A primera vista puede sorprender que, al lado de aquella floración de la filosofía, el teatro, la escultura y la arquitectura, la edad de
Pericles no pueda
ufanarse de otra igualmente desbordante de la poesía. Pero hay sus razones. La democracia,
al destruir monarquías y principados, había destruido el mecenazgo, que es el gran abono. La poesía nace siempre cortesana y castellana, como
fue precisamente la de Homero. La democracia
es ciudadana, y en lugar del señor guerrero y romántico coloca al burgués mercantil y racional, más
interesado en el juego de la inteligencia que en la
intervención fantástica. El conflicto de las ideas cobra prevalencia, arranca
incluso el poeta a la contemplación solitaria y le obliga a tomar partido, es decir, a hacerse abogado de una o de otra causa. De hecho no
es que la poesía falte en la
Atenas de Pericles. Casi todos escriben en verso. Pero lo hacen al servicio de las ideas, por la filosofía o por el teatro. Y,
naturalmente, teatro, filosofía e ideas nos ganan. La poesía nos pierde.
Su mayor representante es Píndaro, nacido a fines del siglo VI antes
de Jesucristo (en -522, parece ser), que estaba más que
saturado de poesía. Era de Tebas, ciudad que gozaba la fama que hoy tiene Cuneo y que, como Cuneo, no la merecía. Píndaro tenía un tío músico, que
le envió a sus costas, para estudiar composición
a Atenas, con los maestros Laso y
Agátocles. Al chico
aquellos estudios le sirvieron bastante
para extraer de las palabras todas las armonías posibles. Sus
conciudadanos dijeron que, una vez, Píndaro quedó dormido en el campo y que unas abejas, zumbando sobre su boca, habían dejado caer encima unas gotas de miel. O tal vez fuera el mismo Píndaro quien
inventó esta historia; la modestia no era su fuerte. Cinco veces concurrió al primer prefliio poético con su maestra y conciudadana Corina, que otras tantas veces le batió. Parece ser que ella iba provista, a ojos de los jueces que
componían el jurado,
de argumentos de los que el pobre Píndaro carecía y que tenían poco que ver con la
poesía. La derrota le hizo perder todo escrúpulo de galantería. Dijo que se sentía un águila «en comparación
con aquella excrecencia carnosa». Pues los poetas, cuando está de por medio un premio, emplean
la prosa, ¡y qué prosa!.
Pero
pronto tuvo su desquite, pues de todas partes le
llovieron comisiones de Gobiernos forasteros, de tiranos como Gerón de Siracusa y hasta de un rey, como Alejandro de Macedonia (el bisabuelo del Magno). De modo que cuando tuvo unos cuarenta y cinco años y volvió a casa rezumaba celebridad y riqueza. Pero las había sudado, pues sus famosas odas, que al leerlas parecen tan fáciles y
fluidas le habían costado un trabajo indecible.
Las componía a la par que la música, de la que desgraciadamente no ha quedado rastro, pues la destinaba al canto que él mismo enseñaba al coro. Píndaro era, en suma, «un letrista», aunque de altísimo nivel. Gran maestro de la métrica, henchido de metáforas, fantasioso
y sustancialmente
frígido bajo sus aparentes entusiasmos,
llegó a los ochenta años guardándose muy bien de mezclar su propio destino
personal a los grandes acontecimientos
de los cuales era
regularmente el panegirista. Cuando estalló la guerra con los persas, estuvo con la neutralidad de Tebas, que involucraba la
suya personal también. Después, consumados los hechos, se arrepintió y dirigió un sonoro homenaje a Atenas como a «la renovada ciudad protegida de los dioses, rica, coronada de violetas, guía
y baluarte de la Hélade toda». Tebas, por esta contradicción, le impuso una multa de diez mil dracmas, algo así como seis millones de liras. Pero fue Atenas la que, por
gratitud, se la pagó. Murió en -442, cuando, habiendo mandado un mensajero a Egipto para preguntar
al
dios Ammón qué era lo mejor de la vida, éste le respondió: «La muerte.» Atenas le dedicó un monumento. Y cuando, siglo y medio después, Alejandro
el Magno quiso castigar a Tebas por una rebelión, mandó a sus soldados incendiarla toda, menos la casa de Píndaro. Que, en efecto, todavía existe. No
queda gran cosa que decir sobre la poesía de Píndaro ni sobre la de sus menores
contemporáneos.
Toda la literatura de la edad de Pericles es engagée, es decir, funcional. Y hasta en la prosa, los únicos que brillaron fueron los «retóricos», o sea los maestres de oratoria, entre los cuales el más grande fue ciertamente Gorgias, y
los historiógrafos, que además eran sobre todo ensayistas políticos.
