martes, 7 de abril de 2020

POETAS E HISTORIADORES GRIEGOS



A primera vista puede sorprender que, al lado de aquella floración de la filosofía,  el  teatro,  la  escultura y la arquitectura, la edad de Pericles no pueda ufanarse de otra igualmente desbordante de la poesía. Pero hay sus razones. La democracia, al destruir monarquías y principados, había destruido el mecenazgo, que es el gran abono. La poesía nace siempre  cortesana y castellana, como fue precisamente la de Homero. La democracia es ciudadana, y en lugar del señor guerrero y romántico coloca al burgués mercantil y racional, más interesado en el juego de la inteligencia que en la intervención fantástica. El  conflicto de las ideas cobra prevalencia, arranca incluso el poeta a la contemplación solitaria y le obliga a tomar partido, es  decir,  a  hacerse  abogado  de  una  o de otra causa. De  hecho  no  es  que  la  poesía  falte  en la Atenas de Pericles. Casi todos escriben en verso. Pero lo hacen al servicio de las ideas, por la filosofía o por el teatro. Y, naturalmente, teatro, filosofía e ideas nos ganan. La poesía nos pierde.

 

Su mayor representante es Píndaro, nacido  a fines del siglo VI antes de Jesucristo (en  -522,  parece ser), que estaba más que saturado de poesía. Era de Tebas, ciudad que gozaba la fama que  hoy  tiene  Cuneo  y  que, como Cuneo, no la merecía.  Píndaro  tenía  un tío músico, que le envió a sus costas, para estudiar composición a Atenas, con los maestros Laso y Agátocles. Al chico aquellos estudios le sirvieron bastante para extraer de las palabras todas las armonías posibles. Sus conciudadanos dijeron que, una vez, Píndaro quedó dormido en el campo y que unas abejas, zumbando sobre su boca, habían dejado caer encima unas gotas de miel. O tal vez fuera el mismo Píndaro quien inventó esta historia; la modestia no era su fuerte. Cinco veces concurrió al primer prefliio poético con su maestra y conciudadana Corina, que otras tantas veces le batió. Parece ser que ella iba provista, a ojos de los jueces que componían el jurado, de argumentos de los que el pobre Píndaro carecía y  que tenían poco que ver con la poesía. La derrota le hizo perder todo escrúpulo de galantería. Dijo que se  sentía un águila «en comparación con aquella excrecencia carnosa». Pues los poetas, cuando está  de  por medio un premio, emplean la prosa, ¡y qué prosa!.

 

Pero pronto tuvo su desquite, pues de todas partes  le llovieron comisiones de Gobiernos forasteros, de tiranos como Gerón de Siracusa y hasta de un rey, como Alejandro de Macedonia (el bisabuelo del Magno). De modo que  cuando  tuvo  unos  cuarenta  y  cinco  años y volvió a casa rezumaba celebridad  y  riqueza.  Pero las había sudado, pues sus famosas odas, que  al  leerlas  parecen  tan  fáciles  y  fluidas  le  habían  costado un trabajo indecible. Las componía a la par que la música, de la que desgraciadamente no ha quedado rastro, pues la destinaba al canto que él mismo enseñaba al coro. Píndaro era, en suma, «un letrista», aunque de altísimo nivel. Gran maestro  de  la  métrica, henchido de metáforas, fantasioso y sustancialmente frígido bajo sus aparentes entusiasmos, llegó a los ochenta años guardándose muy bien de mezclar su propio destino personal a los grandes acontecimientos de los cuales era  regularmente  el  panegirista.  Cuando estalló la guerra con los persas, estuvo con la neutralidad de Tebas, que involucraba la suya personal también. Después, consumados los hechos, se arrepintió y dirigió un  sonoro  homenaje  a  Atenas como a «la renovada ciudad protegida de los  dioses, rica, coronada de violetas, guía y baluarte de la Hélade toda». Tebas, por esta contradicción, le impuso una multa de diez mil dracmas, algo así como seis millones de liras. Pero fue Atenas la que, por gratitud, se  la pagó. Murió en -442, cuando, habiendo mandado un mensajero a Egipto para  preguntar  al  dios  Ammón qué era lo mejor de la vida, éste le respondió: «La muerte.» Atenas le dedicó un monumento. Y cuando, siglo y medio después, Alejandro el Magno quiso castigar a Tebas por una rebelión, mandó a sus soldados incendiarla toda, menos la casa de Píndaro. Que, en efecto, todavía existe. No queda gran cosa que decir sobre la poesía de Píndaro ni sobre la de sus menores contemporáneos.

 

Toda la literatura de la edad de Pericles es engagée, es decir, funcional. Y hasta en la prosa, los únicos que brillaron fueron los «retóricos»,  o  sea  los  maestres  de oratoria, entre los cuales el más grande fue ciertamente Gorgias, y los historiógrafos,  que  además eran sobre todo ensayistas políticos.

