una pica, acercándose más que los otros,
la mostraban, preguntando con escarnio por sus padres y su linaje, pues no
parecía posible que Craso, hombre el más cobarde y el más perverso, fuera padre
de un joven tan valiente y de tan acendrada virtud. Este espectáculo fue el que
más, de cuantos males habían pasado, quebrantó y desconcertó los ánimos de los romanos, concibiendo todos, no ira y deseo de venganza, que era lo que el caso
pedía, sino un indecible terror y espanto. Dícese que entonces Craso, en medio
de tan vehemente dolor, se mostró muy superior a sí mismo, porque, corriendo
las filas, habló de este modo a los soldados: “Este luto ¡oh romanos!, es
privadamente mío; pero la eminente fortuna y gloria de Roma, intacta e ilesa,
permanece en vosotros, a quienes veo salvos. Si alguna compasión tenéis de mí
por la pérdida de mi valeroso hijo, manifestadla en vuestro enojo contra los
enemigos. Arrebatadles de las manos ese gozo; vengáos de su crueldad. No os
abata lo sucedido: porque no puede ser que dejen de tener que sufrir y padecer
los que acometen grandes presas. Ni Lúculo derrotó sin sangre a Tigranes, ni
Escipión a Antíoco. Nuestros antepasados perdieron en Sicilia mil naves y en la
Italia muchos emperadores y pretores; pero no impidieron las derrotas de éstos
que al cabo triunfasen de los vencedores: pues que la brillante prosperidad de
Roma no ha llegado a tanta altura por su buena suerte, sino por la constancia y
virtud de los que no rehusaron los peligros”.
27.- Este fue el lenguaje que les tuvo Craso, y de
este modo procuró alentarlos; pero vio que pocos le escuchaban con buen
semblante, y habiéndoles mandado dar el grito de guerra se desengañó aún más
acerca de su abatimiento: porque aquel fue débil, apocado y desigual, cuando el
de los bárbaros fue claro y esforzado. Venidos a la contienda, la caballería de
éstos, haciendo un movimiento oblicuo, comenzó a lanzar saetas; y los
coraceros, usando de las lanzas, redujeron a los romanos a un recinto estrecho,
a excepción de aquellos que, por huir de la muerte que los tiros causaban,
prefirieron arrojarse desesperadamente sobre éstos, haciendo, a la verdad, poco
daño, pero encontrando una muerte pronta por medio de heridas grandes y
profundas, dadas por hombres que con el empuje de sus robustos astiles pasaban
con el hierro a los que se les ponían delante, y aun muchas veces atravesaban a
dos de un golpe. Peleando de esta manera sobrevino la noche, y se retiraron,
diciendo que de gracia concedían a Craso una noche para llorar a su hijo; a no
ser que lo pensara mejor y por sí mismo se fuera a presentar a Arsaces, en
lugar de ser llevado. Pusieron allí cerca su campo, alentados de grandes
esperanzas; en cambio, para los Romanos la noche fue terrible, no haciendo
cuenta de dar sepultura a los muertos ni de prestar auxilios a los heridos y
moribundos, sino que cada uno se lamentaba por sí mismo, teniéndose por
perdidos, bien esperaran allí el día, o bien se lanzaran por la noche en aquel
vasto desierto. Éranles gran motivo de irresolución los heridos, pues si
determinaban llevarlos serían un estorbo para la prontitud de la marcha, y si
los dejaban, con sus gritos darían indicio de la partida; y aunque conocían que
Craso era la causa de todo, sin embargo deseaban verle y oír su voz. Mas él se
había retirado solo y yacía en las tinieblas, cubierta la cabeza con su ropa:
ejemplo para los más de las mudanzas de fortuna, pero para los hombres
prudentes de temeridad y ambición, por las que no estaba contento con no ser el
primero y el mayor entre tantos millones de hombres, sino que le parecía que
todo le faltaba, porque tenía el último lugar respecto de dos solos. Entonces,
el legado Octavio y Casio trataron de consolarle y darle aliento; pero cuando
vieron que del todo estaba desanimado, reunieron a los tribunos y centuriones,
y habiendo convenido en que no debían quedar allí movieron el ejército sin
toque de trompetas y con mucho silencio al principio; pero cuando los imposibilitados
de seguir percibieron que se les abandonaba, fue terrible el desorden y la