La rapidez de los progresos que los
griegos hicieron en este campo queda demostrada por
el hecho de que entre Heródoto y Tucídides no transcurren más que cincuenta años, cuando parece que al menos hubieran sido quinientos. Heródoto escribe la historia como
si fuese un cuento de hadas, sin distinguirla de la leyenda y el mito. Sabía muchas cosas porque, hijo de una buena familia de Halicarnaso, había
viajado; mas, en vez de cribarlas críticamente,
las amontonó en una miscelánea que de «historia universal»
tenía solamente la modesta pretensión. Los acontecimientos se
confunden con los milagros y con las profecías, y Hércules es descrito como un personaje real, parigual de Pisístrato. Todo
esto confiere a Heródoto el embrujo del frescor y de la inocencia. Puede leérsele con placer. Sólo hay que guardarse muy bien de creerle.
Tucídides, que comenzó a manejar la pluma cincuenta años después que Heródoto la hubo dejado, parece francamente pertenecer a otra edad. Se nota que entre ambos aparecieron los sofistas y se formó aquella especie de ilustración que tan extrañamente acerca el siglo -VI ateniense al siglo XVIII francés.
Tucídides
había nacido en 460 antes de Jesucristo, de padre propietario
de minas y madre de
prestigiosa familia tracia. Esto le permitió adquirir una excelente instrucción en la costosa escuela de los más renombrados sofistas, de
los cuales absorbió un escepticismo fundamental.
Su pasión era la política y, en efecto, todos sus primeros escritos son un diario de los acontecimientos de que era testigo. Se salvó de milagro de la epidemia de -430, que le había contagiado. Y seis años después le encontramos almirante
en la expedición naval en socorro de Anfípolis sitiada
por los espartanos. El
fracaso le costó el exilio y nos ha deparado a nosotros el placer de una Historia de la
guerra del Peloponeso que, de haberse quedado él en su patria haciendo
política, probablemente no hubiese escrito nunca.
Comienza su relato en el
momento que Heródoto lohabía dejado.
Pero, ¡qué diferencia, incluso
de estilo!. El de Tucídides es terso como el cielo del Ática, sin baboseos ni divagaciones. Hechos y personajes son vistos con su mirada límpida y representados con su justo relieve, sin prejuicios moralizadores. Nadie puede decir
que sus retratos de Pericles, Nicias, Alcibíades, sean verdaderos.
Pero lo parecen y esto basta para hacer gran historia. Tucídides no cae en una de esas inexactitudes en que el lector puede «picotear». Y su mano de escritor es tan hábil que no se nota. Él no emite juicios. Resalta lo bueno y lo malo en la narración de los hechos. Sus simpatías y antipatías no se advierten:
lo que es singularmente raro en un desterrado. Tiene una sola debilidad:
la de poner en boca de sus héroes frases elegantes, como se
suele hacer escribiendo, más no hablando. Pero él mismo confiesa que es un truco al que recurre para reavivar el relato y hacerlo más conciso y dramático. Todos sus personajes tienen, en efecto,
el mismo estilo: el de él. A veces, sin embargo,
exagera: como cuando atribuye a Pericles una Oración fúnebre sobre la decaída grandeza de Atenas. Mas, ¡ay!, que Plutarco está ahí para decirnos que Pericles no había dejado nunca ningún escrito y que ni siquiera
se habían transmitido sus pasajes orales. Lo que creemos, también a causa de que la oratoria de Pericles
no anduvo jamás en búsqueda de paradojas, de
dichos memorables y de frases de medalla que mereciesen recordarse.
Tucídides es un hábil reconstructor de
intrigas, pero más allá de la política no ve
nada: ni los factores económicos, ni las corrientes ideológicas, ni las transformaciones de las costumbres.
En sus páginas no
se encuentra una
estadística, ni figura el nombre de un filósofo.
No asoma nunca ni un
dios ni una mujer, ni siquiera Aspasia, que, sin embargo, algo contó en la vida y la carrera de Pericles.
Hay
en él una mezcolanza de Tácito y de Guicciardini,
pero más del segundo
que del primero. Como
Guicciardini, desahogó en historia las defraudadas ambiciones políticas, y lo hizo con la misma frialdad desencantada e
igual pesimismo sobre la fundamental maldad y estupidez de los hombres. No reconoce
progreso. La Humanidad, según él, está destinada a no aprender nada de la Historia y a repetir siempre, a cada generación, los mismos errores,
idénticas injusticias y bestialidades. Confesemos que encontraríamos cierto
embarazo en contradecirle.
Además de darnos una representación de los hombres y los hechos de su tiempo, Tucídides nos proporciona el documento de la madurez alcanzada
por Atenas en cuanto a pensamiento y expresión. Su prosa es un elevado modelo de concisión,
de eficacia, de limpio equilibrio. Es una lengua hablada maravillosamente, como lo
son todas las que han alcanzado la perfección. Nada de áulico ni de académico. Es un estilo sublime porque
no se nota que es un «estilo».
Pero
Tucídides, el discípulo
de los sofistas, nos demuestra también otra cosa: que el escepticismo había vencido ya. Los griegos, una vez arrojados
del Olimpo sus dioses, instalaron en él la Razón. Y él no creía ya en nada: ni siquiera en lo que escribe.
(
Indro Montanelli )
Muchas gracias al blog por las recomendaciones para acercarnos más a Dios, por otro lado me gustaría recomendarles orar bastante para poder salir adelante con cualquier problema que tengan.
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