 

La rapidez de los progresos que  los  griegos  hicieron en este campo  queda demostrada por el hecho de que entre Heródoto y  Tucídides  no  transcurren más que cincuenta años, cuando parece que al menos hubieran sido quinientos. Heródoto escribe la historia como si fuese un cuento de hadas, sin  distinguirla  de la leyenda y el mito. Sabía muchas cosas porque, hijo  de una buena familia de Halicarnaso, había viajado; mas, en vez de cribarlas  críticamente,  las  amontonó en una miscelánea que de «historia universal» tenía solamente la modesta pretensión. Los acontecimientos se  confunden  con  los  milagros  y  con   las  profecías, y Hércules es descrito como un personaje real, parigual de Pisístrato. Todo esto confiere a Heródoto el embrujo del frescor y de la inocencia. Puede  leérsele con placer. Sólo hay que guardarse muy bien de creerle.

 

Tucídides, que comenzó a manejar la pluma cincuenta años después que Heródoto la hubo dejado, parece francamente pertenecer a otra edad.  Se  nota que entre ambos aparecieron los sofistas y se formó aquella especie de ilustración que tan extrañamente acerca el siglo -VI ateniense al siglo XVIII francés.

 

Tucídides había nacido en 460 antes  de  Jesucristo, de padre propietario de minas y madre de prestigiosa familia tracia. Esto le permitió adquirir una excelente instrucción en la costosa escuela de los más renombrados sofistas, de los cuales absorbió un escepticismo fundamental. Su pasión era la política y, en efecto, todos sus primeros escritos son un diario de los acontecimientos de que era testigo.  Se  salvó  de milagro de la epidemia de -430, que le había contagiado.  Y  seis años después le encontramos almirante en la expedición naval en socorro de Anfípolis sitiada por los espartanos. El fracaso le costó el exilio y nos ha deparado a nosotros el placer de una Historia  de  la guerra del Peloponeso que, de haberse quedado  él  en su patria haciendo política, probablemente no hubiese escrito nunca.

 

Comienza su relato en el momento que Heródoto lohabía dejado. Pero, ¡qué diferencia,  incluso  de estilo!. El de Tucídides es terso como el cielo del Ática, sin baboseos ni divagaciones. Hechos y personajes son vistos con su mirada límpida y representados con su justo relieve, sin prejuicios moralizadores. Nadie puede decir que sus retratos de Pericles, Nicias,  Alcibíades, sean verdaderos. Pero lo parecen y  esto  basta  para hacer gran historia. Tucídides no cae en una de esas inexactitudes en  que  el  lector  puede  «picotear». Y su mano de  escritor es  tan hábil  que  no  se  nota.  Él no emite juicios. Resalta lo bueno y lo malo en la narración de los hechos.  Sus  simpatías  y  antipatías no se advierten: lo que es singularmente raro en un desterrado. Tiene una sola debilidad: la de poner en boca de sus héroes frases elegantes, como se  suele  hacer escribiendo, más no hablando. Pero él mismo confiesa que es un truco al  que recurre para reavivar el relato y hacerlo más conciso  y  dramático.  Todos sus personajes tienen, en  efecto,  el  mismo  estilo:  el de él. A veces, sin embargo, exagera: como cuando atribuye a Pericles una Oración fúnebre sobre la decaída grandeza de Atenas. Mas,  ¡ay!,  que  Plutarco está ahí para decirnos que Pericles no había dejado nunca ningún escrito y que ni siquiera se habían transmitido sus pasajes orales. Lo que creemos, también a causa de que la oratoria de Pericles no anduvo jamás en búsqueda de paradojas, de dichos memorables y de frases de medalla que  mereciesen  recordarse.
 
Tucídides es un hábil reconstructor de intrigas, pero más allá de la política no ve nada: ni los factores económicos, ni las corrientes ideológicas, ni las transformaciones de las costumbres. En sus páginas no se encuentra una estadística, ni figura el nombre de un filósofo. No  asoma  nunca  ni  un  dios  ni  una  mujer, ni siquiera Aspasia, que,  sin  embargo, algo  contó  en la vida y la carrera de Pericles.

 

Hay en él una mezcolanza de Tácito y de Guicciardini, pero más del segundo que del primero. Como Guicciardini, desahogó en historia  las defraudadas ambiciones políticas, y lo  hizo  con  la  misma  frialdad desencantada e igual pesimismo sobre la fundamental maldad y estupidez de los hombres. No reconoce progreso. La Humanidad, según él, está destinada  a no aprender nada de  la  Historia y a repetir siempre, a cada generación, los mismos errores, idénticas injusticias y bestialidades. Confesemos que encontraríamos cierto embarazo en contradecirle.

 

Además de darnos una representación de los hombres y los hechos de su tiempo, Tucídides nos proporciona el documento de la madurez alcanzada por Atenas en cuanto a pensamiento y  expresión. Su  prosa es  un  elevado  modelo  de  concisión,  de  eficacia,  de limpio equilibrio. Es una lengua hablada maravillosamente, como lo son todas las que han alcanzado la perfección. Nada de áulico ni de académico. Es un estilo sublime porque no se nota que es un «estilo».

 

Pero Tucídides, el discípulo de los sofistas, nos demuestra también otra cosa: que el escepticismo había vencido ya. Los griegos, una vez arrojados del Olimpo sus dioses, instalaron en él la Razón. Y  él no creía ya  en nada: ni siquiera en lo que escribe.

( Indro Montanelli )


1 comentario:

  1. Muchas gracias al blog por las recomendaciones para acercarnos más a Dios, por otro lado me gustaría recomendarles orar bastante para poder salir adelante con cualquier problema que tengan.

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