confusión que entre sollozos y lamentos se apoderó del campo. Después, cuando
ya estaban en marcha, les sobrevino nueva turbación y terror, creyendo que se
acercaban los enemigos; muchas veces retrocedían; otras muchas tomaban el orden
de formación; y de los heridos que los seguían, ya poniendo en los bagajes a
unos y ya bajando a otros, fue larga la detención que tuvieron, a excepción de
trescientos de caballería mandados por Egnacio, que arribaron a Carras como a
la medianoche. Habló éste a los centinelas en lengua romana, y como le hubiesen
entendido, les encargó dijeran a su comandante Coponio que Craso había tenido
una grande batalla con los partos; y sin decir más, ni descubrir quién era, se
apresuró a llegar al puente y salvó aquella tropa; mas fue muy vituperado por
haber abandonado a su general. Con todo, aprovechó a Craso aquella ligera
expresión suya referida a Coponio, porque, conjeturando éste que lo breve y cortado
del anuncio no era de quien traía buenas nuevas, mandó inmediatamente a los
soldados tomar las armas, y luego que se informó de que Craso estaba en camino
salió a recibirle, y acompañó a su ejército hasta la ciudad.
28.- Los Partos, aunque por la noche sintieron su
partida, no los persiguieron; pero a la mañana, pasando al campamento, acabaron
con los que en él habían quedado, que no bajarían de cuatro mil; y a muchos que
se habían perdido por aquellas llanuras les dieron alcance partidas de
caballería. A cuatro cohortes que el legado Vargunteyo había separado del
cuerpo del ejército, y que habían errado el camino, las sorprendieron en un
collado, y sin embargo de que se defendieron con valor, no pudieron evitar el
ser pasadas a cuchillo, a excepción solamente de veinte hombres; pues
maravillados de que éstos con sus espadas trataran de abrirse camino entre
ellos, se abstuvieron de herirlos, y les permitieron que sin ofensa se
retiraran a Carras. Diose a Surenas un aviso falso, diciéndosele que Craso
había huido con los principales, y que la muchedumbre que se había refugiado a
Carras era una mezcla de hombres de quienes no se debía hacer ninguna cuenta.
Creyó, pues, haber perdido el blanco principal de su victoria; mas, dudoso
todavía, y deseando informarse de lo cierto para sitiar a Craso si allí estaba,
o perseguirle en otro caso sin detenerse con los de Carras, envió a esta ciudad
uno de los que estaban con él que sabía ambos idiomas, dándole orden de que en
lengua romana llamara al mismo Craso o a Casio, manifestando que Surenas venía
a tratar con ellos. Díjolo éste como se le había mandado, y luego que se dio
parte a Craso aceptó la convocación. Al cabo de poco vinieron asimismo de parte
de los bárbaros unos árabes, que conocían de vista a Craso y Casio por haber
estado con ellos en el campamento antes de la batalla; y éstos, viendo a Casio
sobre la muralla, le dijeron que Surenas estaba dispuesto a tratar de paz y les
concedía ir salvos, con tal que admitieran la amistad del rey y abandonaran la
Mesopotamia, porque consideraba que esto era lo que a unos y a otros convenía
más que llegar a los últimos extremos. Admitiendo la proposición Casio, y
diciéndoles que deseaba se determinara el lugar y tiempo en que Craso y Surenas
tendrían su entrevista, prometieron que así lo harían, y marcharon.
29.- Contento Surenas con tenerlos sujetos a un
sitio, al día siguiente condujo allá sus tropas, las que, desmandándose en
injurias contra los romanos, llegaron a proponerles que, si querían alcanzar
capitulación, les habían de entregar atados a Craso y a Casio. Indignáronse de
verse así engañados, y diciendo a Craso que era necesario dar de mano a las
vanas y largas esperanzas de los armenios, se decidieron por la fuga. Era muy
importante que ninguno de los carrenos lo supiese antes de tiempo; pero
justamente lo supo Andrómaco, hombre entre todos el más infiel y desleal, a
quien Craso confió este secreto, valiéndose de él para que los guiase. Así,
nada ignoraron los partos, porque Andrómaco se lo refirió todo punto por punto.
