Roma es la Reina del mundo, nodriza de hombres y madre de dioses,
cuya majestad nunca se borrará de los corazones de los hombres hasta que el mismo
Sol desaparezca. Esparce sus dones con tanta amplitud como el Sol sus rayos —el
Sol que sale y se pone sobre las tierras que Roma gobierna—. Ni el desierto
abrasador ni la helada coraza del norte impidieron su avance: dondequiera que
la naturaleza había infundido vida, allí había penetrado Roma. Ella había hecho
una patria de muchas naciones, y era una bendición ser gobernado por ella. Roma
había convertido en una ciudad lo que antes era el mundo, ofreciendo a los conquistados
que compartiesen sus propias leyes. La clemencia había mitigado el poder de sus
armas. Había vencido a los que había temido y amaba a los que había vencido.
Abarcando el mundo entero con sus leyes, logrando victorias, había unido todas
las cosas en una confederación común. Otros imperios se habían levantado y se
habían hundido, pero la guerra de Roma había sido justa, su paz libre de
soberbia, y a sus vastas riquezas se había sumado la gloria. Sus hechos
superaron su destino: lo que gobernaba era menos de lo que merecía gobernar… Y
después Rutilio ruega a Roma que evoque en su ayuda su antiguo coraje y su antigua
fortaleza… A pesar del dolor, las heridas se cicatrizan y los miembros se fortalecen.
De la adversidad brota la prosperidad, de la ruina la riqueza. Los cuerpos celestes
se ponen sólo para renovar su luz. Lo que no puede hundirse surge rápidamente a
la superficie; la antorcha se inclina para que la llama arda con más brillo.
Los enemigos de Roma, por un momento victoriosos, fueron todos derrotados, y
hasta Aníbal vivió para lamentar su éxito. El desastre que a otros destruye,
renueva a Roma; su poder para triunfar en la desgracia la hará renacer.
Humillará a sus enemigos. Para Roma, eternamente, se cultivarán las Provincias
Renanas, se desbordará el Nilo, y prodigarán su trigo y su vino África, Italia
y Occidente.
( Rutilio Claudio Namaciano)
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