Mas como sus costumbres patrias se opusiesen a que pelearan de noche, ni esto
además le fuese fácil, habiendo de partir Craso de noche, para que aquellos no
se atrasaran mucho en su persecución, discurrió Andrómaco la traza de tomar
ahora un camino y luego otro, hasta que, por último, los condujo a un terreno
pantanoso y cortado con frecuentes acequias, que hacían la marcha penosa y
tarda para los que aún se dejaban guiar de él: pues hubo algunos que conociendo
que Andrómaco no podía hacerles dar aquellos rodeos y vueltas con buen fin, no
quisieron seguirle; Casio se volvió otra vez a Carras, y diciéndole sus guías,
que eran unos árabes, ser conveniente esperar a que la luna pasara del
Escorpión, “Pues yo- les respondió- más temo al Sagitario”, y se encaminó a
Siria con unos quinientos caballos. Otros, que también tuvieron fieles
conductores, arribaron a las montañas llamadas Sínacas y se pusieron en
seguridad antes del día. Eran éstos cerca de cinco mil, y estaba al frente de
ellos Octavio, varón de singular probidad. A Craso le cogió el día engañado
todavía de Andrómaco y detenido entre acequias y pantanos. Tenía consigo cuatro
cohortes de legionarios, muy pocos caballos y cinco lictores; con los cuales
salió al fin con mil trabajos al buen camino cuando ya tenía encima a los
enemigos. Faltábanle sólo doce estadios para unirse con las tropas de Octavio,
pero tuvo que refugiarse a otro montecillo no tan inaccesible a la caballería
ni tan seguro, aunque enlazado con las mismas montañas Sínacas, de las que sólo
le dividía una serie de collados, que desde la llanura se extendían hasta
aquellas; así, las tropas de Octavio podían muy bien observar el peligro en que
se hallaba. Octavio fue el primero que bajó con unos pocos a darle auxilio;
después partieron los demás, avergonzados de su detención, y cargando a los
enemigos los rechazaron del montecillo. Cogieron luego en medio a Craso, y
protegiéndole con sus escudos dijeron con firmeza y resolución que no tendrían
los partos saeta ninguna que penetrase hasta su general, sin que primero
murieran todos, peleando por defenderle.
30.- Viendo, pues, Surenas que los partos se batían
ya con menos ardor, y que si venía la noche y los romanos se metían más en el
monte le sería imposible darles alcance, armó a Craso otro engaño. Dejó ir
libres a algunos cautivos, ante quienes hizo de intento que unos bárbaros se
dijeran a otros en el campamento que el rey no quería que la guerra con los romanos fuese perpetua y daría pruebas de estar pronto a restablecer la amistad
con el obsequio de tratar humanamente a Craso. Abstuviéronse, por tanto, los
Partos de combatir, y marchando sosegadamente Surenas hacia el collado con los
principales de su ejército quitó la cuerda al arco y alargó la diestra,
llamando a Craso a conferenciar con él y diciendo en alta voz que el Rey había
hecho muestra, muy contra su voluntad, de su valor y su poder; pero que
deseando manifestarles también su dulzura y benevolencia los dejaría ir libres
y salvos por medio de un tratado. Al decir esto Surenas, los demás le
escucharon muy placenteros y se mostraban sumamente contentos; pero Craso, que
no había habido nada en que no hubiese sido engañado, y que extrañaba mucho tan
repentina mudanza, no se prestó a esta invitación, sino que se paró a
reflexionar. Mas como los soldados empezasen a gritar y a decirle que fuese, y
después pasasen a insultarle y echarle en cara que a ellos los ponía a pelear
con unos hombres con quienes ni aun desarmados quería tener una conferencia,
tentó primero el medio del ruego, diciéndoles que aguantaran lo que restaba de
día y por la noche podrían libremente marchar por aquellas montañas y aquellas
asperezas, mostrándoles el camino y exhortándolos a que no perdieran la
esperanza de una salud que tenían tan cerca; pero viendo que todavía se le
oponían, y que blandiendo las armas le amenazaban, por miedo hubo de partir,
sin decir más que estas palabras: “Vosotros, Octavio, Petronio y todos los caudillos
romanos que estáis presentes, sois testigos de la necesidad de esta partida, y
sabéis por que cosas tan violentas y afrentosas se me hace pasar; mas con todo,
si llegáis a salvaros, decid ante todos los hombres que Craso pereció engañado
de los enemigos, no entregado a la muerte por sus ciudadanos.”
31.- No pudiendo contenerse Octavio, bajó del
collado con Craso, quien despidió a los lictores, que también le seguían. De
los bárbaros, los primeros que salieron a recibirle fueron dos griegos mestizos
que le hicieron acatamiento, apeándose de los caballos; y, saludándole en
lengua griega, le propusieron que enviara personas que vieran como Surenas y
los que traía consigo venían sin armas de ninguna especie; mas Craso les
respondió que, si tuviera en algo la vida, no habría venido a ponerse en sus
manos. Con todo, envió a dos hermanos, llamados Roscios, a informarse de
cuántos eran los que venían y con qué objeto. Surenas, al punto, les echó mano
y los detuvo, siguiendo a caballo con los principales de los suyos; y “¿Cómo es
esto- gritó-, un general de los romanos viene a pie y nosotros montados?”,
mandando que sin dilación le trajesen un caballo. Contestándoles Craso que ni
uno ni otro faltaban, concurriendo cada uno, según la costumbre de su patria,
dijo entonces Surenas que ya estaba hecho el tratado y la paz entre el rey
Herodes y los romanos, pero que habían de escribirse las condiciones, llegando
para ello hasta el río; “Porque vosotros los romanos- dijo- no soléis acordaros
de los convenios” y le alargó la mano. Mandó entonces Craso que le trajeran un
caballo, a lo que repuso: “No es menester, porque el Rey te da éste”; y al
mismo tiempo le presentaron un caballo con jaez de oro, en el que, cogiéndole
en volandas, le pusieron los palafraneros y empezaron a dar latigazos al
caballo para hacerle marchar precipitadamente. Octavio fue el primero que asió
del freno, y después de él Petronio, uno de los tribunos, cercándole en seguida
los demás y procurando todos contener el caballo y retirar a los que, por uno y
otro lado, querían a fuerza llevarse a Craso. Suscitándose con esto confusión y
alboroto, vínose, al fin, a los golpes, y desenvainando Octavio su espada
atravesó a uno de aquellos palafreneros, haciendo otro tanto con Octavio uno de
ellos, que se hallaba a su espalda. Petronio no se encontró con armas; y habiendo
recibido un golpe, que no pasó de la coraza, saltó ileso del caballo. A Craso
le quitó la vida un parto llamado Pomaxatres, aunque algunos dicen haber sido
otro el que le mató y que éste fue el que, después de caído, le cortó la cabeza
y la mano derecha; cosas que pueden muy bien conjeturarse, pero no saberse de
ciento, porque de los que se hallaron presentes y pelearon en defensa de Craso,
los unos murieron allí y los otros a toda priesa se retiraron al collado.
Pasaron allá los partos, y diciendo que Craso ya había sufrido su castigo, pero
respecto de los demás manifestaba Surenas que podían bajar con seguridad, unos
bajaron, efectivamente, y se entregaron, y otros se dispersaron por la noche,
de los cuales fueron muy pocos los que se salvaron, y a los restantes salieron
a cazarlos los árabes, y, alcanzándolos, les dieron muerte. De todas aquellas
tropas, veinte mil hombres se dice que murieron, y que diez mil fueron tomados
cautivos.
32.- Surenas envió al rey Herodes, que se hallaba
en la Armenia, la cabeza y la mano de Craso, y haciendo correr en Seleucia la
voz, por medio de mensajeros, de que conducía vivo a Craso, dispuso una pompa
ridícula, a la que por sarcasmo dio el nombre de triunfo. Porque al más
parecido a Craso de los cautivos, que era Cayo Paciano, le hizo vestir como
mujer bárbara, y habiendo ensayado el que respondiese cuando le llamaran Craso
o general, de este modo le llevaban a caballo, precediéndole trompeteros y
lictores montados en camellos. De las varas pendían bolsas, y entre las hachas
se veían cabezas de romanos recién cortadas. Seguían después rameras
seleucienses entonando canciones insultantes y ridículas contra la cobardía y
afeminación de Craso, y de este espectáculo gozaron todos. Mas reuniendo el
Senado de los Seleucienses, les presentó los libros obscenos de Aristides,
llamados Milesíacos; esto ya no fue inventado, porque se encontraron realmente
en el equipaje de Rustio y dieron ocasión a Surenas para motejar e infamar a
los romanos de que ni en la guerra podían estar sin entretenerse con tales
objetos y tal leyenda. Mas el concepto que los Seleucienses formaron fue que
Esopo había sido un sabio; viendo que Surenas presentaba por delante el cabo de
alforja en que se contenían las obscenidades milesíacas, cuando en pos de sí
traía una síbaris pártica en tanto número de concubinas como las que conducía
en sus carros; siendo su ejército, al parecer, como las víboras y las culebras,
porque las partes anteriores, y que primero aparecían, eran feroces y
terribles, estando cercadas de lanzas, de arcos y de caballos, y luego la cola
remataba en rameras, en crótalos, en cantos y en nocturnas disoluciones con
infames mujercillas. No merecía, ciertamente, disculpa Rustio; pero no estaba
bien a los partos vituperar en los romanos la pasión por los libros milesíacos,
cuando muchos de los Arsácidas que reinaban sobre ellos habían sido
descendientes de rameras de la Jonia y de Mileto.
33.- Entretanto que esto pasaba, Herodes había ya
hecho la paz con el rey de Armenia, Artabaces, y había convenido en tomar la
hermana de éste para mujer de su hijo Pácoro. Con este motivo eran frecuentes
los banquetes y festines de uno a otro, y se entretenían con las
representaciones teatrales de la Grecia, porque Herodes no ignoraba ni la lengua
ni las letras griegas y Artabaces componía tragedias y había escrito oraciones
e historias, de las cuales algunas todavía se conservan. Cuando la cabeza de
Craso fue conducida a las puertas del palacio no se habían levantado las mesas,
y un representante de tragedias, llamado Jasón, natural de Tralis, estaba
recitando el pasaje de Agave de la tragedia de Eurípides Las Bacantes. En medio
de los aplausos que se le daban se presentó Silaces ante el rey, y adorándole
arrojó en medio la cabeza de Craso. Grande fue con esto la algazara de los partos, su alegría y su júbilo; y habiendo hecho los sirvientes tomar asiento a
Silaces, de orden del rey, Jasón dio las ropas y ornato de Penteo a uno de los
del coro, y tomando él la cabeza de Craso en la mano se puso a hacer el
bacante, y recitó con entusiasmo y con canto aquellos versos: Del monte a
nuestro techo esta dichosa caza traemos ahora mismo de flecha traspasada. Esto
fue de diversión para todos; pero cantándose en seguida los otros versos,
alternados con el coro: ¿Quién le tiró primero?. Mío, mío es el premio,
entonces, levantándose Pomaxatres, que también asistía a la cena, echó mano a
la cabeza, diciendo que aquello más le tocaba a él que al actor; lo que cayó
muy en gracia al rey; y habiéndole remunerado, según la costumbre patria, dio a
Jasón un talento. Este término se dice haber tenido la expedición de Craso,
acabando verdaderamente como una tragedia. Herodes y Surenas experimentaron, al
fin, castigos dignos, el uno de su crueldad y el otro de su perjurio; porque a
Surenas, de allí a poco, le quitó la vida Herodes, envidioso de su gloria, y a
éste, después de haber perdido a Pácoro, muerto en una batalla, en que fue
vencido de los romanos, en ocasión de hallarse doliente de una enfermedad que
declinaba en hidropesía, su otro hijo Fraates, atentando contra su vida, le dio
acónito; mas como la enfermedad recibiese bien el veneno, de manera que con él
terminó, habiéndose quedado Herodes enteramente enjuto, tomó aquel el camino
más corto, y entrando en su cuarto le ahogó.
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